viernes, 28 de junio de 2019

Onomásticas y cumpleaños


Se me olvidan los cumpleaños de casi todos mis allegados porque, en puridad, nunca me los aprendo. Como tampoco consulto el calendario googleano a la hora del café para enterarme de quién debe recibir felicitación por mi parte. Dirán ustedes que soy muy hosco: no sin razón. Pero me da igual. Otra cosa es la onomástica. Ahí mi hosquedad se convierte en peculiar devoción, por tradiciones familiares, si bien es cierto que comparte análogas debilidades memorísticas que los cumpleaños.
Hoy la columna está plagada de religiosidad en su manifestación literaria, como han podido comprobar. Me resulta útil para comentarles que en casa de mi madre se sigue recibiendo un almanaque, uno de esos calendarios pequeños con un solo día por página, cuales parapegmata modernos, y que llevan un adhesivo para que no se despeguen de los azulejos de la cocina. Bajo la fecha se encuentran todos los desusados conocimientos astronómicos que ya ni interés suscitan, los pobres, y también la enumeración del santoral completo para esa jornada.
Antaño era común asignar uno de los nombres de pila de los recién nacidos según la festividad que se celebrase el día de su nacimiento o de su bautismo. Hoy no, lógicamente. La cosa se ha desacralizado mucho, si bien en numerosas zonas del mundo ha emergido una nueva hermenéutica cuyos fundamentos parece que residen en la neodivinización de los mártires de la imaginería popular: hogaño se bautiza a un hijo como “Thor de Jesús” o “Ironman de los Cielos” lo cual, aparte de ser una extraña mezcolanza cristiano-popular, manifiesta abundante licuefacción meningítica. Pero qué más da. ¿Quién soy para mofarme de ello? Total, ¿no estamos aquí para hacer lo que nos dé la real gana, sin objetar normas o protocolos, y para que los demás, todos nosotros, lo encomiemos, que está muy mal visto eso de juzgar entre las mentes pensantes de este siglo XXI?
Qué quieren que les diga. Compadeceré a quien conozca con semejantes artefactos en la designación de su pasaporte. O, casi mejor, me reiré al mismo tiempo de los progenitores, y lo haré abiertamente. A buen seguro que nunca celebraré el tal cumpleaños, por desconocimiento, ni la tal onomástica, básicamente porque no sé en qué día se martirizó a Thor o a Ironman para salvación de todos los hombres. Pero el escarnio será de proporciones colosales y algún día se celebrará la “Onomástica de los avergonzados” como hoy en día se celebra la noche de San Juan. Al tiempo.

viernes, 21 de junio de 2019

Aurora estival

Hoy mismo, hacia las 18:00 hrs, inundados de luz y una temperatura agradabilísima, dará inicio el verano. No tenía deseo de mimetizar los anuncios de los entes meteorológicos, pero la noticia así concebida tiene su gracia. Con permiso de la mañana de San Juan (la mañana del amor), la mañana del día de hoy ha sido especial. Si no se ha percatado, hágalo el lunes camino del trabajo. Mire el amanecer. No espere a las vacaciones. Sinceramente, ¿cuántas veces el éxtasis del amanecer le ha encontrado abandonando la cama, no yendo hacia ella? Con sueño y cansancio la consagración de la naturaleza deja de ser admirable.
Si echo la vista hacia atrás los años suficientes que no alcanzaré a ver si la echo hacia adelante, recuerdo el solsticio como el reencuentro con una soledad que apreciaba enormemente. Llevaba una vida feliz junto a mis padres y hermanos, y era dichosa porque, sin móvil ni wifi, no quedaba otra que embarcarse en mil y una actividades, todas nutritivas (teatro, música, excursiones): lo de ligar o tomar copas era aburrido y siempre lo mismo. Pero el verano era otra cosa: llamaba la recolección, lejos del desorden y caos de la ciudad. El campo, mi hogaño añorado terruño junto al Duero, con su silencio, liberaba las cadenas que me mantenían sujeto al devenir citadino. Y, entonces podía, como Cyrano, cantar y reír, quizá volar no muy alto, pero solo. Con mi abuela y mis tíos y mi primo y uno o dos amigos sinceros: pero solo. Quizá por ello siempre me parecieron mediocres los veranos de quienes, en el pueblo, solo sabían o querían hacer lo mismo que hacían en las ciudades. No sabían estar a solas. Por supuesto, en cuanto crecieron, olvidaron el camino de regreso. Las casas llevan vacías todo el tiempo.
Muchos parecen buscar en los veranos el apartamiento de la soledad: fiestas a diario, playas atestadas, viajes de catálogo, actividades tour operador… Jamás lo entenderé. El verano es justo para lo contrario. La soledad no es, como muchos piensan, la ausencia de amor o de compañía, sino de problemas. Y muchos provienen de esa realidad que transitamos olvidando ver el amanecer, lo que sucede casi siempre.
No se encuentra la aurora del estío en la machacona información viral, como tampoco en la palabra de los influenciadores ni en la interconectividad absoluta que jamás desfallece. Se encuentra en la observación individual y solitaria de los ojos que la miran (aunque usted desee fotografiarla para subir la imagen a esa cosa horrenda llamada Instagram). Un amanecer de verano convierte la soledad en éxtasis. Un verano sin apartamiento no es sino una alegoría del mal gobierno en nuestras vidas. 

