viernes, 27 de diciembre de 2013

Infelices fiestas

A quien me pregunta sobre las fiestas navideñas siempre respondo que me gustan mucho. Siempre. Y es verdad. Aburrido estoy de las argumentaciones sobre el consumismo, las lucecitas o la alegría que muchos creen impostura. Yo, al menos, lo tengo muy claro. No resultan felices estas fiestas por la cuantía del gasto en el supermercado o la adquisición de regalos caros, que uno puede zamparse un suculento cocido en la comida del día de Navidad, de hecho es algo que recomiendo, y dejar los presentes para que los más pequeños disfruten de una sonrisa de asombro mientras la ilusión perdure.

Y oiga, las sonrisas no se vuelven de repente hipócritas o fingidas porque en el almanaque aparezca un 25. De hecho, me parece justamente lo contrario, que lo son esas caras agrias y quejumbrosas con las que un buen número de parroquianos se pasea por las calles bajo el brillo de las luces. Un día es un día, así se trate de un cumpleaños, una boda, una navidad o la graduación del hijo mayor. A los momentos tradicionales les podemos cambiar el ropaje, la ideología, la justificación, la liturgia e incluso el nombre. Perduran de un modo u otro porque representan algo seguramente muy escondido y difícil de explicar, y siempre es más sencillo atenerse a ello que modificarlo.

Vaya por delante, entonces, mi convencimiento de que estas fiestas navideñas son, de natural, felices. No aportan nada negativo y dejan al albedrío de cada cual la adecuada dosificación religiosa o económica que en ellas se adhiere. Y son felices porque, entre varias razones, generalmente unen a la familia. A veces, como en el caso particular de quien esto suscribe, y tal y como mis lectores más fieles ya habrán deducido, la felicidad se torna amarga y desazonadora precisamente por las ausencias, término éste bastante tibio con el que expresamos que alguien ha fallecido y ya no ha de acompañarnos más por Navidad.

También soy del convencimiento de que, para quienes padecen los sufrimientos que inflige la pobreza, las navidades difícilmente han de representar un momento muy ufano. No sabría determinar cuántos miles o millones de personas ahora mismo no pueden ni saben ni quieren desear felices fiestas al prójimo. Ni evaluar si la tal infelicidad está exenta de toda esperanza o queda todavía algún resquicio, por insignificante que parezca. Es a ellos a quienes, en estas últimas palabras mías de 2013 en DV, quisiera aportar algo más que un buen deseo. Y no puedo. Feliz Año.

viernes, 20 de diciembre de 2013

VISA black is black

Ya tengo confeccionada mi carta a los Reyes Magos. Esta vez ha sido difícil, he tardado casi un año en decidirme. Cambios constantes, ya saben: está todo tan rematadamente mal, tan injustamente crudo, que uno ya no sabe si pedir la paz en el mundo o que los preferentistas cobren su dinero. Pero los últimos acontecimientos de este episodio de historia verídica que venimos viviendo desde que la crisis columbrase los márgenes de la corrupción y el despilfarro, han inclinado la balanza finalmente hacia un regalo que vale su peso en oro (oro negro): quiero una Visa Black.

¿Usted sabe lo que es? Yo no tenía ni idea. Pero si un oscuro funcionario que de repente asciende a los cielos del lujo y el despilfarro, con varios millones de euros por sueldo, más bonos, incentivos y tentaculeo diverso, todo no por su dizque inteligencia o talento, sino por haber sido colega de otro individuo que acabó durmiendo en La Moncloa, si ese señor, por llamarle de alguna manera, tuvo una Visa Black para despachar esos gastillos que, mire usted por dónde, no quiere que aparezcan en los libros, total son una bagatela, unos cuatro cuartos mal contados, entonces yo también la quiero. Señores Magos, mándenme una Visa Black, no vaya a enfadarme y se la pida a su competencia, san Nicolás, Santa, Papá Noël, otro que es uno y trino, quien a buen seguro no mirará con malos ojos mi petición, pues a fin de cuentas él nunca tuvo que seguir una estrella ni postrarse ante un pesebre miserable: es deambulador de chimeneas…

Les digo que ya no sé cómo tomarme todo esto: si a chirigota, o como gota colmante que me incite a blandir el tocho de la justicia por mi cuenta y volverme vengador frente a miserables, chupatintas, aprovechados, amiguísimos, incompetentes, enchufados, latifundistas y demás fauna ibérica que no se extingue ni se extinguirá jamás, así los tengas de continuo en primera plana mostrando su sinvergonzonería inimputable. Son de derechas, de izquierdas, son patronos, son sindicalistas, son lo que les viene en gana, que todos hacen lo mismo en cuanto tienen oportunidad: agarrar por el rabo al becerro de oro y no soltarlo así se acabe el mundo (de los demás).

Relajaré mi verbo: llegan las navidades, no la revolución francesa. Y debería pensar en quienes más sufren, en quienes la crisis ha tumbado de por vida: no en esta panda de imbéciles y desalmados cuya peste y hedor rebosa ya por todas las esquinas de nuestra sociedad civil. Menuda Navidad nos espera...

jueves, 12 de diciembre de 2013

El foro

Montar un foro sobre cualquier asunto de interés es de lo más entretenido. Especialmente si uno es el organizador. Las llamadas a expertos, las convocatorias a interesados, las peticiones de patrocinio, los apagafuegos de última hora, etc., todo forma parte de una liturgia que te saca de la rutina y te devuelve al engreimiento de pensar que se es importante, imprescindible, puntal no contingente del ámbito en que uno desempeña.

Montar un foro, digamos que histórico, con sabor político, además de divertido resulta espectacular. Apareces todos los días en la tele. Te insultan en todos los telediarios y, lo que es mejor, puedes insultar tú también a trote y moche con idéntica visibilidad. Por arte de birlibirloque, al asunto (da igual de lo que se trate, es indiferente, los foros políticos son una mentira detrás de otra), al asunto, digo, le sobrará enjundia: cuantas más necedades se digan, y cuanto más se crispen con ellas los ánimos propios y ajenos, más se alimentará la trascendencia de la reunión.

Montar un foro con tales características asegura, a su vez, que los contrarios, los del otro lado, los que defienden aquello cuya causa concita el propio foro, propondrán rápida e igualmente uno similar y biunívoco, con las flechitas apuntando todas en sentido contrario dentro del diagrama de Venn. La sinrazón, por lo que se ve, con sinrazón se combate, de manera que desentiéndase usted del rigor, la precisión, la distante objetividad, la consunción tranquila del debate hasta que, exhausto, el intelecto decida descansar: las pugnas, a uno y otro lado, todas pseudocientíficas, antes han parecer boca de verdulero que estimulante porfía.

Montar un foro político con banalidad histórica es un guante arrojado al rostro del oponente, y por tanto precisa de un título asaz desconfiable y dizque imponente. De lo contrario la luz no se abrirá sobre las mentes del pueblo, tan abandonado al oscurantismo, tan alienado tras siglos de ignominiosas mentiras, tan necesitado de la auténtica verdad absoluta. Sea, pues, algo así como “España contra todos”, cébese el programa de festejos con eméritos e investigadores y expertos, apuntando su único ojo a idéntico poniente, y siéntese luego usted a disfrutar tranquilo del más grandioso espectáculo que jamás hayan contemplado estos tiempos modernos, tan repletos de ruido, egoísmo e incultura, donde los héroes que vista la Historia surgirán de estas aguas revueltas, para vergüenza perpetua nuestra

lunes, 9 de diciembre de 2013

Más vueltas sobre la educación

Desde que se inventó el informe PISA es más divertido opinar sobre educación. Los comentarios pueden ir pertrechados de números para decidir si un alumno vasco es mejor o peor que uno madrileño, si en Euskadi se gasta más y si se rinde lo mismo o menos...

No pienso escribir sobre lo que dicen o dejan de decir los resultados del informe PISA en España, ni siquiera sobre la situación de nuestro país respecto a otros que nos aventajan y a los que siempre tenemos por inferiores. Porque éste de la educación es y será asunto de mucha porfía, y si algo he venido comprobando es lo mucho que se intensifican las quejas conforme advertimos la cada vez peor educación de nuestros jóvenes.

He dicho ya en otras ocasiones que jamás llegaré a entender las razones que se alegan frente al fracaso incuestionable de la pedagogía moderna. Aunque sí logro comprender el empecinamiento político en debatir lo superficial (lo ideológico) para, desde ahí, destruir lo demás: el resto de la ciudadanía también presta más atención a las quisicosas que al meollo de la cuestión, solución que permite enredar con tonterías y no acabar deduciendo, por ejemplo, que no nos gusta el modelo educativo coreano o finlandés (mucho más eficientes que el nuestro) por las exigencias y esfuerzos que conllevan (algo que nunca quisimos enfrentar, todo sea dicho, que se vive muy bien sin hacer gimnasio con las neuronas), o que invertir en ordenadores para las aulas no resuelve el problema del bajo aprendizaje en matemáticas ni mejora la comprensión lectora de los alumnos.

Generalmente nunca discuto de esto con maestros o profesores. Cualquier cosa que se les diga sobre la situación general lo han de interpretar como crítica acerva o ataque personal (dichosos corporativismos). Es más divertido hablar con los padres de otros niños: por mucho que quiera el debate girar sobre los conceptos espurios de la pedagogía moderna o el descarrilamiento al que han conducido las leyes educativas (todas progresistas, salvo la del inefable Wert), acabamos echando siempre la culpa a los profesores (ahora sí, sobre cuestiones concretas de clase) y dando estopa a los políticos, mejunje que no ha de faltar para que la discusión enriquezca de forma contundente.

Imagino que lo advierten, ¿no? Yo lo tengo muy claro: las carencias educativas que exhiben nuestros hijos en el informe PISA provienen, en gran medida, de las nuestras propias, ya sea por desidia, abandono o simple indolencia.



viernes, 29 de noviembre de 2013

La pianista de Puigcerdà

Este asunto venía preocupándome desde hace un par de semanas, cuando me enteré, Que una joven pianista acabase sentada en el banquillo, cual delincuente, pendiente de una posible condena de seis años de prisión por tocar el piano, me revolvía las tripas. Al parecer, a una vecina lo que se le revolvían eran las meninges cada vez que escuchaba ensayar a la intérprete, y consiguió que prosperase alguna de sus denuncias. Y héteme finalmente aquí al fiscal (siempre hay un fiscal de por medio) solicitando que enchironen a la concertista durante seis años, seis, no dos ni uno ni sobre todo cero, que es lo que este insigne profesional de la justicia tendría que haber requerido al juez que acabó absolviendo a la joven.

