jueves, 30 de junio de 2011

Calor de verano

A la naturaleza le importa poco la crisis económica, el calentamiento global y cualquiera de los laberintos intrincados en los que acostumbramos a meternos los humanos, destructores con remordimientos como somos. Estos días de atrás un sol de justicia y el aire desértico nos han hecho sudar la gota gorda y conciliar un sueño plagado de referencias infernales. Tanto calor hacía. Y mientras esto sucedía bajo el cielo azul, en muchos lugares a la sombra se pensaba en volver arrancar el motorcillo del verano, ése que funciona a medio gas y sin mucha combustión. Total, como patéticamente se ha demostrado en un hemiciclo repleto de individuos que hablan para sí mismos, el país entero se encuentra detenido en un arcén desolado, el dinero que nos hemos gastado aún no lo hemos devuelto y todo lo más andamos intrigados con quienes se dicen indignados (por bien poca cosa nos creemos valientes). 

Supongo que aún estamos en la etapa de dirigir la vista a otra parte cuando oímos eso de los recortes y las reformas. Afectará a otros; se referirán a los aeropuertos vacíos y las líneas de AVE cerradas por falta de pasajeros, pensamos. Y no es verdad. Las reformas, como el sol del verano, nos van a achicharrar a todos aunque haya quienes se refresquen mejor por tener piscina en casa (o en un banco de Suiza). En mi opinión, los políticos, tan incapaces ellos, no han comprendido que las reformas a las que aluden de continuo es un vocablo que involucra también al sistema educativo (decepcionante), el sanitario (ruinoso), la apuesta por la tecnología y la industria (timorata), el rechazo a los pelotazos (de boquilla), y que algún preboste vaya a juicio, coño (lo del AVE cerrado por falta de uso es de juzgado de guardia). 

De momento, salvo la ciudadanía, que aguanta todo y sabe bien lo que le espera, el resto vive en la expectación de un Deus ex Machina que resuelva el entuerto. Yo les pediría que mirasen hacia los países que fortalecieron sus economías tras una crisis aplastante (caso de Suecia) e incluso hacia los que llevan décadas metidos en ella (caso de Japón). Hay mucho por hacer y más aún por recomponer. Dejen de hablar para sí mismos y sus agendas políticas. Comiencen a moverse, aunque sea verano. Sobre todo se lo pido al señor del puro y la barba que habla comiendo sopas y aburre hasta a los vencejos: que aclare lo que va a hacer cuando gane, porque parece que va ganar, que de eso de mandar al leonés a su casa ya se han encargado los demás. 


viernes, 24 de junio de 2011

Dos flechas

Dos flechas. Una hacia la izquierda. Otra hacia la derecha. En España, cuando los políticos desbarran para que les escuche la ciudadanía, todo se reduce a eso: ser de izquierdas o derechas. Punto final. Unos, los progresistas. Otros, los liberales. Las políticas sociales, culturales, frente a las políticas capitalistas, mercantiles. Y todos, absolutamente todos ellos, centrados. In medio, virtus.  Aquí, en Euskadi, la cosa es más complicada. Hay izquierda y hay derecha. Y también flechas apuntando hacia arriba y hacia abajo. Son flechas oblicuas. Que cada lector interprete su sentido: en el fondo, la política no es otra cosa que una enorme rosa de los vientos.

Al ciudadano lo que le importa no es el sentido u orientación de las flechas que van sesgando el curso de la vida. Lo que realmente le preocupa es que la flecha hacia adelante (la del futuro) sea más grande que la flecha hacia atrás (la del pasado). Estos tiempos de crisis se caracterizan por tener una flecha hacia adelante muy corta (poca perspectiva de futuro) y una flecha hacia atrás muy larga (enorme dependencia del pasado). 

Yo tengo la sensación de que la flecha del futuro ha desaparecido casi por completo. Por eso no hacemos sino mirar atrás. Los políticos, los artífices de la polaridad social, se echan los trastos unos a otros desde su izquierda y su derecha. Culparse es algo que hacen muy bien, mucho mejor que buscar soluciones. Pero al ciudadano esa reyerta no le supone nada: con ello no se paga la hipoteca. Además, tanto a nosotros, los ciudadanos, como a ellos, los políticos, nos sentaba de cine una flecha gruesa en el pasado, aunque con ello flaqueara el futuro. De este modo, la rosa de los vientos pasó a tener una cola enorme, y un frente raquítico: bien se diría que tiene forma de cometa, salvo en el hecho de que no avanza, está detenido en el firmamento, y mientras no arranque no podremos sentirnos felices nuevamente. Curiosa contradicción la nuestra: tanto como nos gusta hablar del futuro y qué fácil ha sido hacerlo enfermar sin que nadie moviese un dedo por evitarlo.