viernes, 14 de junio de 2019

Asueto adelantado


Estos días sucede algo que me tiene perplejo: desde finales de mayo, los jóvenes que hogaño cursan ESO y Bachillerato o están de vacaciones adelantadas o van al instituto para hacer talleres y visitas a los jardines, creo. Ustedes dirán que ahora las cosas son así, pero yo sigo sin entenderlo.
Puedo aceptar que a los jóvenes les convenza este solaz repentino impuesto por las autoridades bajo la excusa de que algunos han de hacer recuperaciones. Total, es tan poco lo que les enseñan que una o dos semanas de junio bien pueden obviarse. Pero si reparo en que están recibiendo una educación magra y desvalida, acaso desde que alguien distinguiese entre enseñanza y cultura, no salgo de mi asombro. Y no es suya la culpa, sino nuestra: hemos derrumbado todo lo ancestral para que el esfuerzo no asomara las narices en las vidas de la esta generación, la peor preparada de todas (decir que es la mejor es un mal chiste de los políticos).
Supongo que he envejecido y por eso no entiendo nada. Debería reflexionar sobre este conflicto generacional palpitante, pero en YouTube, para que alguien me haga caso. En Twitter no quepo. Sería buena ocasión para filmar un cortometraje crítico, en lugar de los cortos de terror que filmamos en el pueblo, emulando el estilo de Yasujirō Ozu, aquel cineasta nipón que tan bien supo retratar el choque entre la tradición y la modernidad.
Y sí, la madurez, como preámbulo de la vejez, es también una etapa desconcertante: recuerdo todos mis momentos de infante y no logro olvidarlos para que las usanzas de Queco me resulten asombrosas. Cuando yo era joven decían los mayores que mi generación traería el fin del mundo, nada menos, dadas nuestras costumbres hueras y nuestras peligrosas inclinaciones y gustos. Y ahora que los mayores somos nosotros, en vez de asombrarme de la evolución vivida, lo que descubro es el cinismo de quienes, frisando o subidos a los cincuenta, se empeñan en eternizar la adolescencia queriendo ser como sus hijos y convirtiendo a estos en unos oseznos perezosos, hipersensibilizados y egoístas, incapaces de sobreponerse a una simple regañina.
Holden Caufield, viendo a su hermana Phoebe dar vueltas en un tiovivo, se sintió -por vez primera en mucho tiempo- feliz. Tal vez musitaba el elogio de Dante a Virgilio: “me satisfacen tanto tus respuestas que, más que saber, dudar me agrada”. Jerome y Alighieri no asoman sus narices en las aulas: siguen encerrados en una caja en el desván.

jueves, 6 de junio de 2019

Fanatismo cinéfilo


La semana pasada, en Costa Rica, en medio de una conversación intrascendente, comentaba que este 2019 es fabuloso para el séptimo arte porque por fin (¡por fin!) concluyen tres sagas-río, de las más exitosas entre el público: el tostón de los Vengadores, la decrépita Star Wars y el interminable Juego que tenía tronos. Son de consumo inmediato, como un pastelito con crema, y su triunfo reside tanto en su calidad como en haber sabido elevar su luz por encima de todas las demás propuestas, relegándolas a lo episódico.
El cine ha descubierto dos filones: el folletín, convirtiéndose al formato de las series de la tele (que cada vez son más cine); y los fanáticos, esos sedicentes espectadores que colman los espacios públicos con frases altisonantes, dependencias emocionales de cuanto aparece en pantalla, y una angostísima cultura que, no obstante, le es sobrevenida, porque algo o alguien se encarga de idiotizarlos a todos.
Cada vez hay menos espectadores y más fanáticos. Al espectador le da igual que se orquesten fastuosas campañas de marketing o que aparezca un tipo con capa tratando de salvar el mundo de la misma manera en veinte películas distintas. El espectador busca saciar su curiosidad, disfrutar y, si es posible (que no suele ser), acrecentar sus fronteras sensorial y emocional. Pero el fanático no. Su universo es limitadísimo, vive enganchado al marketing viral (que es interminable) y piensa de continuo en unir sus expectaciones a las de los otros millones de fanáticos que pululan, como él, por el planeta.
Sí, hay fanatismos peores, y no me refiero al fútbol, la política o la religión (que también), aunque sean, por desgracia, eternos. Pero he de celebrar jubiloso la obsolescencia de estos barruntos televisivos y cinematográficos que a tantos envicia y suplico, por favor, que los obsolezcan aún más, porque son propuestas sin duda entretenidas y con su punto de talento y técnica, pero tan solo su finalización puede acallar las voces de millones de fanáticos que hormiguean por el mundo digital convirtiéndolo en un estercolero mendaz y estúpido donde solo vale esputar más fuerte.
Un hombre se vuelve fanático casi a su pesar, como explicó Jean-François Revel. Todos podemos construir en el pensamiento un sistema capaz de explicar el mundo y otro capaz de rechazar lo que se le oponga. El problema surge cuando, en el fragor de ambas visiones, se atraviesa la linde de la mesura y se accede a algo similar al apocalipsis.