Porque la pianista ha sido absuelta. Y la sentencia es además una patada en los testículos (iba a escribir en el culo, pero así duele mucho más) del profesional del Ministerio Público que, visto lo visto, ha errado por completo el rumbo de su vocación, posiblemente por vivir en la creencia (acaso convicción, cosa que me espanta infinito) de que la práctica pianística es delito de lo más grave y que las rutinas y ejercicios atentan al medioambiente, el calentamiento global, la supervivencia del lince ibérico y la liturgia sacramental.

El piano como instrumento de tortura. Lo que nos faltaba por oír. Que no hablamos del aporreo despiadado de los chiquillos que empiezan a dar clases, situación que para muchos oídos bien podría significar suplicio. Hablamos de la práctica resuelta de concertistas que tocan como ni usted ni yo. Al parecer, esta actividad es a partir de ahora sospechosa, delito mayúsculo a poco que concurran un vecino gilipollas, que siempre los hay, y un fiscal de difícil (y arriesgada) calificación.

Que finalmente el juez haya absuelto a la joven, criticado al acusador público y humillado a la denunciante, no basta para que se me retire la sensación que tengo de vivir en un país que se ha vuelto anormalmente insano. Y estas cosas pasan factura: vaya que sí... Quizá por eso empiezo a contemplar a mis conciudadanos, tan callados y resignados ellos por mucha indignación que digan metabolizar en el estómago, como cascarones vacíos de homínidos rellenos de ultracuerpos malignos en pos del dominio del planeta. Que hayan querido acallar la música, aun sin conseguirlo, lo demuestra. Pero eligieron mal: con este país nuestro lo único que llegarán a dominar alguna vez es el sublime arte de hacer el ridículo.

viernes, 22 de noviembre de 2013

La Orgasmus

Llaman así a las becas Erasmus que el inefable Wert quiso desterrar de un plumazo por cuenta propia. Los gestores europeos las fundamentan en la movilidad, el intercambio, la cualificación y la transferencia. Lindos conceptos (si fueran ciertos). Pamplinas. Las becas Erasmus, de las que España es su principal consumidor (tanto por solicitantes como por estudiantes extranjeros recibidos), son la mayor banalidad educativa que se pueda concebir. Sirven para que cualquier universitario (con padres pudientes) se dé la gran vida durante un año en el extranjero a cambio de nada. Sin más. Ya era así en mi tiempo. Y lo seguirá siendo. Conviene advertir que no es una beca para pobres: su dotación es ridícula.

Las Erasmus no sirven de mucho. Son estética pura. Lo sabemos todos. Las becas europeas de verdad son otras, aunque para acceder a ellas hay que estudiar fuerte y tener un currículo capaz de competir con los mejores de cualquier país. Hay gente muy buena ahí fuera, igual que aquí dentro, por mucho que el resplandor de las juergas orgasmus impida vislumbrarlo, y es a esa gente brillante a quien deberíamos orientar nuestras miradas. Un universitario con un expediente obtenido a base de esfuerzo y muchas horas de estudio es un estudiante que ha entendido lo que vale disponer de una oportunidad única en la vida. Porque obtener un título a trancas y barrancas lo hace cualquiera. Pero lo otro, no. Yo nunca solicité la Erasmus, no quise: pero sí la prestigiosa Marie Curie de movilidad de personal investigador. Y la obtuve. Fue lo que abrió mi futuro.

Si los gestores europeos pidieran mi opinión, que no la piden, les diría que dedicasen el programa Erasmus a los estudiantes de mejor expediente y que cubriese todos los gastos que supone residir y estudiar un año en el extranjero. Ya saben de mi apuesta por la excelencia (teoría en retirada) frente a la universalización de la mediocridad (teoría vigente). Por decir tal cosa, una vez me llamaron fascista (fue un Erasmus quien lo dijo, precisamente), cosa que tampoco me quitó el sueño. No sé qué fue del insultador: la última vez que supe de él trataba de procurarse los favores de alguien para que le enchufase en una empresa. Porque se puede clamar al cielo por toda la extensa colección de derechos que uno cree merecer, pero al final la única convicción útil es asumir que vale la pena esforzarse más ahora y disfrutar luego de todo lo que le depara el futuro a los se lo han merecido...

viernes, 15 de noviembre de 2013

Desde el chiquero

Recuerdo nítidamente la última vez que un lugar me pareció un establo, un chiquero, una porqueriza. Fue hace años, en la vivienda de un músico chileno sita en Viña del Mar. Este artista, de talento mediano, aunque muy vital, moraba en una casa que en otro tiempo debió ser preciosa, pero que entonces me repugnó tanto por los fétidos miasmas como por la inconcebible cantidad de basura y polvo acumulados. Huelga contar la repugnancia que sentí cuando tuve que hacer uso del cuarto de baño… Paseando estos días por Madrid he experimentado una sensación similar a aquella. En la otrora bella capital de nuestro país se amontona la basura, cual paradoja terrible de en lo que se ha convertido nuestra vida: comida basura, televisión basura, política basura. El deseo de ahorro de una alcaldesa incompetente, al permitir rebajas escandalosas en una licitación a priori revolucionaria, ha desencadenado finalmente tanto la ira del madrileño como la indignación de todos los demás.

No sé de qué me sorprendo. Vivimos regidos por ineptos que se creen muy listos porque tienen poder. Y por ineptitud me refiero a casos como éste de las basuras de Madrid. O a la basura que mencionó un alto cargo de la UE sobre la propaganda del cada vez más entontecido ministro Wert. O a la basura que nos endiña cualquier ciudadano de cualquier país del mundo cuando habla sobre España (qué atrás quedaron aquellos no tan lejanos años de la admiración y el elogio universales). Admitámoslo: solo bajo el efecto centrífugo de una descomunal especulación inmobiliaria hemos conseguido no parecer el país de la chapuza, la mediocridad y el corcusido.

Y mientras nuestras empresas luchan, contra viento y marea, por salir a flote y acabar con los números rojos, los demás seguiremos tapándonos la nariz ante la fetidez que causa ver a tanto listillo acaudalado pasear tranquilo por las aceras después de haber arruinado una caja de ahorros, un ayuntamiento o una comunidad. Ante el hedor de esta apoltronada justicia nuestra capaz de culpar a un barco (¡a un objeto!) del mayor desastre ecológico de la costa gallega. Ante la pestilencia lejana de una clase política incapaz de alcanzar un solo acuerdo que abra la vía que saque al país de la inmensa bolsa de basura en que se ha convertido, repleta de amargura, desesperación, pobreza y miedo, donde los ciudadanos no somos sino deslustrados cebones de chiquero a los que otros sacrifican con tal de retener sus hediondos privilegios.

viernes, 8 de noviembre de 2013

Sobremesa en Praga

Miércoles noche. Comparto sobremesa con un amigo italiano tras una suculenta experiencia culinaria en Praga. Llueve en la capital checa. La noche, fría, húmeda, y la abundante cerveza, invitan a charlar. El tema es un clásico ya: la crisis que nos asola como una peste mortífera. En esta ocasión yo guardo silencio. Mi amigo italiano, expresivo, empresario, que ha preferido mi compañía al partido de fútbol de su equipo, necesita desahogarse. Y me refiere instantáneas que podrían perfectamente ajustarse a las experiencias provenientes de cualquier parte de España.

Por ejemplo, no entiende, no acepta, las sangrantes deudas estatales que arrastran muchas empresas. La administración no paga, o paga muy tarde. Pese a esta evidencia, los acreedores están obligados a abonar religiosamente al deudor los tributos (elevados) exigidos por ese mismo deudor. Un disparate. Cuando el Estado no paga se enciende la mecha de un barril explosivo que provoca paro, quiebra, deudas, y todo en cadena, afectando a numerosas otras empresas.

Mi amigo tampoco entiende, ni acepta, que el Estado haya decidido no reducir drástica y críticamente su tamaño para orientar esos recursos a empujar, siquiera mínimamente, el país hacia arriba, aun infructuosamente: ¿Cómo si no justificar las brutales ayudas a la banca (muchos de ellos muertos ya, aunque coleen) y a la vez explicar el cerrojazo a la inversión, a la I+D y a servicios sociales básicos? ¿Dónde han quedado las supuestas beneficiosas consecuencias de tan tremendo apuntalamiento bancario? ¿Por qué no están percibiéndose por quienes sí pueden sacar al país de esta ruina (y no son la banca)?

Por último, mi amigo italiano no entiende, ni acepta, que a la peor crisis de la reciente historia europea estemos enfrentando el peor grupo de políticos que alguna vez haya pasado por los sillones del poder, acaso porque cómodamente hemos renunciado a la seriedad en favor de exacerbadas posturas ideológicas, siempre tan mediocres...

Reitero: no soy yo quien habla en la fría sobremesa. No respondo. Asiento. Coincido. Porque en puridad no puedo estar más de acuerdo. Incluso en una de las conclusiones más ásperas que expone mi amigo: que nada de lo que digamos, nada de lo que nos quejemos, va a resolver esta situación, tan atrozmente gestionada por nuestros ineptos políticos, tan brutal con el futuro de las personas, una situación que cada día depende más de nuestras esperanzas y menos de las antesalas del poder.


viernes, 1 de noviembre de 2013

Reformar el desastre

Me increpa un lector por hacer yo leña, en su opinión, con la situación de nuestro país y calificarla como desastre sin aportar datos o valoraciones cuantificadas. Supongo que del hastío general surgen contrapuntos: estamos tan cansados de esta derrota continua que necesitamos creer que las cosas están mucho mejor de lo que nos cuentan. Por desgracia, hoy no concederé espacio alguno para las esperanzas infundadas. De ellas ya se encargan (y muy mal, por cierto) nuestros prebostes del Gobierno.

