viernes, 31 de octubre de 2008

Nabos y calabazas


  
De una u otra manera, usted celebrará eso del Halloween en la noche del 31 de octubre. Ya saben, la pagana fiesta celta. La misma con que concluían el verano, pues los celtas irlandeses no conocían sino dos estaciones, como en Burgos. Y, además, creían también los celtas que, en tan señalada fecha, los espíritus salían de sus tumbas para devorar las almas de los vivos. Así, en plan zombie. Por eso los celtas decoraban las casas con pintadas horrendas, en plan “gore”, para que los muertos al pasar se asustasen mucho y les dejasen en paz. Hoy, gracias a Drácula, a George A. Romero y a la película REC, todos sabemos que tal cosa es una barbaridad, pues a los muertos que salen de sus tumbas no les detiene ni el cambio climático.
Para los creyentes, esta fiesta coincide con la víspera de Todos los Santos, justo lo que precisamente significa la palabreja Halloween. Cómo no iba a coincidir. La iglesia, amén de levantar monasterios, templos y catedrales, en los primeros años de su historia se dedicó a refundar, con no poco acierto, fiestas paganas en celebraciones litúrgicas. Y ésta tan divertida del final del verano celta, fue una de ellas, a la que, con el tiempo, innovó mucho introduciendo la costumbre de disfrazarse de muerto o cosa igualmente espantosa. Aunque, a tenor de las actuales modernidades, de poco ha servido el prolongado imperio eclesial. Otro imperio más poderoso, y mucho más capitalista, el norteamericano, refundó también la fiesta, justo antes del Crack del 29, convirtiéndola en más bonita, con niños disfrazados de cosas graciosas, calabazas con velas dentro, dulces, tratos, trucos y toda esa parafernalia que vemos, machaconamente, en las películas de Hollywood. Luego, una vez bien refundada, nos la vendió al viejo continente, como si nunca hubiese sido nuestra. Resulta perplejo lo mucho que odiamos a los yanquis y cómo asimilamos, sin que se nos caiga la cara de vergüenza, todas sus propuestas más tontas. Lo que hace el cine, oiga.
De manera que usted celebrará el Halloween, claro que sí. Sobre todo si tiene hijos, a quienes disfrazará de esqueleto o drácula o fantasma, que siempre ha sido gracioso disfrazar a los críos de algo, porque a los adultos nos da corte, a menos que sean carnavales. Y si no tiene retoños, no se preocupe. En cada pub y en cada discoteca encontrará propuestas para conmemorar la leyenda celta, aunque ya no suene a gaita sino a calabaza. Porque si, realmente sonase a celta, en lugar de vaciar calabazas nos dedicaríamos a vaciar nabos. Fue dentro de un nabo donde, según la leyenda, un pobre desdichado metió un carboncillo para iluminar su recorrido por el limbo oscuro al que había sido condenado. Y sepan que se iba comiendo el nabo.

viernes, 17 de octubre de 2008

Sostenibilidad



Les escribo sobre un huerto en un pueblo abandonado, donde, por primavera, aún florecen un cerezo y un pequeño guindo. Antaño, cuando los labriegos aún tenían fuerzas para cavar la tierra con el azadón, el huerto amanecía siempre precioso, con lustre de aseo y esmero, y el sol resplandecía sobre unos surcos bien trazados, rectos y firmes. El pueblucho donde se ubica este huerto es diminuto, desconocido, e idénticamente marchito. Tiene corrales y establos abatidos por la lluvia, casonas solariegas deshabitadas, callejones transidos de silencio y un puñado escaso de chimeneas que no expulsan humos viejos y grises.
A nadie parece importar el transcurrir solitario de este huerto, como si el ocaso silencioso de su vida pudiera resumirse en hojas amarillentas de calendario que caen, laxamente, sobre lumbres viejas y grises, extintas ya hace mucho. El pueblo, si es vetusto, lo es por esta razón, que no por ninguna otra. No es extraño que el tiempo lo haya dejado anclado en el pasado de por vida. Las grandes urbes y la cotidianeidad de la vida, la misma que todos conocemos, han ahogado por completo el antiguo rumor de campesinos, labranza, pastoreo, ganados y tradiciones. Ya sólo queda, de todo aquello, un son triste y delicado, un cántico incrustado en la tierra, cuya tonada habla de silencio, muerte y olvido.
Quienes estaban acostumbrados a escuchar esta canción como uno más de los rumores del campo, hace tiempo que tienen olvidado su significado, como olvidado se encuentra el pueblucho. El cántico ya sólo es perceptible por las cosas inertes y las vidas irracionales. Esos acordes de viento entre flores, de murmullos de fuente, de rayos de sol sobre la mies, ya no son imprescindibles.
Dicen que hubo una época en que los campos reverdecían con puntualidad cada primavera. En que las casonas solariegas parecían sonreír con el devenir de las familias que en ellas moraban. En que las calles aparecían siempre atestadas de gañanes, arados, carromatos y cencerros. Dicen que hubo una época, justamente esa época, en que el pueblo albergaba vida, y no muerte. Como la última de las conciencias vivas se extinguió, ya sólo los campos y los árboles recuerdan que el pueblo existe, aunque siga despoblado.
Hoy es como si el olvido lo despertase cotidianamente de un lánguido sueño que se extingue con el albor de cada día. El mismo albor que, de mañana, ilumina el huerto desaseado e infecundo, donde florecen un cerezo y un pequeño guindo, de blancas flores y ramas cimbreadas por el viento.