Recientemente se le ha pedido a una de las flechas predominantes que, por favor, ponga esto en marcha de nuevo. No tanto porque estemos convencidos de su capacidad, que no lo estamos, sino porque a veces un cambio viene bien, resulta bueno. Si es así o no, está por ver. Pero o echamos a andar pronto otra vez, o alguien vendrá a firmar la muerte definitiva de nuestro futuro.


viernes, 17 de junio de 2011

Desequilibrio

Pese a que me paso el día en las nubes, literalmente, avión va y avión viene, me siento agradecido de poder pisar las calles de numerosas ciudades (españolas y europeas) en estos tiempos que corren. Escucho opiniones de muchos lugares. Este miércoles conversaba con alguien que está participando con los acampados del 15M en Gijón. Durante varios, abundantes minutos, le anduve escuchando, asintiendo de continuo con la cabeza ante las muchas y juiciosas razones que alegaba para darle la vuelta a la situación que vivimos. Se necesita un cambio, decía. No puede seguir todo como hasta ahora, continuó. De este movimiento surgirá un nuevo sistema, concluyó.

Lo del cambio no lo tenía yo muy claro, al menos el cambio que me estaban tratando de explicar. ¿Cambiar significa que a partir de este momento dejaremos de vivir de prestado? De alguna manera es lo que estamos ya haciendo y la consecuencia es nítida: tenemos al país estancado, generando paro y más paro, más y más pobreza, sin rastro de una industria que desatasque la cañería principal ni tampoco de esa innovación que iba a sacarnos del atolladero.

Lo de no seguir como hasta ahora, obvio es. Pero el nuevo camino que se me estaba exponiendo me convencía poco o nada. De eso ya hablé algún otro viernes. Y, por último, el parangonado nuevo sistema se reducía a una clase política con sueldos bajos, sin prebendas ni beneficios, honestos y honrados y perfectos, idealistas, etc. Y ahí se armó la discusión. Los motivos bien fáciles son de entender.

Es evidente que hay que promover una regeneración política y no sólo política: también social. La calle está repleta de ciudadanos que han replicado, a menor escala, las actuaciones que, en su conjunto, nos han situado en la práctica quiebra del estado. Ayuntamientos, autonomías, ministerios… sí, por supuesto, pero también empresas (bancos y cajas de ahorros, principalmente) y muchos particulares. Ha sido un mal colectivo, generalizado: una borrachera de dinero prestado del que ignorábamos su procedencia. De ahí que la reforma de la sociedad deba ser profunda, completa, íntegra, y liderada (bien liderada) por políticos audaces, intensos, como los de antes (decida usted cuándo fue eso).

En fin. Vivimos tiempos de equilibrios difíciles. Somos funámbulos sobre un alambre tendido encima de un precipicio del que no se sabe dónde está situado su fondo. Pero allá abajo hace mucho, mucho frío. Por eso conviene llegar, como sea, al otro extremo.


viernes, 10 de junio de 2011

Calles sucias

Las calles que solamente transitan las personas parecen más limpias. Las calles concurridas por vehículos, que son prácticamente todas, son siempre calles muy sucias. Hay una suciedad que no consiste en colillas pisoteadas, ni papeles desperdigados, ni restos de botellas de plástico u otras suciedades. Recuerdo a unos jóvenes que arrojaron, sobre un seto, los bocatas que ni siquiera habían mordisqueado. Esa suciedad no es sucia: es una suciedad incívica, maleducada, pero se elimina fácilmente. Apenas perdura su rastro. Pero las improntas de los vehículos no desaparecerán jamás mientras transiten por nuestras calles.