Y sí, son infundadas las esperanzas. Porque un trabajador en España cobra mensualmente entre 200 y 500 euros menos de salario que un trabajador de la Europa a la que nos parecemos. Porque, de acuerdo al INE, en renta estamos más cerca de Chipre que de Francia. Porque en el ranking de países que abrasan a sus ciudadanos a impuestos, ocupamos el quinto puesto (sexto, si nos referimos a empresas), pero en recaudación somos la última de las grandes economías. Porque es vergonzoso que hayamos aumentado el déficit en 40.000 millones de euros para rescatar cajas de ahorros y que nunca haya dinero para paliar la pobreza. Porque es un suicidio que cumplamos con las exigencias de la troika (palabro que remite a la época del Gulag) cebándonos en la inversión, la I+D, el gasto social (todo lo que tira hacia arriba del país) sin sacar adelante ni una sola reforma que redimensione la administración, tan ineficiente como desmedida.  Porque la realidad es que la política, hoy por hoy, constituye el mayor fracaso vivido en treinta años.

¿No es España, por todo ello, un puro desastre?

Lo es. Como desastre es el Gobierno que gobierna. Como desastre es el Presidente que preside. Como desastre es la perpetuidad del contubernio cada vez más descarado del poder político con el poder económico. Como desastre es que me pregunten desde Perú si es cierto que aquí la gente busca algo para comer entre las basuras, imagen que recuerda a la Argentina del corralito, imposible de creer en Europa.

Todo, todo es un desastre. Del independentismo a la educación, pasando por la hacienda pública, el nivel industrial, los muchos Bárcenas, la casa del Rey y el voto de los ciudadanos. No me increpen, por tanto, con cuestiones de fácil respuesta. Háganlo porque les parezca yo despectivo, negativo o criticón. Pero la sociedad civil ha de hacerse oír cada vez más alto y claro, y a este objetivo pienso entregar con alguna frecuencia los 2.450 caracteres de esta columna.


viernes, 25 de octubre de 2013

La chica de Ipanema

Asisto en Sao Paulo a unas jornadas sobre acero galvanizado, eso que protege al hierro de la corrosión en este acuoso planeta y que resulta un estupendo tema para un congreso en muchos lugares del mundo. Brasil, por ejemplo: un país enorme, impresionante, repleto de contrastes y de magnificencia, donde se celebrará el Mundial de fútbol, las próximas Olimpiadas. Donde el clima es siempre bonancible y corre pródigo el dinero para infraestructuras e inversiones. Un país que llaman emergente, cuando en realidad lo que sucede es que los demás nos estamos sumergiendo.

En Sao Paulo he recorrido calles lamentables, aceras inexistentes y parques milagrosos. He visto edificios altísimos y me he apenado por quienes permanecen empequeñecidos, desconectados de toda esta fiebre del desarrollismo. En el congreso he escuchado a directores de infraestructuras admitir, sin vergüenza y con sinceridad, que han de prestar atención al modo en que se gasta el dinero público, a diferencia de tiempos anteriores. He visto cómo responsables políticos hablan al auditorio con una exposición sencilla, popular, veraz, nada pretenciosa, mostrando que sólo piensan en Brasil y para Brasil. En realidad, he tenido que venir aquí para entender por qué la política en España no sólo no me gusta, también me parece infecta.

Cuando lean esta columna de hoy, el congreso habrá concluido y yo me hallaré en Río de Janeiro, ciudad que esto visitando mientras escribo estas líneas. Río es una ciudad fastuosa, impresionante, magnífica, célebre por sus playas, su carnaval, su fútbol, sus mujeres y su benignidad. La entrada más inmediata de cualquier europeo en Brasil. Desde aquí continuaré pensando en cómo es la vida en este continente sudamericano, donde hay tanto por hacer y donde toda la ilusión pasa por soñar con un futuro siempre mejor que el pasado. Es decir, todo lo contrario que en nuestra España indignada, callada, conformista y atrozmente liderada por gentes sin sensibilidad alguna por su pueblo, un pueblo resignado a soñar con el pasado porque apenas ve nada en el futuro que le convenza. ¿Quién querría vivir en un país tal? Cuántas veces me formulo esta pregunta y cuántas veces me digo que estoy dejando de ser el ciudadano que fui debido al imparable avance de la insatisfacción y el hartazgo.

Casi mejor no pienso más en ello.  Ipanema no es lugar para la amargura. Miraré el grácil movimiento de las garotas que frente a mí pasan, inadvertidas de mi pesadumbre y tristeza, marca España sin duda.


viernes, 18 de octubre de 2013

El precio de la soledad

La mayor equivocación de un pueblo con trazas de inequívoca singularidad, que camina con la mirada puesta en la independencia de su identidad, consiste en poner precio al sentimiento que lo une. En la altura conceptual inherente a la propia diferenciación del resto no ha lugar para semejantes bajezas, siempre tan subjetivas y, sobre todo, cutres. Dicen que la política es el arte de tratar con lo mundano, única manera de posibilitar la convivencia de las ideas, pero me consta que atrapar el anhelo identitario en los remolinos de la fiscalidad y el autogobierno es, como poco, vaporoso.

Además, qué puedo decir. Un debate tan técnico como el de la financiación siempre enriquece, aunque aburra. Y un debate tan filosófico como el del separatismo siempre apasiona, aunque confunda. Es el debate político, el que todo lo mezcla y remezcla y vuelve a mezclar hasta acabar poniendo precio a su ontológico existir, el que siempre apaga la voz de técnicos y filósofos con gritos de histeria e iluminación salvífica. Poner precio a las cosas es una manera mercantil de eliminar por completo su valor intrínseco. Los políticos nunca han sabido defender la metafísica de los pueblos: de ella no emerge el poder, éste solo emerge del dinero y los boletines oficiales. Y si entramos en materia de agravios entre unos y otros, apaga y vámonos. Ahí es donde relucen con abundancia las ignorancias históricas supinas, los mesianismos desaforados y el egoísmo más recalcitrante. Cualquier persona que haya convivido en una casa con uno o más hermanos, sabe de lo que hablo.

Lo más triste, con todo, no es asistir al lamentable espectáculo de las declaraciones de independencia como amenaza o a la aburrida impasibilidad del señor que pasará a la Historia de este país como uno de los más insulsos mandamases de todos los tiempos (el anterior, al menos, resultaba simpático). Lo más triste es observar cómo unos y otros han secuestrado, primero, y reemplazado, después, la voz del pueblo al que representan. Tampoco puede olvidarse que para una amplia cantidad de ciudadanos, los más ideologizados y partidistas, la adhesión a esta forma de vocinglería política es poco menos que irreemplazable.

A lo mejor todo este barullo se resuelve asumiendo, unos y otros, que los caminos de la soledad, provenga de donde provenga, solo conducen a un único destino: la unión con los demás. Porque el precio de la soledad es irrisorio, pero el valor de la unión es inobjetable.

viernes, 11 de octubre de 2013

Mi padre

Mi padre, Miguel Sabadell, falleció hace exactamente una semana. La muerte le sobrevino de repente, sin avisar, en el momento de irse a la cama. No sintió nada. No sufrió. Su corazón dejó de funcionar, así, tal cual, de un momento para otro. Como le gustaba a él decir, se murió de vivo.

Fue mi padre un hombre desconcertante para mí: conservador, pragmático, discutidor. Poseía una facilidad pasmosa tanto para hacer amigos en cualquier parte como para abordar los problemas de la vida: cualidades todas ellas de las que yo carezco. 

Era tranquilo, se tomaba su tiempo para todo, sin dejarse llevar por prisas ni agobios. Los berrinches le duraban un minuto; los enfados: diez segundos. Le recuerdo especialmente apasionado con su trabajo. Este salmantino, nacido burgalés, acabó siendo adoptado por Zaragoza, ciudad en la que crecimos todos sus hijos y a la que ofreció sus muchos conocimientos de horticultura y jardinería: él fue quien, año tras año, hasta su jubilación, se encargó de coordinar la Ofrenda de Flores de las fiestas del Pilar; de mantener los parques y jardines como nunca se vieron a orillas del Ebro; de articular los escasos recursos de ese ayuntamiento para obrar auténticos milagros en la ciudad y en sus barrios. Fue muy apreciado, y estoy convencido de que esa parte sustancial de su vida, que no alcanzo a conocer con detalle, le alimentó hasta el final de sus días.


Le enterramos la mañana del domingo, bajo un espléndido sol de otoño, en el cementerio de mi pueblo. En el foso, sobre su féretro, depositamos una foto de toda la familia y el libro que estaba leyendo: “La chica del tambor”, de John Le Carré, con una señal en el capítulo 2, donde aquel viernes abandonó la lectura. 

Le hemos llorado mucho. La mente aún juega a aturdirnos: le vemos en su sillón favorito, o en la barandilla del corral asomado a la huerta. El cerebro tiene estas cosas, rellena con recuerdos lo que antes rebosaba vida sin advertir la pena que ocasiona con ello.

Estos días no dejo de lamentar que, habiendo sido tan buen amigo de sus amigos, no se prodigase en mostrar cariño a los suyos ni tampoco en demandarlo. Mi madre dice que nos quería a su manera, como le acostumbraron: en cambio al enano lo adoraba, contraviniendo sus propias inercias.

Adiós, papá. Nunca tuve arrestos para decírtelo, pero quiero que sepas que en todos los días que transcurran hasta que me alcance la muerte, jamás dejaré de sentirme orgulloso de haber sido hijo tuyo.



viernes, 4 de octubre de 2013

Volar en clase turista

En el vuelo de Iberia desde Madrid a Bilbao del pasado martes, repleto de pasajeros habituales, viajaban dos personas conocidas para el gran público: Iñaki Gabilondo, con cuya voz inconfundible me topé al doblar uno de los corredores previos al embarque; y la Vicepresidenta del Gobierno, acompañada de un reducido séquito. Ambos en clase turista. 

Comenté este hecho con algunos conocidos. Algunos no daban crédito (no en el caso de la Vicepresidenta), pero el hecho era incontestable. ¿Será la crisis? ¿Un gesto de cara al sufrido contribuyente? ¿Auténtica austeridad gubernamental? Al taxista que me llevó hasta el BEC le dije esto mismo, pero se trataba de un caballero irascible cuyo odio no permitía el menor debate lógico (realmente no era indignación lo que manifestaba) Me limité a decir que preferiría otras decisiones políticas antes que la elección de un constreñido y agobiante asiento en clase turista para la segunda persona que más manda en España.

