No se corrompe quien ningún poder tiene. Ni capacidad para
decidir sobre el destino de los otros. Ni opción alguna de favorecer a nadie en
concreto. Los pobres, los parias, los trabajadores, los enumerados por la
seguridad social, los que leemos los titulares sin aparecer en ellos, los que
no somos elegidos para ostentar cargo alguno, todos nosotros, somos difíciles
de corromper.
No puede decirse otro tanto del político. Por mucho que los
haya honrados y sanos. Desprendidos y desinteresados. Trabajadores e
ilusionados. Eso lo somos, a priori, todos, y ellos también. Con sus más y sus
menos. Pero algunos de ellos, solamente en ocasiones. Cuando actúan agazapados,
en la oscuridad del que se opone, del que controla, del que critica, porque
vive en la espera de su momento de gloria, ése que siempre llega, tarde o
temprano. Y entonces, alcanza su perseguida ambición y se tuerce el generoso
entendimiento. Esto es lo que pasa. Cuando se toca poder, cuando se palpa con las
manos la tersura del gobierno de los pueblos, cuando se puede decidir con un
simple voto, cuando se sabe que de uno mismo depende el quitar y el poner. Un
concejal de urbanismo. Un alcalde. Un consejero de alguna cosa. Un alto cargo.
Siempre uno, singular, concreto, definido. El uno que mancha con su proceder
corrupto la honradez de todos los demás. Pero, desfachatez inmensa, siempre hay
ese uno que se corrompe, porque hay otro uno que lo quiere corromper, y aquél
se deja.
Ya lo dijo, hace mucho tiempo, a finales del XIX, con
cierta grandilocuencia, el historiador británico Lord John Emerich Acton: el
poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente. Las personas actúan
intencionadamente en pos de sus propios intereses, con independencia de que en
el camino también actúen buscando el beneficio de los demás, o el de la
mayoría. Pues el contacto continuo con el poder, hace fenecer la idea del mundo
mejor para todos, hace renegar de tan magno hechizo, convirtiéndolo solamente
en un mundo mejor exclusivamente para sí mismo.
Tiendo a pensar que corromperse por un par de trajes suena
a querer arriesgarse a la ignominia por bien poca cosa. Pero allá cada cual,
que no hay crimen grande ni pequeño, sino probado o impune. Y en ese mundo de
locos, en el de los políticos, donde se habla sin cesar, con grandilocuencia y
vanagloria, lo que sobran son, justamente, los corruptos impunes, que de los
otros ya se hace cargo la justicia. O eso esperamos todos.