Visto desde la lejanía, las carreteras y autopistas son un confinamiento de la suciedad automovilista, negra y ruidosa, en medio del silencio y limpieza de los campos. Por si no se han dado cuenta, es el ruido el origen de toda la suciedad. Donde hay ruido no hay pureza. El campo es limpio: allí suena el río, el viento, los pájaros y las hormigas, que nosotros no escuchamos. La carretera es un rumor extraño que quiere parecerse, sin conseguirlo, al trueno. Y es negra. Nos movemos encima de inmensas alfombras negras que almacenan, y expulsan, suciedad. En las ciudades, las alfombras se extienden de tal manera que todo lo llenan. Tras haber convertido las ciudades en tránsito de vehículos, cada pírrico metro cuadrado ganado a los coches nos parece una victoria inmensa.

En Amsterdam, desde donde les escribo, uno puede pasear por calles con personas. Cualquier rincón o plaza junto a un canal es un remanso con rumores solamente de aire, personas o ciclos (que no son como los coches, las bicicletas limpian las calles). Me ha vuelto a sorprender cómo uno de los centros urbanos más concurridos de Europa es, al mismo tiempo, uno de los más silenciosos y más limpios. Es normal. La presencia de los coches nos vuelve sucios y maleducados, sus ruidos han llegado hasta muy adentro de nuestra psique, trastornándola de tal modo que nos da lo mismo el suelo limpio que el suelo sucio: el negro del asfalto y el negro de los neumáticos nos han apartado de la imagen de calles hermosas y repletas de gente o flores solamente. En Amsterdam apenas se ven coches.

Ahora entiendo el gusto de la ciudadanía por salir a hacer senderos y patear montes o valles: buscan la limpieza del silencio, como los girasoles buscan el sol. Conscientemente o no, hay un hedor en nuestras calles que nos empuja hacia el lugar de donde una vez surgimos.


viernes, 3 de junio de 2011

Pepinos alemanes

El miércoles volé con Iberia hacia Asturias desde Madrid. En la portada de esa revista aérea con que te obsequian, tan prescindible que sólo aparecen lujos y esplendores, me topé con cuatro prestigiosos cocineros que, según parece, confeccionan los menús de quienes mucho pagan por un asiento (a los demás pronto nos colocarán de pie o apoyados en una barra: hacinados nos llevan; ya es delito que donde más incómodamente se viaje hoy en día sea en avión). No leí sino los grandes recuadros de las entrevistas a los chefs, deseoso como estaba de avanzar con mi lectura habitual: todos ellos alababan los productos españoles, su calidad, frescura, su buen nivel, su acertada combinación para explosionar en la boca… Y entonces me acordé de los pepinos y de los alemanes.

A mí no me consuela que haya bocazas en Alemania. Bocazas hay en todas partes y, por lo visto, el misterio de las “pajines” se reproduce incluso en países de seria compostura como aquel. Pero sí me molesta, y mucho, que pasen estas cosas de echarle la culpa a los pepinos españoles de la bacteria E-coli y a nadie se le caiga la cara de vergüenza. Leo las reacciones: ¿exigir responsabilidades? Eso por descontado, aunque no se sepa muy bien en qué se traduce tal cosa ¿Dimisiones? Qué iluso soy. ¿Cooperación para arreglar el desaguisado? Ya están tardando. ¿Una cumbre, una reunión, un loquesea? Veremos qué pasa. Pero mientras llegan las claves políticas, en las otras claves, las sociales, hace ya tiempo que se enarbolaron las lanzas que traspasaron nuestro corazón agrícola.

Es el colmo, un colmo aburrido ya, que cada vez que aparece una bacteria, nueva o vieja, o un virus nuevo, o un bicho distinto, se hable de los miles o millones de posibles víctimas que van a morir. Aún estoy esperando el recuento del holocausto titulado “gripe A”. Menuda patraña, como tantas. Y en todas siempre se busca un culpable. Sin culpable no hay anuncio ni información posible. Hemos llegado a un momento de la Historia en que se puede señalar tranquilamente a cualquiera con el dedo para convertirlo en chivo expiatorio de los propios pecados. Cuando los ignorantes ejercen su dictadura mucho coraje hay que tener para decirles que se metan sus voces donde les quepa. Y más coraje se necesita para denunciar a los medios arracimados que intoxican para vender más. 

Pepinos… Menuda tiparraca la tal Cornelia Storck: así la mandasen a casa a llorar el despido fulminante por culpa de su idiotez (cosa que entra sin bacterias de por medio). Y menudo ejemplo que estamos dando en esta desgastada UE a la que cualquier crisis desborda.