Me quedé, no obstante, preocupado por ese odio. Sabido es que para una masa importante de la población, la indignación ha dado paso a una ciega visceralidad hacia los políticos (gobernantes o no), seguramente merecida: no me canso de repetir que legislar contra la clase asalariada (o lo que es casi igual, legislar a favor de los intereses de la clase financiera) trae consecuencias. Algo así observé en las críticas injustificadas con que el personal se despachó con Ana Botella y su inglés (bastante más decente que el inglés de muchos que la vituperaron). Y es muy mal asunto que la ciudadanía se deje llevar por la ira. 

Curiosamente, nos ensañamos con los detalles menores, pero dejamos que pasen sin trascendencia los ejes de las grandes políticas. Ahí queda el proyecto de presupuestos del Estado, anunciados con abundancia de mentiras y jaculatorias vergonzosas por el oscuro señor de los dineros del Reino, el mismo a quien no le duele prendas atravesar al trabajador con aguijones mientras, impasible, no acomete ninguna de las importantes reformas que le conciernen. Será que, por desgracia, los políticos no quieren realizar cambios profundos en aquello de lo que ellos viven, contentándose con dejar que las cosas mejoren para que los ciudadanos sigamos en la inopia de nuestro bienestar. 

Créanme. Quien esto suscribe hubiera pagado con gusto el billete business a la Vicepresidenta con tal de que nos escuchara a los ciudadanos con más atención de la que habitualmente demuestra…

viernes, 27 de septiembre de 2013

Las fronteras del mar

Acabo de regresar de Cádiz, la Tacita de Plata. Entender el gaditano, esa variante del español que hablan los de allí abajo, es cosa harto compleja. Mucho más que comprender el euskera de Alegia. Pero da lo mismo. Sus gentes llevan esas improntas que tanto se identifican con España y que tan poco tienen que ver con el resto de España: será efecto del mar, de las playas anchísimas, del viento de levante, del sol o de todo ello al mismo tiempo.

Si lo pienso, no se me ocurre razón alguna para alzar una aduana en Despeñaperros y dejar de obviar la separación identitaria del andaluz (y el gaditano). Pero como parece que está más de moda que nunca lo de ser independientes, ya puestos, pongamos otra aduana en La Sagra y separemos las comarcas quijotescas de las alcarreñas y similares, que ahora están todas confundidas. Y por qué no una aislando Madrid, ese caserón manchego, del resto: las sierras ya ejercen tal efecto. En tierras de la Castilla donde nací levantaría yo una frontera que segregase adecuadamente lo leonés (el reino): y ojito con Ponferrada, que se consideran casi gallegos. Pero vayamos hacia el este, volviendo a casa: erijamos en Pancorbo una valla bien alta, tachemos lo de Treviño y consideremos que la aduana con Euskadi está sobradamente justificada. Ya llevo, desde Cádiz, cuatro o cinco sellos en el pasaporte. Y si oriento mis pasos Ebro abajo, por alcanzar el Mediterráneo, nada más premioso que clasificar bien ese galimatías hídrico de riojanos, navarros y aragoneses, en el que todo confluye y solo el río guarda silencio. Dos sellitos más, bien estampados. No he de quedarme sin páginas tan pronto. De la esquina ibérica de Euskal Herria me he ido acercando, frontera a frontera, hasta Catalunya (los salmonetes de Chiclana ni los recuerdo). Con mi apellido, creo que no opondrán resistencia estos catalanes a la hora de aceptarme el visado. La gente de Lleida o Balaguer, tan agropecuarios, y fronterizos, bien conocen los tránsitos de los viajeros. En ellos no radican las dificultades. Ya veremos qué pasa en Barcelona, lo mismo he de conseguir un salvoconducto específico para deambular por sus calles de una barriada a otra.

Qué azaroso es atravesar España estampando sellos en el pasaporte. Pensaba que antes nos habíamos organizado más o menos bien, pero está claro que con la independencia de los pueblos se viaja con mucho más asueto. Aunque si lo llego a saber, me quedo en Chiclana, donde las mujeres bonitas…

viernes, 20 de septiembre de 2013

Un asunto que preocupa

Me pide un lector que me ocupe menos en estas columnas menos de los temas políticos (crisis, y más crisis, y luego consecuencias de la crisis) y que me centre en temas que preocupen al hombre de la calle, que afecten a su día a día y no solo de un modo coyuntural, que decía el otro. Me pone un ejemplo: hace dos semanas yo hablaba de la horterada que supone ir al gimnasio a volverse uno Hércules, y tildaba de héroes a quienes simplemente desean mejorar su tono físico; concluye mi lector diciendo que debería (yo) definirme mejor en este tema asaz interesante, sin limitarme a un mero comentario al margen. 

No hubiese sospechado yo que opinar aquí sobre el tema de los gimnasios (o de su intencionalidad) fuese tan inopinadamente atractivo, pero si lo dicen mis lectores no voy a ser yo quien les contradiga. Además, se da la circunstancia de que en esto, como en tantos otros temas, he visto recientemente cómo mis convicciones han experimentado un giro más o menos copernicano. De modo que, con agrado, voy a entrar a este trapo… 

Es cierto. Dije que ir a muscularse cual Schwarzenegger es de horteras. En realidad, fue una contraposición con lo que califiqué como heroico: el de quienes, sin opción ni ganas de volverse un titán hercúleo, desean mejorar su estado físico. Oiga, lo de tumbarse en el sofá al final del día, cerveza en mano, y quejarse con la tele puesta de no disponer de tiempo para hacer ejercicio, no tiene mérito. Lo meritorio es arrancar un par de horas para acudir a hacer spinning, o aerobic, o simplemente a correr, porque se tiene la certeza de que aporta bienestar. Lo de hinchar los músculos es legítimo, pero yo no le veo más justificación que la propia chifladura personal para ello (al margen de la imagen que transmiten los actores y modelos, que viven de eso). Además, requiere de una dedicación que en muchos casos resulta inaccesible al ciudadano medio. 

Vivimos en una sociedad poco esforzada. Nos quejamos mucho, deploramos muchas cosas de nuestro cotidiano vivir, pero a la hora de la verdad, hacemos poco por remediar ni una sola de las circunstancias que vituperamos. Esta del ejercicio, es una de ellas. Y que conste que yo, hasta hace nada, era uno de tales escépticos. Hasta que he decidido combatir la vejez prematura y la barriga demasiado holgada. Y se sufre, vaya que sí, pero en poco tiempo uno se siente mejor. Y aún más, ni siquiera se vuelve a soñar con parecerse al Conan ése sin moverse del sillón

jueves, 12 de septiembre de 2013

La energía del Gobierno

Esto dice el Real Decreto vapuleado por la casi extinta Comisión Nacional de la Energía (que usted puede consultar en Internet): en los primeros meses de 2013 llovió mucho e hizo mucho viento, y esto supuso el hundimiento del precio de la energía en España a mínimos históricos. Para quienes pagan su electricidad a través de indexación (no somos ni usted ni yo, que no podemos), hubo días en que la factura energética fue casi cero. En esos días, apenas se quemó gas o petróleo (que importamos) para producir electricidad. Problema: que las empresas eléctricas tradicionales obtienen menos ingresos. Otra perla: la rentabilidad razonable para las renovables será de 7,5% antes de impuestos; para la nuclear, parecida a la del año pasado, un 250%; para la gran hidráulica, alrededor del 1.600% (datos de 2012). Y otra más: pese a que la normativa europea promociona el autoconsumo, en España los autoconsumidores deberán pagar las centrales térmicas de gas natural de Iberdrola, Endesa y similares (y que instalaron a destajo creyendo que el consumo eléctrico subiría ad infinitum, como el precio de los pisos). Se le denomina “peaje de respaldo” y supone, en pocas palabras, que si tiene placas solares en el techo y con ellas se abastece de electricidad, con el peaje pagará por la energía que ahorra con su instalación. Increíble, pero cierto. 

Uno, en su modesto entendimiento, supone que si el RD (vapuleado, pero de forma solo consultiva) ha sido redactado en los términos en que ha sido redactado, algo habrá tenido que ver con el hecho de que las eléctricas tienen en plantilla a flamantes ex presidentes del gobierno, ex ministros y ex prebostes, que aunque no sepan mucho de electricidad, saben mucho de teléfonos rojos. 

Al final resultará que cargarse las renovables le va a salir gratis a este Gobierno. Y resultará que las empresas convencionales, que defienden su oligopolio, no lo podían permitir, y no lo han permitido. El RD sigue al pie de la letra lo perseguido por éstas, y se ha demostrado que al Gobierno poco le importa la apuesta por democratizar la energía (con la aparición de nuevos actores pequeños o familiares), el medioambiente, el ahorro o lo que diga la UE. Al grito de “las renovables son caras”, y justificándose en errores de bulto (tema primas), van a destruir uno de los pocos tejidos industriales en los que España era líder. Como también retrasarán durante décadas aquel bonito sueño de “la energía: limpia, por favor”.

viernes, 6 de septiembre de 2013

Marquesinas

Esto del mobiliario urbano se las trae, oiga. En mi calle hay dos marquesinas como dos heraldos del paraíso. En la primera, una monada de rostro angelical, vegetariana desde su nacimiento y con una simpatía del estilo “papá, mira, estoy saliendo en la tele”, exhibe vanagloriosa su cuerpo, bien realzado por la ropa interior (porque se trata de lencería, ¿no?, ¿o de un bikini?, ¿acaso hay alguna diferencia?: no me da tiempo a fijarme en esos detalles). En la segunda, una rubia bien nutrida, cuyo rostro aparece anticipado por un escote hasta el ombligo (¿lleva un vestido blanco?, ¿es un conjunto de baño?, por favor, aún no he podido descubrir qué demonios lleva puesto), publicita otra cosa aunque no sé muy bien qué es. La querubina bruna tiene necesidad de un buen chuletón, y de la nívea náyade me abstengo de decir nada por pudor. Es curioso que yo jamás recuerde lo que venden estos anunciantes de las marquesinas: unas veces porque solo veo chicas difíciles de no ver (es horrible ser hombre en espera del autobús y verse obligado a dirigir la vista hacia la izquierda), y las demás veces porque no me interesa lo que se anuncia y prefiero estar pendiente del tráfico. Luego dicen del uso mercantilista de la mujer. ¡Y un carajo!. Si yo las miro cada mañana y sigo sin tener ni idea de lo que venden: ¡valiente campaña de mercado es ésa! 

