sábado, 26 de noviembre de 2016

Campos de muerte

Esta semana les escribo desde Cracovia, en Polonia. Como es habitual, me han traído hasta aquí unas jornadas del sector para el que trabajo. Llevaba mucho tiempo deseando visitar esta ciudad, aunque no precisamente por su belleza arquitectónica, repleta de una historia largo tiempo atrás olvidada por sus habitantes. Mi deseo proviene de un tenebroso lugar que voy a visitar: Auschwitz. Fíjense que les escribo antes de recorrer tan infausto campo de exterminio y no después. Tengo una subjetiva y muy emocional razón para ello: estoy convencido de que no querré decir nada al respecto durante mucho tiempo. Si horas antes siento este opresivo dolor, qué no sentiré una vez que la experiencia me haya impactado. Es posible que no haya muchos lugares tan opresivos en el mundo como la colección de edificios y alambradas que integran el luctuoso campo de exterminio (seguramente sea imposible asumir con objetividad las muchas otras atrocidades y monstruosidades nazis).

En Wikipedia una fotografía muestra a una abuela y sus tres nietos, de muy corta edad, caminando dóciles (los niños, seguramente, inconscientes de su destino) hacia la cámara de gas de Auschwitz. Es una foto. No es posible ver el temblor de su piel, el miedo, el frío, el padecimiento y la incredulidad acerca del destino, 70 años después yo realizaré el mismo recorrido, pero sin gas zyklon al final del mismo. No espero hallar respuestas: solo sensaciones. Cómo aquella abuela y aquellos niños soportaron tan inhumanos minutos, es una pregunta que jamás podré contestarme. Por ese motivo acudo a Auschwitz, quiero sentir: sentir siquiera un miserable 0,001% de lo que ellos sintieron.

Campos de muerte siempre ha habido porque la historia de la humanidad es sangrienta y odiosa en muchos aspectos. Aún los hay en ciertas partes del mundo. Pero, y es solo mi opinión, ninguno de ellos produce el pavor y el sobrecogimiento de lo perpetrado por los nazis en Europa. En nuestra evolucionada Europa nos congratulamos de haber eliminado la lacra de la guerra de nuestras ciudades y países, pero asistimos con ausencia anímica al fervor y exaltación, en plena calle y en los parlamentos, de pasiones profundas y radicales de impredecible evolución. Si pienso en ello, encuentro mucha más reflexión en la desgarradora foto que les digo que en las miles de palabras de quienes opinamos, con alguna ligereza a veces, acerca de hacia dónde nos encaminamos.

domingo, 20 de noviembre de 2016

Populismo a la argentina

Estoy en Buenos Aires por un congreso. Anoche fui invitado a un asador típico y, durante el trayecto, mi colega bonaerense, que maneja su vehículo con suavidad, me habla de lo sucedido en este país en los últimos cien años. Lo primero, establece el horizonte. Hace un siglo Argentina era el quinto país del mundo en términos de renta per cápita. Hoy ocupa un lugar variable entre los números 95 y 100. Toda la riqueza atesorada por su enorme capacidad para producir alimentos se ha diluido. Las causas son complejas, pero mi interlocutor, que se califica de liberal, apunta certero: el peronismo ha llevado a esta gloriosa nación a la ruina. Mientras desfilan por las ventanillas edificios fascinantes y la mansedumbre de felicidad de los viandantes que ocupan las aceras y los cafés y restaurantes (ciertamente Buenos Aires es perfecta de noche), voy escuchando atento las respuestas que Jorge, mi colega, desarrolla ante mis preguntas.

La primera. Ser peronista no es ser de izquierdas o derechas. Ser peronista es ser populista. Un tipo admirable, en lo bueno (poco) y lo malo (casi todo), este Perón, capaz de convencer a millones de argentinos, desde su exilio en Puerta de Hierro, que deben votar a su dentista como presidente de la República, y a quien, de inmediato, exige, y consigue, que le ceda el gobierno. Un político capaz de encandilar a los obreros con su discurso demagógico pero inyectadísimo de fervor. Un gobernante que habla de reparto de la riqueza y que distribuye bicicletas gratuitas a los obreros como muestra de praxis coherente con el discurso. Un presidente que nombra vicepresidenta a la cabaretera que desposó y hace creer a la población que Argentina es una nación grande, envidiada, e imponer un proteccionismo que ha de destrozarla desde dentro.

Nos horroriza el Brexit, Trump, los neonazis, Podemos y los independentistas, pero nada de todo ello es nuevo. La historia reciente se obstina en mostrar cuán frágiles son las convicciones democráticas de la ciudadanía una vez que la economía se tuerce, cuán repugnante es la actitud de las élites, cuán decepcionante es la praxis de una clase política sin formación que actúa por el propio interés.

