Se
me olvidan los cumpleaños de casi todos mis allegados porque, en puridad, nunca me los aprendo. Como tampoco consulto el calendario googleano a la hora
del café para enterarme de quién debe recibir felicitación por mi parte. Dirán
ustedes que soy muy hosco: no sin razón. Pero me da igual. Otra cosa es la
onomástica. Ahí mi hosquedad se convierte en peculiar devoción, por tradiciones
familiares, si bien es cierto que comparte análogas debilidades memorísticas que
los cumpleaños.
Hoy
la columna está plagada de religiosidad en su manifestación literaria, como han
podido comprobar. Me resulta útil para comentarles que en casa de mi madre se
sigue recibiendo un almanaque, uno de esos calendarios pequeños con un solo día
por página, cuales parapegmata modernos, y que llevan un adhesivo para que no
se despeguen de los azulejos de la cocina. Bajo la fecha se encuentran todos
los desusados conocimientos astronómicos que ya ni interés suscitan, los
pobres, y también la enumeración del santoral completo para esa jornada.
Antaño
era común asignar uno de los nombres de pila de los recién nacidos según la
festividad que se celebrase el día de su nacimiento o de su bautismo. Hoy no,
lógicamente. La cosa se ha desacralizado mucho, si bien en numerosas zonas del
mundo ha emergido una nueva hermenéutica cuyos fundamentos parece que residen
en la neodivinización de los mártires de la imaginería popular: hogaño se
bautiza a un hijo como “Thor de Jesús” o “Ironman de los Cielos” lo cual,
aparte de ser una extraña mezcolanza cristiano-popular, manifiesta abundante
licuefacción meningítica. Pero qué más da. ¿Quién soy para mofarme de ello? Total,
¿no estamos aquí para hacer lo que nos dé la real gana, sin objetar normas o protocolos,
y para que los demás, todos nosotros, lo encomiemos, que está muy mal visto eso
de juzgar entre las mentes pensantes de este siglo XXI?
Qué
quieren que les diga. Compadeceré a quien conozca con semejantes artefactos en
la designación de su pasaporte. O, casi mejor, me reiré al mismo tiempo de los progenitores,
y lo haré abiertamente. A buen seguro que nunca celebraré el tal cumpleaños,
por desconocimiento, ni la tal onomástica, básicamente porque no sé en qué día
se martirizó a Thor o a Ironman para salvación de todos los hombres. Pero el
escarnio será de proporciones colosales y algún día se celebrará la “Onomástica
de los avergonzados” como hoy en día se celebra la noche de San Juan. Al
tiempo.