Seguro que a usted, lectora mía, el anterior párrafo le parece sexista y machista y cochino. Cálmese. A estas mozas de vivero pronto las despojarán de su trono, aunque emergerá la expectación de descubrir cuál será la próxima nereida que a las calles se asome. El mundo de la imagen (dicen) tiene estas cosas, y así conviene tomarlas. Porque he de referir también que nosotros los varones de andar por casa no somos seres ilusos: preferimos avizorar en la visera del casco, en el retrovisor o en el parabrisas, el imponente esplendor de unas piernas patrias bien bronceadas y taconeando camino a la oficina sobre un vestidito breve, a todo ese esplendor artificial y photoshopero del capricho de algún publicista. Que a la postre, si algo nos lleva al gimnasio a tonificarnos y querer sentirnos un poquito mejor, es el gustazo de agradarla por ejemplo a usted, lectora mía, o vernos bien en el espejo sin pretender querer ser titanes musculosos (esos son unos horteras). Que la vida ya es lo suficientemente ingrata como para dejarnos embaucar fácilmente por la belleza mentirosa de los mobiliarios urbanos.

viernes, 26 de julio de 2013

Muerte en el tren

Tantos muertos y heridos. Sangre sucia y roja tiñendo lágrimas cristalinas que lloran por un familiar perdido, un amigo, un conocido, o simplemente por la tragedia. La misma muerte de siempre, asoladora y ciega, aunque sea en un tren distinto, novísimo, tecnológico y limpio.

Las estaciones ya no huelen a vapor o carbonilla. Las maletas ya no se atan con una cuerda. El viajero ya no marcha a la ciudad huyendo del campo por labrarse un mejor futuro. Los edificios ferroviarios ya no se alzan con aquella maravillosa arquitectura arquetípica. Las máquinas no resuellan ni tosen con tos ferina. Los trenes parecen centellas -tan rápido marchan- que devoran distancias con apetito pantagruélico: hasta resulta incómodo mirar los arbolitos pasar, que decía el poeta. Son breves y fugaces los viajes en tren, incluso es difícil dormir en ellos: antes de subir ya casi hemos llegado. Ha desaparecido el murmullo de las conversaciones entre extraños, solo se oye al señor vocear por el móvil (siempre el dichoso teléfono móvil), o la película chirriando en los auriculares, cuando no las estridentes advertencias del whatsapp. No recuerdo la última vez que abrí en un tren el envoltorio de un bocadillo preparado en casa esa misma mañana…

No quiero morir en un tren de los de ahora, capaces de descarrilar a una velocidad tremenda mientras voy pensando en cualquier cosa menos en que estoy de viaje. Esa muerte me horroriza, porque ni la presiento ni la considero una opción: la modernidad construye ingenios perfectos y los expresa luego a todos con idéntico sufijo: fiabilidad, seguridad, comodidad, versatilidad… No, no quiero perecer en un artefacto que ha renunciado a transportar la muerte en sus entrañas, por mucho que la experiencia nos dicte que ésta se acaba infiltrando a través de cualquier rendija: es demasiado horrible. Para morir así quiero mejor un tren antiguo, un tren viejo, donde se pueda intuir la fatalidad porque, al fin y al cabo, es ley de vida que las cosas fallen.

Lo siento por los muertos de la tragedia de Santiago, por sus familias y sus amigos. Lo siento por el conductor del tren, también, y por cuantos asuman que fue responsabilidad suya haber evitado el accidente. Cuando se produjo la catástrofe yo estaba en casa viendo, irónicamente, hundirse (una vez más) el Titanic, y pensando en cómo el ingenio humano nunca ha sabido vencer al infortunio: así fuera con barcos insumergibles o con trenes perfectos y maravillosos.


viernes, 19 de julio de 2013

Afinsa

Una carta de Afinsa me pide que elija entre recuperar el 5% de un dinero que doy por perdido o recibir la filatelia que sustentaba mi inversión.

Un buen día, alguien muy próximo te habla de una empresa que lleva 25 años comerciando con sellos en todo el mundo: compra, vende, genera plusvalías y con ellas remunera a sus clientes. Un folleto del Ministerio de Consumo animaba a invertir en bienes tangibles, avisando de que no se confundiese con una operación financiera. Todo parecía legítimo. Años atrás, un expediente del Ministerio de Economía confirmaba que esta actividad, en efecto, no era financiera, como también constaba en el archivo de una denuncia sobre la que juzgó el Tribunal Superior de Madrid. Era el tiempo en que el ICE, del Ministerio de Industria, ensalzaba a la empresa y apostaba por su mercantilismo, y la CESCE, propiedad del Estado, la calificaba como una de las más solventes del país. ¿Por qué iba a resultar ilógico confiar en semejante acumulación de experiencia, normalidad y éxito? Ese buen día, uno decide invertir, confiado, su dinero.

De repente, Hacienda pasa a considerarla financiera, calificación contraria a la ley, al igual que la fiscalía y los instructores. El nuevo balance, hecho trizas, convierte una longeva empresa modélica en una monumental estafa piramidal, en opinión de una inspectora y una poco clara consulta a la Auditoría de Cuentas. Pese a ello, la Audiencia Nacional sigue manteniendo que la actividad de la empresa es mercantil (exculpando a las instituciones de control del sistema financiero). Lo más interesante de todo es la forma en que se produce la intervención: brutal y desordenadamente. Esta intervención en España hace que un hedge-fund, que enciende la mecha con una carta a la Agencia Tributaria, consiga millones de dólares al conseguir hundir las acciones en el Nasdaq de la filial americana.

Han pasado nueve años. Los clientes hemos sido desprestigiados de todas las formas imaginables en todos los medios posibles y hemos perdido todo el dinero (quizá lo menos importante, al menos para mí). El proceso sigue abierto, todo va muy despacio, como corresponde a las cosas del pasado.

Lo más amargo de todo es advertir que nadie, en ningún momento, se detuvo a pensar en salvaguardar el interés de los consumidores o en intentar, al menos, que se minimizasen sus pérdidas. Pero a estas alturas bien sabemos lo que sucede en estos choques de titanes, y quién ha de salir perdiendo.



viernes, 12 de julio de 2013

Entre rejas

Hay un tal Bárcenas animando el cotarro como hacía mucho que no se veía por estos pagos. Se encuentra entre rejas, preventivamente, y pese a su fama de pedregoso la asfixia judicial le está volviendo lenguaraz. Unos dicen que miente cual bellaco (aunque hayan tardado 20 años en descubrirlo). Otros que sus cuadernos encierran negruras hediondas en las que se ahogarán los que ahora mandan. Los demás nos conformamos con asistir divertidos a este choque de titanes asfixiados en su propia podredumbre.

Que el gerente de un partido político esté acusado de blanqueo significa que por sus manos pasó dinero de procedencia ilícita. Que este mismo gerente esté acusado de cohecho significa que lo aceptó a cambio de ejercer influencia. Nunca resultó tan sencillo unir los puntos, ¿verdad? Luego viene el tinglado la antigua farsa: nadie nunca supo nada; el asunto les ha pillado de sorpresa; todo es cosa del tipo entre rejas; nunca nadie ha hecho nada ilegal; ellos, los que callan y también los que acusan, son todos honorables e íntegros…

Como hace ya muchos años que no voto en las elecciones, y tengo a los partidos políticos como fuente inagotable de chanchullos y enredos, el asunto no deja de parecerme otro “remake” más de una película ya vista. Y la razón de que no aflorase antes no se encuentra en la probidad de los políticos, sino en los mecanismos de que disponen unos para ocultar las cloacas, y la fehaciente incapacidad que tienen todos los demás para delatar cualquier irregularidad así se ponga el cazo enfrente mismo de sus narices. De ahí que desconfíe de todos ellos.

Personalmente, me importa un bledo que vayan a la cárcel o no. Mi interés radica en hacer que todos estos políticos de ahora vayan dejando paso a una nueva forma de entender su función, sus partidos y las leyes (realmente creo que las escriben sabiendo en qué subterfugios han de ocultarse). Sería un desastre para mí ver a los Rajoy y Rubalcaba de turno clonarse lustro tras lustro, sin permitir que se reinvente el sistema, como viene pasando hasta ahora.

Ya sé que a los ciudadanos todo esto nos ha importado un comino mientras teníamos el buche lleno. Pero si nosotros estamos cambiando, que cambien ellos también. Porque el espectáculo que estamos dando solo lo he visto en países a los que denominamos emergentes, y un gerente político entre rejas es el único indicio que necesito para reclamar que se vayan todos a sus casas y dejen de chingarnos con sus mentiras.



viernes, 5 de julio de 2013

Leer un cuento

Érase una vez un mundo donde los ciudadanos, pese a su costumbre de adquirir libros, habían abandonado la lectura. Convertida en espectáculo de vagones de metro o en agitación intelectual de algunos pocos bohemios, ningún adulto parecía recordar que, años atrás, de niños, ellos mismos habían reclamado a sus padres cada noche que, por favor, les leyeran un cuento antes de dormir…

He realizado una rápida encuesta entre algunos padres que conozco (me pregunto si, pese al plural, debo aclarar que me estoy refiriendo a un padre o a una madre, indistintamente). La pregunta era única y clara: ¿leéis cuentos a vuestros hijos? La respuesta, casi mayoritaria, fue: no. Qué desastre. Aunque hubo quien introdujo un matiz: “no, pero sí se los cuento de memoria”. 

La encuesta deparó alguna sorpresa más. Por ejemplo, comprobar que pocos recordaban el argumento real de “El gato con botas”, confundido con los sucesos narrados en la película de dibujos animados de hace unos años y que los guionistas desarrollaron muy cínicamente sobre otro cuento infantil, el de “Juan y las habichuelas mágicas”, para mayor confusión. Ni rastro del Marqués de Carabás, por tanto, dentro del magín de mis amigos, de cuya sequía buena culpa tiene la severidad con que los mayores nos dedicamos a ser responsables. O eso quiero creer.