Llegamos al restaurante. Desfilan los platos de asado. Me siento gástricamente feliz. Olvido a Perón. No olvido lo actual, por lejos que me encuentre. Los espetones no alumbran el futuro, pero amabilizan el presente. No me gusta la inquietud, pero creo que hemos de aprender a acostumbrarnos.

viernes, 11 de noviembre de 2016

Beber a los 12

No voy a hablar de Trump. Me gusta establecer distancia con las noticias, al menos una semana, y todo el planeta está hablando del inefable 45 presidente de los EEUU. Tienen suficiente alimento para unas cuantas jornadas. Hoy quería hablarles de la niña que, con 12 años, falleció hace días de coma etílico.
El botellón. Beber mucho alcohol en la vía pública. Normalmente malo (barato). Mucho y malo es contrario a cualquier expresión cultural. No es lo mismo tomar un gintonic en la sobremesa de una comida de negocios o de una reunión familiar, que beber diez gintonics (o más) en una boda hasta caer al suelo. En el primer caso, podemos hablar de disfrute racional (consumo moderado). En el segundo caso, no estoy seguro. Nunca me atrajo el concepto de “pillar borracheras”, por eso nunca lo hice, pero que algunos probos padres de familia hablen ufanos de sus homéricas curdas, siempre de antaño, ha de significar algo. Si la cuestión es quitar hierro y aceptarlo, no tengo mayor problema. Pero, ¿qué se dice cuando una niña de 12 años, por desarrollada que esté, pierde la vida en una de ellas?
La palabra más repetida para calificar la noticia ha sido “increíble”. En realidad, lo increíble es que no pase muchas más veces. Mi abuela, mujer de primeros del siglo XX, cuando veía estas noticias siempre preguntaba: “pero, ¿y los padres?”. Me pregunto si, como decía la semana pasada, ven lo que sucede, pero ya no pueden hacer nada (por ser demasiado tarde). Hay quienes se encogen de hombros: “admítelo, las niñas de 12 años no son niñas, son adolescentes”. Otros se llevan las manos a la cabeza: “es inconcebible”. Al final resulta que la corriente es poderosa: unos y otros anhelan que tal cosa no suceda a sus hijos en el presente o el futuro. Existe el temor hacia la maligna corriente que parece querer arrastrar a todos sin remedio.
Beber hasta morir a los 12 años es una barbaridad y, el resto de padres (porque los padres de la niña bastante tienen ya con sufrir) debería pensar que la dejación diaria o sobrevolar por la estratosfera cuando toca inculcar valores y conducta a los hijos, conlleva estas consecuencias. La lucha es ingrata porque los hijos no son nuestros: se los lleva la vida y disponen de su albedrío, lo mismo que hicimos nosotros. Pero tengo la seguridad de que mucho más ingrato, por ominoso, es contemplar el cadáver de tu hija de 12 años tras varios avisos etílicos previos a los que no se puso ni intentó poner remedio alguno.

viernes, 4 de noviembre de 2016

Tener móvil

Queco es el único niño de su clase que no tiene móvil. Va a cumplir 12 años y cursa 1º de la ESO: les pongo en situación. Ignoro las razones argüidas por los demás padres para permitir que sus hijos dispongan del dichoso aparatito. Yo podría tener miles. Por ejemplo: hace unos días, el enano no encontró las llaves de su casa en la mochila porque se desprendieron de su enganche y él, nervioso, no supo encontrarlas. Hizo lo que tantos de nosotros hicimos en circunstancias similares: esperar sentados en las escaleras a que llegasen los mayores. En el descansillo pudo conectar la Tablet que el colegio les ha facilitado para hacer deberes (y estar en comunicación con los profesores) y me envió un email: “Papi, no estoy en casa, no tengo las llaves; porfa, no llames” (pobrecito mío, no quiso alarmarme). Enseguida llegó su abuelo. Su madre se ha planteado darle un móvil para situaciones como esta: yo replico que los móviles no hacen aparecer las llaves de casa de la nada.
Queco no necesita un móvil para sobrevivir o crecer feliz. Todo lo contrario. Me alarma mucho haber visto a niños de corta edad exigir emberrinchados un móvil a sus padres. O saber que siete de cada diez jóvenes tiene no ya un móvil, también cuentas en Instagram o Twitter. En Internet resulta muy fácil encontrar fotos de nínfulas exhibiendo más de lo aconsejable. Por descontado, la inmensa mayoría emplea de forma abusiva el Whatsapp y demás mensajerías (seguramente todas) durante demasiado tiempo. Pero la culpa no es suya (no solo). Es nuestra. De los padres. Y creo conocer el origen de la rendición (cuando no la adhesión): no podemos con ellos. La batalla contra la fascinación del móvil agota: mejor unirse a ella, ser colegas, pasar por alto la responsabilidad. A todos nos fascina el móvil, ¿no? Pues de la fascinación al abuso media un paso. ¿Quién de nosotros no está pillado por el móvil? ¿Nos ha de extrañar el síndrome de abstinencia que sufren niños y jóvenes cuando se les castiga sin aparatito o cuando se les cae al agua?
El abuso del móvil impide el desarrollo del buen juicio, el control del comportamiento y el pensamiento organizativo. Esto es: produce desequilibrio de la madurez, cosa que vivimos en las propias meninges sin percibirlo, y eso que somos adultos. Por eso lo tengo claro: el reemplazo de todo lo antiguo por lo inmediato y viral nos orienta hacia un mundo desconocido. Intentaré luchar contra ello. Queco seguirá sin móvil un buen tiempo.