viernes, 16 de septiembre de 2011

Agresiones lingüísticas

Hoy tengo ganas de adentrarme en aguas procelosas. Lo supe el pasado 11 de septiembre, infausta fecha, al olvidarme de la Diada de Cataluña. En realidad, me cuesta poco olvidarme de ciertos acontecimientos que hablan de insurgencia, donde el victimismo campa por sus respetos y el independentismo resuena con estridencia. 

No sé cuántos meses llevamos oyendo hablar de la desvergüenza de cierto Tribunal Superior por querer hacer cumplir la ley. En realidad da lo mismo: otros años la han tomado con el Constitucional; cada vez aparece un culpable distinto. Sabido es que a los políticos les encanta acatar las sentencias que les son favorables. Las que no lo, los convierten en niñatos terribles, comportándose ante ellas como la pandilla de irresponsables y caprichosos que son. Es lo que tiene actuar como si todos los poderes estatales dimanasen de sus propias entrañas.

Este asunto de la “inmersión lingüística” no es sino una componenda establecida por algunos para evitar que el castellano sea lengua vehicular junto con el catalán o el euskera. Años atrás los políticos audaces callaban ante esta ilegalidad asumida: mejor no meneallo, Pero ahora, con la creciente vocinglería, se pretende oficializar el contenido de esa absurda incontinencia verbal que otrora se reducía a los actos nacionalistas. Por eso actúan los tribunales y por eso se los acusa de ser agresores de la identidad y lo autóctono.  

No sé qué tiene de malo establecer clara y nítidamente una vida social basada en la convivencia vehicular del castellano con la lengua propia. Y no solamente en la enseñanza, donde tendría que imponerse también el inglés como vehicular, algo que ya sucede en muchos colegios bilingües y trilingües, algunos públicos y otros privados entre cuyos alumnos se encuentran los hijos de muchos de nuestros prebostes: hipocresía al poder (así es la política de apariencias y ficciones que nos gobierna y así van las cosas). Frente a la sensatez y la responsabilidad de la calle, resignados como estamos ya a prácticamente cualquier cosa, los despachos oficiales responden airadamente, emprendiéndola contra quienes están obligados a velar por las leyes y su aplicación. De ese modo se mantiene el rumor de la España que oprime y centraliza, dotando a tamaña desfachatez de una gravedad tan lesiva como injusta. De ese modo se extiende el placebo que permite narcotizar a la calle, no sea que los ciudadanos un buen día pregunten a cuánto asciende la factura.