A mí me siguen gustando los cuentos infantiles, aunque lógicamente he dado paso en mi vida a otro tipo de cuentos, más adultos y complejos, pero igualmente percibidos de imaginación e impredecibilidad, sus fundamentos orgánicos. Disfruto leyéndoselos al enano porque los pulgarcitos, blancanieves, cerilleras, sirenitas y demás protagonistas que habitaban en aquellos mis primeros mundos de fantasía siempre se resistieron a desaparecer. La exuberancia emocional que siento al leerle cuentos al peque no se detiene en las remembranzas de mi niñez, sino por haber podido contemplar con satisfacción mi propia evolución lectora, que se inició con las recitaciones pausadas y rítmicas de mi madre al pie de la cama o en la cocina.

Las películas de dibujos, la Wii o los videojuegos son necesarios. Y las bicis, la pelota o el corre que te pillo. Qué duda cabe. Pero también lo es leer cuentos. Y de ahí el disgusto con que acogí los inquietantes resultados de mi nada rigurosa encuesta. Resultados que abundan en la dificultad de construir una sociedad de hombres libres, como mencionaba en este mismo espacio hace una semana por motivos anejos.


viernes, 28 de junio de 2013

6,5

Como el ministro de Educación ya ha puesto la marcha atrás, podré hablar claro.

El acceso a la Universidad que siga siendo amplio, bastante: el que quiera ha de poder estudiar. Por desgracia, no es gratis (tampoco es la única opción para ser alguien en la vida). En cambio, las becas para la Universidad deberían establecerse con una nota de corte superior, por ejemplo de 7,5. Mi dinero, para los mejores. Y con generosidad, que no les falte de nada: debería aumentarse la dotación. Las becas no son un sueldo por estudiar, sino para estudiar. Que sean para quien mejor lo merezca y no tenga recursos económicos. La falta de ingresos familiares se compensa con la excelencia, no con el mero interés. Los ricos (denostada clase, envidiada por tantos) no necesitan de mi dinero y pueden hacer lo que quieran.

Los que nos hemos matado a estudiar para obtener el máximo rendimiento académico de que éramos capaces, sabemos muy bien lo que ello implica. Por eso no es una cuestión de pobres o ricos, sino de preguntarse qué deseamos para nuestra sociedad. Personalmente, estoy cansado del café para todos, de los títulos sin calificación final, de no distinguir a nadie por sus méritos, de la equiparación de cualquier persona con el más mediocre de sus congéneres, de tanto enemigo declarado del talento, del esfuerzo o de la brillantez. Este cansancio es fútil: hacia este horizonte se dirige la sociedad española, si es que no la ha alcanzado ya, y nada podrá cambiar la extendidísima idea de que todos lo merecemos todo y si no lo tenemos es porque no hemos abandonado las profundas huellas del fascismo (hace unos días, un poeta columnista equiparó el 6,5 al apartheid y ni siquiera le temblaron los cancanujos al hacerlo: en esas estamos, madre mía).

Pese a todo, puedo asumir que usted desee conceder una beca a todo aquel que quiera pasar por la Universidad, estudie o no. Casi me sorprendería que desease lo contrario. Como puedo asumir que usted no entienda que de este modo el enorme talento escondido en algunas mentes, al no exigírsele esfuerzo bastante para continuar, se desvanecerá en el mar del botellón sin descubrir su enorme potencial, beneficioso para todos. Así no se construye la sociedad de los hombres libres, críticos, sino ésta en que ya vivimos, adocenada, adicta a la PSP, tan satisfecha de haber logrado que todos nos igualemos en todos los aspectos de nuestras vidas: aspiración última de quienes nunca alcanzaron el ramplón 6,5.


viernes, 21 de junio de 2013

American Shpion!

El título les habrá llevado al “Uno, dos, tres” de Billy Wilder. Si no la recuerdan, no pierdan el tiempo y vuelvan a verla. Ya sé que no vivimos en plena guerra fría, ni corremos el riesgo de ser detenidos por temibles soviéticos acusados de ser agentes occidentales, y que todo lo más que puede sucedernos hoy en día es ser estafados por el director de una sucursal bancaria que nos encasqueta cierto producto financiero tóxico. A cambio de tal benignidad, amodorrados por los parabienes con que los políticos han ido regando nuestras vidas para bienestar y seguridad nuestra, siempre a cambio de esquilmarnos el bolsillo, aunque no llegue para nada más, hemos dejado de ser críticos, detestamos la escuela pública y votamos por conductismo ideológico: lo contrario es una veleidad hippie. Vivimos en la cúspide de la ineptitud social y nos vanagloriamos de ello.

Y aun inmersos en esta inepcia, sordos no estamos: oímos hablar, por ejemplo, de los excesos y mentiras del Estado, pero miramos rápido hacia otro lado, no vaya a difundirse un aburrimiento tenaz. ¿Qué más da que se ajusticie a un soldado de 25 años por difundir vídeos donde se observa cómo el ejército más poderoso del mundo asesina a ciudadanos y periodistas iraquíes? ¿Qué importa que un analista de la CIA de 29 años desvele la impunidad de un país democrático en su afán por tenernos controlados como borregos? Todo eso, y mucho más, nos lo han venido contado (de otra manera) las divertidas películas de acción y tiros que nos zampamos entre barreño y barreño de palomitas cutres, aunque está claro que ninguna le llega a la suela del zapato de Wilder.

Además. ¿Vamos a defendernos nosotros, pobres inútiles sociales, de la obsesión protectora de estos oscuros totalitaristas que nos gobiernan, si no somos nadie y lo que toca es aquello de oír, ver y callar? Seamos serios aunque en todos estos asuntos ande metido por medio Obama, el líder negro de la casa albina y supuesto adalid cuasi divino de la libertad y el entendimiento: seguro que algún secreto motivo le mueve y por ello hemos de callar. Total, permitimos complacidamente que nos dejen en calzoncillos en medio de un aeropuerto y nos requisen ciento un mililitros de desodorante: ¿cómo no vamos a permitir cualquier otra barbaridad, cuando está visto y comprobado que los espías y traidores brotan entre las esquinas como agua de la fuente? A mí usted me deje en paz de bobadas, que ya comienza el programa ése del Gran Hermano (de qué demonios me suena ese título, de qué me suena tanto…)

viernes, 14 de junio de 2013

Inseguridad social

Mantuve una curiosa conversación estando a punto de embarcar el lunes en Barajas. Mi destino de esta semana ha sido la Alemania de doña Ángela. En la espera del embarque, un caballero ya mayor, de rasgos más envejecidos de lo que su aspecto señalaba, nos oyó discutir a un colega y a mí sobre la mala situación de la industria. Entonces fue cuando intervino. Por supuesto, abundó en nuestro análisis (que todos sabemos ya de carrerilla) diciendo que llevaba cuarenta años trabajando y que bien tenía ganada su jubilación. Que había pagado mucho dinero para disfrutarla. Le repliqué con cierta ironía diciendo que yo no pago a la Seguridad Social: a mí me lo quitan.

Algunas veces tengo la sensación de que muchas de las conquistas sociales que en nuestro fuero interno creemos que son parte de la declaración de los derechos humanos, son en verdad el modo con que han comprado nuestro voto. Poder, por seguridad. ¿Tan exigentes nos volvimos en el trueque que hemos acabado por arruinar esa seguridad, forzando a los políticos a entregarnos todo cuanto se nos antojaba? Aquel caballero, tan orgulloso de sus pagos y tan emprendido de su pensión, solo contemplaba una posibilidad: que le dieran lo prometido. Todo lo demás, indiferente. Pero la sociedad tenia que cumplir con lo estipulado. En realidad, todos deberíamos gritar que lo prometido antaño, que lo suscrito en los argumentos electorales, es el más firme contrato entre los gobernantes y nosotros. Pero somos los ciudadanos el puntal último que sostiene esto que llamamos país. Detrás no hay nada que se responsabilice de nuestros errores. Por eso los sacrificios siempre nos alcanzan y en el sufrimiento encontramos el remedio a todos los desastres. Por este motivo no me escandaliza saber que nada ni nadie habrá que pueda asegurarme la "seguridad" por la que sustraen mi esfuerzo en cada salario.

La modificación del sistema de pensiones, y los interminables reajustes del resto de nuestro Estado del Bienestar, me llevan a pensar que los mandamases, cuyo única función no es adoctrinar ni moralizar, sino gestionar el dinero público, están obligados a irnos devolviendo a los ciudadanos el control del Estado. Es decir, han de ir reduciendo su capacidad de gestión y su presupuesto. Les hemos entregado demasiado poder y demasiado gobierno. Han fagocitado los recursos hasta hacernos creer que, en realidad, eran suyos. Que lo pierdan, por no haber sabido darnos lo único que reclamábamos.

viernes, 7 de junio de 2013

Líneas rojas

No se pueden traspasar. Esta metáfora, tan habitual en el uso político, y cuyo origen fetén hemos de situar en la Guerra de Crimea, se ha extendido rápidamente por los debates sobre la crisis, siempre como defensa última, casi numantina, del Estado del Bienestar. Para quienes aluden a ello, son varias las líneas que no han de ser traspasadas bajo ningún concepto: la sanidad, la educación, la dependencia, las pensiones o la prestación por desempleo… sin aclarar hasta dónde han de abarcar o hasta dónde se puede llegar. Porque la cuestión no es defender nuestro bienestar, sino decidir cuánto hemos de gastarnos en ellas sin que el invento se caiga por sí solo.

En las redes sociales, y allá donde la indignación forma coros vocingleros, suelen gritarse abominaciones contra la Troika, señalando así al enemigo del que hemos de defendernos tras la línea roja. Nada de recortes. El dinero que sustenta a nuestra sociedad avanzada y rica ha de fluir a chorros porque sí, porque los mercados existen para financiarnos a nosotros, que ésa es su obligación. Y si no nos financian, que lo haga Bruselas, el FMI o el BCE, pero esto (y “esto” son 40.000 millones de deuda cada año) no puede parar. Evidentemente, las voces contra los recortes claman en apoyo del crecimiento, que de lo contrario no iremos a ninguna parte (en realidad, sí: a la ruina), razón por la que es ineludible apostar por aquello en lo que somos fuertes (“apostar por” significa gastar más dinero del déficit).

A los amantes de las líneas rojas que abarcan todo el bienestar que cabe imaginar, y enemigos de la Troika, no les entra en la cabeza que nuestro déficit se paga con impuestos futuros, que una vez que estemos muertos, lo que hayamos disfrutado en vida lo seguirán pagando nuestros hijos y nietos. Y si se les recuerda esta certeza, suelen responder con lo de “pues que se eliminen coches oficiales y asesores”, sin querer entender que solo esa medida, por higiénica que sea, no basta. Será que nadie quiere descargar de Internet los Presupuestos del Estado, de visión mucho más aburrida que las pelis, donde se descubre que los políticos están jugando a engañar a la misma Troika que los indignados insultan.