viernes, 10 de octubre de 2008

Entender la crisis

La explosión de la burbuja Internet hizo que, en 2001, en Estados Unidos se bajase en dos años el precio del dinero del 6,5% al 1%. Esto produjo una embriaguez insultante en el mercado inmobiliario. En 10 años, el precio de las viviendas se multiplicó por dos. Los bancos daban préstamos a bajo interés. Para compensar estos bajos beneficios, decidieron aumentar el número de hipotecas. Y empezaron a conceder créditos a gente de supuesto riesgo, por un valor superior al de las viviendas adquiridas: el boom inmobiliario todo lo revalorizaba en cuestión de meses. La gente pagaba las hipotecas, se compraba un coche, hacían reformas, se iban de vacaciones. Y si necesitaban dinero, vendían su casa. Un mundo feliz.
Con tanto préstamo, a los bancos se les acabó el dinero. Y acudieron a bancos extranjeros para que les prestasen el dinero que les faltaba. El dinero de mi nómina comenzó a ser invertido en un banco de Texas para que éste lo prestase a un cliente de hipotecas subprime. El presi de mi banco sólo sabe que tiene inversiones en un banco importante de Estados Unidos. Otro mundo feliz.
Esta ingeniería financiera incumple muchas normas internacionales. Y en lugar de hacer las cosas bien, los del dinero se inventaron magia financiera para limpiar la cara de los bancos y crear fondos fantasmagóricos. Pero los de mi banco siguen saliendo en prensa hablando con orgullo de sus inversiones internacionales, de las que en realidad no tienen la más mínima idea. Y todo por creer que el mercado inmobiliario jamás dejaría de crecer. O eso creían.
En 2007 los precios de las viviendas se desploman. Muchos dejan de pagar sus hipotecas. Todo el montaje se va hundiendo y un día, el director de mi sucursal me llama para decir que se esfumó el fondo de inversión. Los bancos, conocedores de la porquería que adquirieron en sus negocios internacionales, desconfían unos de otros. Se prestan el dinero entre ellos cada vez más caro. El Euribor sube. Los bancos dejan de conceder hipotecas. Las constructoras no venden. Los bancos venden sus participaciones en empresas, venden sus edificios, hacen campañas con inmejorables condiciones para mi dinero. Mi hipoteca ya está por las nubes. Por eso voy menos al hipermercado y, cuando voy, dejo de comprar mantequilla de calidad. El hipermercado le compra menos al proveedor de mantequilla. El proveedor de mantequilla de calidad comienza a despedir trabajadores. Aumenta el paro.
Y lo peor. Nadie sabe aún cuál es la magnitud de la crisis. Los políticos aparecen en la tele con cara de panolis. Mi banco, que era decente y de toda la vida, no sabe en qué ha invertido mi dinero. Nadie se fía de nadie. Lo llaman crisis de confianza. Pero es una gran estafa. Porque eso es justamente lo que es. 

viernes, 3 de octubre de 2008

Cine, pero con dignidad



Me refiero al mundo al revés en que se ha convertido el cine. Usted decide solazarse una buena tarde de domingo, pongamos por caso, y acude a ver una película. Eso le supone unos siete euros, en números redondos. Pero si compra palomitas, refrescos, chucherías, nachos o perritos calientes, le costará mucho más. Más, digo, que el propio cine. Así, dicen los empresarios de la cosa, compensan el bajo precio de las entradas.
Extraño negocio para un mundo extraño. En todas las ciudades, las salas de cine antañonas van desapareciendo. Un proceso migratorio las condujo adonde siempre, a los centros comerciales. Hemos reemplazado las escaleras de mármol y los palcos por starwarsianos pasillos de neón azul flanqueados con puertas que se prolongan hasta el número diecisiete o dieciocho.
Alguien me comentaba, no hace mucho, que el consumo nos ha devuelto a la esclavitud de las colas interminables y la obcecación por no salirse de la norma. A los cines ya no se va caminando por la acera. Las ciudades viven con gentes que siempre vuelven a casa. Maldita economía de mercado. Yo prefiero una tienda de ultramarinos donde conozcan mi nombre, el de mi hijo, si ha pasado la gripe y donde me fíen hasta el viernes porque ando con prisa y se me ha olvidado el suelto en casa. Pues no. Debo preferir que me traten como a un número, que el dependiente tenga una ridícula chapa en el pecho con su nombre (o sea, que no necesite hablar con él) y que me convenza de que eso es un trato cordial, cuando resulta que parece el mundo descrito por Huxley.
Pero no se crean. Yo les engaño. A mi manera. El domingo fui con mi peque a ver, por segunda vez, esa joyita titulada Wall-E. Y escabullí en el fondo de la mochila, donde llevo sus juguetes y sus cosas, unas palomitas que hice en casa con sal y aceite de oliva, una botella de agua e incluso una lata de refresco. Dicen que eso no se puede hacer. Que está prohibido. No lo hice por mí, sino por mi hijo. Por él decidí no seguir sus estúpidas normas. Y sobre todo, darle un corte de mangas al timo de sus palomitas que cuestan 10 veces más y están hasta los topes de ácidos grasos saturados. Hagan como yo. La próxima vez escabulliré un bocata de jamón hecho en casa y una cerveza bien fría. Y que no se me pongan chulos, que entonces escabullo una fiambrera con tortilla, una bota de vino y una manzana. 
Quiero iniciar una revuelta silenciosa en defensa de la dignidad del espectador que, sufriendo este mundo extraño en que han convertido la existencia humana, exige un poco de decencia por seguir unas normas inventadas. Y que me echen, que no me admitan en su sistema. Que entonces me quedaré en casa para dedicarme a las descargas piratas de cuanto cine sea capaz de acopiar en esta vida. Leñe.