Solo hay una línea roja que, a día de hoy, estoy convencido de querer defender a ultranza: que ni un solo niño en toda España esté desnutrido. Porque los hay, a miles. Póngame usted, señor ministro, el impuesto que considere necesario y destine todo ese dinero a tal fin…


viernes, 31 de mayo de 2013

Las mates y el conocimiento

Hace unos días vi en Internet una foto con un truco para aprender la tabla del nueve. Me llamó la atención una leyenda enorme que la acompañaba: “Querido profesor, ¿por qué no me enseñaste esto antes?”. Alguien le contestó que sí se lo habían enseñado, pero que quizá en ese momento el autor de la foto estaba distraído haciendo volar aviones de papel. Hay gente muy lenguaraz…

Es posible que algunos profesores no sepan hechizar cuando enseñan matemáticas o historia, que alguno sea incluso responsable de la animadversión de sus alumnos hacia estas disciplinas. Hace bastante que en España lo de ser maestro es una salida profesional, no una vocación, y el nivel de exigencia de esta titulación en nuestro país así lo confirma. Si recuerdan, hace unas semanas la prensa se hizo eco de la incultura manifestada por miles de opositores a profesor en Madrid, ante lo cual alguno replicó que su responsabilidad consistía en saber enseñar, no en saber lo que se enseña (sí, los hay con cara de cemento armado, qué le vamos a hacer). Pero, oiga, por cada profesor de aptitudes pedagógicas defectuosas yo he conocido veinte alumnos a quienes tener que prestar atención en clase ya suponía un exceso y aprender algo fuera del horario escolar, una fantasía intergaláctica. Supongo que, de adultos, han perseverado en esta conducta (el camino del lado oscuro es fácil y rápido no solo en las películas). Con ello quiero decir que no toda la culpa está en las escuelas…

Ignoro quién publicó la foto de la tabla del nueve: seguramente alguien que pretendía caer gracioso y que por descontado afirma ver los documentales de la tele. Pero basta un atisbo leve a lo que se cuece en las redes sociales para comprender que cientos de miles de personas tienen el conocimiento como la última de sus inquietudes personales, reducidas a chatear, jugar en Facebook, colgar fotos de sus juergas o atocinarse ante la TV (y no para ver documental alguno). De hecho, produce extrañeza que haya quien exhiba hondura en su relación con el arte, la música o las matemáticas, y que haya querido orientar su vida a saciar una cierta “ignorancia enciclopédica”.

Aun con todo, lo preocupante no es eso (que cada cual haga con su tiempo lo que mejor crea). Lo aterrador es comprobar que esta indolencia intelectual a la que tan propensos somos y que tan hipócritamente negamos, es justo lo que convierte una sociedad crítica y moderna en una sociedad decadente y resignada como la nuestra.


viernes, 24 de mayo de 2013

La mala imagen de España

Acabo de regresar de Perú, adonde acudí por los incas y por algunas reuniones profesionales, y vuelvo convencido de la agudeza de ciertos conquistadores que, como Cortés en México o Pizarro en Perú, huyeron de una España medieval y arruinada por la codicia monárquica, encontrando en el mestizaje un modo de asegurar la libertad e independencia de aquellas tierras ricas y fértiles, mucho más que la madre patria. Aunque fracasaron, y la Historia maltrató a unos y otros después (algo que pocos entienden en Perú o en España, que en ambos lados han prevalecido hasta hace poco atavismos históricos irreconciliables).

Pero no quería yo hablarles de Historia, sino de la situación actual. Porque me ha sorprendido, por desvariada, la pésima imagen que se tiene allá sobre España, algo que ya columbré cuando estuve en Chile el pasado noviembre. Una parte de la población peruana está en la creencia de que, aquí, como consecuencia de la crisis, a los viejitos se les ha dejado sin jubilación, que la gente se ha echado a la calle por el hambre y la miseria, que los hospitales ya no atienden a los enfermos, que empresas como Repsol o Telefónica están en quiebra total, o que el país entero ha sucumbido al desastre.

Les he intentado explicar que no es cierto: que las pensiones se mantienen, aunque se les haya congelado el aumento del IPC; que la prestación por desempleo sigue durando 24 meses y que incluso existe un pequeño subsidio para quien ya no tiene nada; que las manifestaciones son pacíficas, que no reina el caos ni te matan en la calle por un mendrugo de pan; que estamos soliviantados por la pérdida de pequeñas parcelas del altísimo bienestar que disfrutábamos y que, sobre todo, nos indigna la delirante situación política y sus decisiones, siempre tan convenientes para unos pocos y tan sacrificadas para todos los demás.

Quienes, pese a todo, dieron algún crédito a mis argumentos, invariablemente me respondían con estupor: "¿Por eso se quejan? Ustedes no saben lo que es una crisis de verdad". No, no lo sabemos: pese a los recortes, seguimos viviendo en una opulencia ficticia, y a ella mucha gente se ha enrocado para impedir perder un ápice de lo mucho que nos sobra. Somos como la casta política a la que criticamos: no deseamos carecer de ningún privilegio y la solución siempre pasa por la renuncia de los demás, no por la nuestra propia. Por eso creo que en Perú, sin ellos saberlo, me ayudaron a acertar con la clave de todo…


domingo, 12 de mayo de 2013

El pan nuestro de cada día

Hay falacias que son más que simples confusiones o errores. Por ejemplo, que el pan engorda, una de las falsedades más extendidas en nuestra sociedad moderna y, al mismo tiempo, de las más perjudiciales desde el punto de vista nutricional. Ninguna evidencia permite sostener tal afirmación, todo lo contrario. Por ejemplo, en los años 60, cuando, todo lo más, se veía algún “gordito” por la calle, el consumo medio de pan por habitante y día era de 300 gramos; hoy en día, habiéndose reducido a escasos 80 gramos, nuestros niños se encuentran entre los más obesos de Europa. Sinceramente, ¿conoce usted a alguien que, estando a dieta, no elimine el pan o reduzca la ingesta de hidratos de carbono de manera inmediata y tajante, pese a que con ello no haya logrado apenas adelgazar nada? Y si usted es uno de tales sufridores a causa del sobrepeso, ¿está dispuesto a reconocer que está cometiendo un error y, acto seguido, volver a comer pan y analizar un poco mejor sus decisiones, por ver si con algo más de sensatez y cordura atina plenamente?

Pues algo parecido sucede con los ínclitos próceres cuyas decisiones económicas y políticas nos destrozan por dentro y por fuera. No importa la obstinación con la que, desde todos los frentes, múltiples voces demuestren que paliar el hundimiento de la recaudación con más subidas de impuestos solo ha de producir nuevos hundimientos, o que cinco años de rigor presupuestario desequilibrado (es decir, el que afecta y soporta una sola de las patas del banco, en este caso las clases medias) no conduce a la siempre anunciada y nunca vista recuperación económica. Erre que erre, los ministros (y por descontado, quienes les presionan o asesoran), por agobio, nerviosismo o qué se yo, tiran de atajo, olvidando sus anteriores prédicas, y nos arrastran a todos al precipicio (en realidad, sospecho que se trata de simple fragilidad intelectual: sus convicciones carecen de fortaleza). Generalmente justifican sus decisiones con la siguiente expresión. “no había otro remedio, es lo único que se puede hacer, no existe alternativa posible”.

Claro que, puestos a evidenciar testarudez, la de muchos votantes es ciertamente supina: un amplio espectro del electorado vota siempre al mismo partido, ya sea por razones gástricas o por creer que, al enemigo, ni agua.

Lo del pan puede ser ignorancia. Lo de los impuestos, obcecación. Lo del voto, atavismo. Pero todas ellas, en realidad, representan una sola cosa...


viernes, 10 de mayo de 2013

Mi Bengala dorada (Bangladés)

En los años que pasé explorando el subsuelo saudita en busca de petróleo tuve ocasión de tratar a gente con la que habitualmente, en España, nos relacionamos poco o nada: bangladesíes, filipinos, somalíes, etíopes… Todos buscando en el oro negro huir de la pobreza. Realizaban las tareas más penosas: en pleno desierto, bajo el sol ardiente. Trabajaban dos años enteros de continuo. Luego podían tomarse un mes de vacaciones. Se les pagaba muy poco: una miseria. El convenio regulador lo establecía el gobierno, no las empresas.

Hice algunos amigos entre ellos. En concreto recuerdo a un bangladesí con quien bajaba a comer de rancho en lugar del menú a la carta para ejecutivos. Agradecido de mi compañía, nunca olvidó agasajarme con una taza de té y algo de charla. Me hablaba de su familia, del tiempo que faltaba para volver a ver a sus hijos, de los compañeros o del Real Madrid: nunca le oí quejarse del trabajo. Su motivación era estrictamente económica, desde luego, pero no en beneficio de un futuro desarrollo personal. Quería el dinero para llevar a sus hijos a la universidad y librarlos de las penurias que él había soportado. Decía que sus vecinos, en Bangladés, llevaban a casa en un año lo que él cobraba en un mes. Aquella soledad, aquel calor y aquella ingrata arena del desierto eran tan solo la cara menos amable de un privilegio afortunado.

Un día me contó que su mujer había empezado a trabajar en una fábrica textil. Seguramente en un lugar muy parecido al que hace poco se derrumbó en Savar causando centenares de muertos. En aquel tiempo, coser para occidente significaba añadir 15 dólares mensuales a los ingresos familiares. Nada desdeñable para un bangladesí. Hoy día creo que la cifra está en 30 dólares al mes: una fortuna. Él creía innecesario que su mujer trabajase: decía que las condiciones eran pésimas. Yo me callé. No le dije que por esa razón en Zara una chaqueta cuesta 20 euros. Tampoco le dije que occidente necesita que en muchas regiones del mundo haya esclavos modernos, como lo eran él y su mujer, o de otro modo no podríamos disfrutar de ropa a capricho y móviles con lo último, todo a precios muy bajos. Asequibles, decimos.

Quizá usted piense que lo de Bangladés es indigno. Pero seguirá yendo a Zara o Mango o a la tienda que sea. No le cabe otra. Todas hacen lo mismo. Si lo piensa bien, tampoco quiere que cambie nada. En mi caso, simplemente espero que los hijos de mi amigo hayan podido ir a la universidad.


jueves, 2 de mayo de 2013

Por qué todo va a mejorar

Tengo el convencimiento de que acabamos de superar ese punto de inflexión que tantas veces hemos creído alcanzar, que a partir de ahora todo va a ir mejorando aunque sea muy despacio. Por descontado que el Gobierno sigue sin saber explicar nada, sin pensar en los problemas que asolan a los ciudadanos, y sin determinación para reducir el gasto público y dejar de exprimirnos. Pero al menos la dirección es correcta, que no es poco, y no parece que entorpezca a las escasas benignidades que soplan desde afuera.

Un dato. Por vez primera desde que Rajoy obtuvo su mayoría absoluta (no sé para qué), el Gobierno ha planteado con crudeza la realidad que toca vivir. Posiblemente sea respuesta a una exigencia clara del BCE y de Bruselas, aunque, como es habitual, entreverada de la torpeza e insensibilidad habituales. Pero, dejando a un lado la política, es buena señal que tengamos una foto muy nítida de las dificultades que atravesamos y que vamos a seguir atravesando.

Otro dato. Europa se va a beneficiar de la inyección masiva de yenes puesta en marcha por Japón, yenes que van a buscar las altas rentabilidades (no exentas de riesgo) de nuestros países. Esto va a influir en la actividad real que, no obstante, no puede sino mejorar como consecuencia de los brutales ajustes que nos han destrozado (ajustes sin parangón en la historia mundial reciente, no solo de España).

Otro más. Se empeñan en calcular el paro siguiendo uno de los criterios de Eurostat (no el único) en el que se incluye a más de dos millones de personas que, con edades entre los 16 y 24 años, están estudiando, no buscando trabajo. Si descontamos este número, si se cuenta a quienes realmente quieren trabajar y no encuentran empleo, la cifra de paro en España se sitúa en el 19% (no en el 27%) y la juvenil en el 22% (no el 57%). ¿Por qué nadie lo explica así? En absoluto dulcifica la situación, pero ayuda a orientar correctamente las políticas de empleo. Pura inepcia gubernamental, como siempre.

Y por último. Confío en que, a partir de ahora, los políticos sean hormigas y dejen de comportarse como irresponsables cigarras. Dilapidaron nuestros impuestos durante los felices años del boom, en lugar de ahorrar para el crudo invierno (la crisis), y por eso la deuda y sus intereses atenazan nuestras vidas. Esta cruel crisis les va a forzar a cambiar sus comportamientos. Es el mejor signo de mejora: que todo nuestro sufrimiento haya servido para obligarles a ser responsables.



viernes, 26 de abril de 2013

Les cedo mi futuro

Han subido los impuestos. Han recortado en todos los servicios sociales. Han eliminado la paga extra de los empleados públicos. Han congelado las pensiones. Han borrado del mapa casi toda la inversión en infraestructuras. La innovación y la I+D prácticamente han desaparecido de los Presupuestos. Tanto como se ha decidido, siempre a expensas del ciudadano, y el déficit en 2012 menguó en unos escasos y tristísimos veintipocos miles de millones de euros. Para usted, y para mí, es una cifra brutal, pero solo representa el 2% del PIB de nuestro país y supone que, para sobrevivir, ha de seguir creciendo nuestra ingobernable deuda.

Ya nos anuncian (hablando desde el extranjero, no desde aquí) que este año, éste también, caeremos otro 1,5% más. Porque la triste verdad es que seguimos cayendo y cayendo, que la deuda aumenta más y más, y que ninguna de las reformas emprendidas por el Gobierno sabe impedirlo. Nuestro tan previsible presidente, ese hombre envejecido, lector del Marca, superado por todo, que iba a actuar contra el despilfarro y las ocurrencias, resulta que no sabe dejar de despilfarrar él tampoco y no sabe gobernar sin ser ocurrente. Como tampoco sabe dejar de repetir la cantinela de “no podemos gastar más de lo que tenemos”, cosa que manifiestamente no aplica de ninguna manera. Por eso le pregunto, sin exigir respuesta: tanto sacrificio, tanto esfuerzo, tanta pobreza y tantos sueños destrozados para millones de españoles: ¿para qué? Y que no me vengan con herencias: no fueron las políticas puntuales de otros las que condujeron a esta miserable situación, sino la enormidad de los entramados públicos que durante décadas se vinieron construyendo desde todos los bandos del arco parlamentario, sin preocupación alguna por las repercusiones que tuviese cuando las vacas gordas se acabasen.

Las vacas gordas tiempo ha que desaparecieron y las vacas flacas se han ido muriendo y apenas queda alguna, camuflada. De ahí mi proposición: rebájenme la pensión cuando me jubile, rebájenme el paro cuando me quede sin empleo, pero hagan que hoy mismo el presupuesto vuelva a acordarse de las inversiones, de la educación, de la sanidad y de la innovación, es decir: de todo aquello que posibilita un mejor futuro. Y háganlo armoniosamente, sin desequilibrios. Les doy permiso para ser todo lo austeros que quieran con mi futuro, a cambio de que devuelvan el presente a seis millones de españoles que carecen tanto de él como de porvenir.

viernes, 19 de abril de 2013

Irak, año 10

En las planicies aluviales que se extienden entre sus dos grandes ríos (por si alguien lo ignora, Tigris y Éufrates), nació la más antigua civilización del mundo. Antes de que se descubriera el motor de explosión, y por tanto con anterioridad a los desafíos geopolíticos que entraña el petróleo y que tan acostumbrados nos parecen ahora, pronunciar el nombre de esta región del planeta abría las grutas donde yacen la Historia (Sumeria, Babilonia, Asiria, Saladino…), la imaginación (Harún Al-Rashid, Simbad) o la Ciencia (Alhacén, el más grande físico de todos los tiempos, y el más ignorado).

Hoy el nombre de Irak evoca la tragedia de las recientes guerras y la tiranía. Donde la predominancia estadounidense quiso instaurar la más grande democracia de Oriente Próximo (palabras del segundo Bush), solo ha germinado la corrupción, el sectarismo y la devastación, porque la violencia es el lenguaje allí empleado para dirimir diferencias políticas irreconciliables, y asola, sin un solo minuto de descanso, a una población que desconoce lo que es el respeto por los derechos humanos, la justicia o la igualdad de oportunidades. No deja de resultar paradójico que, diez años más tarde, las únicas imágenes de Irak que todavía se emiten en los telediarios correspondan a una pobreza que va camino de volverse crónica, a cuerpos esparcidos por intermitentes atentados, y a la obstinación de unas élites incapaces de adoptar un solo acuerdo en beneficio del pueblo.

Acaba de cumplirse el décimo año de la nueva era que pretendió ser instaurada en Irak. Uno, que ha vivido en Oriente Próximo y aún recuerda algunas cosas del modo en que se dirimen los asuntos ciudadanos por allí, sabe que, traspasados los límites de nuestros mundos occidentales, tan rápidos y oligárquicos, el tiempo ha de discurrir mucho más lentamente o todo estará condenado al caos. El empecinamiento en sincronizar nuestros rituales políticos con los suyos no conduce a nada positivo, sólo a la opresión, la tiranía, la muerte y la guerra. La primera enseñanza, por tanto, ha de ser: dejadles en paz, que ellos solos vayan arreglando sus propias cuestiones al ritmo que mejor les parezca. Pero, ¡ay!, tal disciplina es ajena a las cuentas de las petroleras y, con ellas, de los estados, quienes, con la obcecación que produce el dinero y el poder bélico, prefieren imponer “su” paz a golpes, así sea masacrando cualquier rastro de civilización y devolviendo a los pueblos al Neolítico.

viernes, 12 de abril de 2013

Dación en pago

El más audaz ejemplo de dación en pago me lo contó un empresario granadino durante una comida (magnífica) a los pies de Sierra Nevada. Mi interlocutor se había enriquecido, años ha, construyendo pisos y hoteles con ahínco, hasta que una oculta pasión por la metalurgia le llevó a levantar una fábrica en ciertos terrenos apartados de la mano del divino, demostrando con creces que, de suelo y edificaciones, sabía lo que no está escrito. “La fábrica es la segunda niña de mis ojos”, me dijo, por cuanto la primera era invariablemente su hija de corta edad, feliz fruto de unas segundas nupcias, y pese a los descalabros económicos que debía soportar a consecuencia de esta crisis que va a acabar con todo.

Huelga decir que, como constructor, tuvo buen cuidado en desentenderse a tiempo del asunto, oliéndose la que se venía encima. Pero el repertorio de sus anécdotas era, y es, abundante. “Entonces yo ganaba menos vendiendo pisos que cualquier inquilino especulando con el que me habían comprado a mí”, aseguraba. “Me di cuenta de la inminente debacle al ver la cara del director de mi sucursal discutiendo con un marroquí a quien había concedido una hipoteca, pese a no disponer de salario fijo. El magrebí resultó muy listo: vendió el piso en cuestión de días, se quedó con el dinero en vez de liquidar la cuenta pendiente y con esos euros compró una casa y montó un negocio en su país. Y aún le sobraría dinero para un buen coche o llevarse a la familia de vacaciones adonde se le antojase. Cuando el director le explicó que eso no era posible, el andoba le arrojó las llaves encima de la mesa, espetándole que se quedase con el piso porque él se volvía a Marruecos. Y vaya si se volvió. ¿Qué iba a hacer el director? ¿Irlo a buscar hasta allí? Al banco no le quedó otra que olvidarse de la hipoteca”.

Lo he titulado dación en pago, pero obviamente se trata de algo muy distinto. Esta anécdota me llevó a pensar dos cosas: una, que a los de siempre nos toca pagar tanto la avaricia de los bancos como la sinvergonzonería de muchos; y dos, que la anhelada dación en pago tendrá que ser el resultado de una sentencia judicial una vez que los políticos, si les da la gana, decidan promulgar una ley que permita a un ciudadano acogerse a procedimiento concursal (idea ésta que no es mía, figuraba en el programa electoral del PP, el mismo que escribieron cuando aún no argüían eso de “hacer lo que hay que hacer” y fingían pensar en la gente de la calle).