viernes, 30 de septiembre de 2011

Recorta, que algo queda

En Cataluña hay un tonto que propone recortar la mitad de la paga extra navideña a médicos y enfermeros y resto de personal sanitario. Ese tonto es el presidente de la Generalitat, aunque sospecho que la idea proviene de algún consejero o director general convincente. Similar boutade ya se le ocurrió al primer ministro portugués recientemente elegido para llevar las riendas de su país y parece que la cosa ha calado en los oídos de politicastros que, sin recortarse ellos un ápice de sus emolumentos y dietas y dispendios, sueñan cada noche con unas enormes tijeras capaces de cortar aquí y allá, hasta liberar la opresión de este negrísimo presente que, cernido sobre nuestras cabezas, no desea irse a ninguna otra parte. 

Ante nuestra impasibilidad, nos recortaron las pensiones (no las suyas). Recortaron los sueldos (se olvidaron de sus dietas). Y ahora recortan a las personas con dependencia, recortan a las escuelas y a las residencias de la tercera edad. ¡Bien se olvidan de lo que les da la gana! A nadie he oído yo prometer cerrar la inutilidad ésa del Senado o hablar de cómo eliminar definitivamente buena parte del inmenso fraude fiscal existente. Nos estrujan a los honrados, como es habitual.

Qué desconcertados no estarán estos tontos gobernantes nuestros cuando ya hablan abiertamente de tocarnos sueldo, jubilación y turrón. Por favor, ¿quiere alguien recordarles que son ellos y sus manirrotas veleidades las causantes del estropicio que nos amarga la existencia? ¿Quiere alguien recordarles que los ancianos, niños y enfermos no gestionaron las millonarias cuentas de sus presupuestos? Y si no ando muy equivocado, ¿quiere alguien explicarles que sus patriotismos victimistas empiezan a cansarnos porque al final a quien acaban siempre jodiendo, con perdón, es a los de siempre? Menos improvisación trágica y más sensatez. Hay muchos, muchísimos otros capítulos en los presupuestos donde recortar. Mucha burocracia inútil que eliminar (hasta siete niveles administrativos, que se dice pronto). Mucho inútil que echar a patadas de la cosa pública, cuando no sentar en el banquillo. 

Ellos recortan y recortan, unos anunciando recortes de risa y otros no-anunciando sus recortes ocultos. La tijera se ha adueñado de sus pesadillas. La sienten cada noche en el gaznate. Tan obsesionados están con ella que han dejado de advertir el silbido guillotinesco que suena en la plaza pública hacia donde creen dirigirse mansos, en olor de multitud.


Nota: Diario Vasco creyó ofensivo y poco alineado con su estilo editorial eso de llamar tonto a Artur Mas. Por este motivo en la edición impresa se habla de un tipo que ha anunciado recortes, y de que tal cosa es una tonta idea.

viernes, 23 de septiembre de 2011

Moteros (y 2)

Hace algún tiempo escribí una columna sobre moteros que levantó ampollas. Y todo porque dije que unos moteros sobre dos ruedas me adelantaron indebida y arriesgadamente en el puerto de Tornos. Hoy, tiempo después, vuelvo a escribir sobre motos. Con similitudes y diferencias. Por ejemplo, que hoy en día yo también soy motero, de una 600 cc que uso a diario, así llueva o truene o hiele o caiga el sol a plomo. Otro ejemplo, que sigo pensando lo mismo sobre las locuras de quienes ven las carreteras como un circuito GP. 

Estuve este lunes pasado en una jornada sobre seguridad vial en Madrid. Uno de los ponentes fue el director general de carreteras de la Generalitat. Dijo cosas muy interesantes sobre la casuística de accidentes sobre el asfalto: mientras la siniestralidad en coches ha disminuido rápidamente, la de las motos ha aumentado alarmantemente. En el turno de preguntas alguien inquirió sobre este dato en particular. Y el señor director, ni corto ni perezoso, se desquitó diciendo que, en su opinión, si se inventase ahora la motocicleta, debería prohibirse su circulación. Como lo cuento.

Son curiosos personajes los directores generales del asfalto, cortados con el mismo patrón intervencionista y liberticida, y para quienes los conductores somos todos unos tipos sospechosos a quienes conviene imponer cuantas más prohibiciones mejor. Pero no menos curiosos son ciertos moteros, cuya exposición al riesgo evoluciona temerariamente junto a su actitud sobre las dos ruedas. Los conductores de automóviles vienen demostrando una creciente prudencia vial, posiblemente catalizada por la dureza de las sanciones. Pero no parece que ésta sea la tónica cuando se trata de estacionar el coche y subirse a los mandos de la moto. 

La última vez que hice una ruta acompañado de otro motero, éste me confesó que había abandonado su moto de siempre al ver caer uno tras otro a sus compañeros de carretera. Estaban acostumbrados a alcanzar los 240 km/h sobre poderosas máquinas y trazar las curvas en volandas, sobre el viento. Pero, trágicas palabras, sentía miedo de ser el siguiente. Vendió su R y se compró una custom.

Mientras tanto, yo voy haciendo rutas en solitario. Por supuesto, me gusta darle gas a veces, y serpentear los trazados, y sentir la lluvia afilada sobre el casco. Jamás convenzo a mi rodilla de que vaya rozando el suelo, ni que el puerto de Tornos sea el circuito de Cheste. Y confío en no engrosar la tétrica estadística mortuoria que he mencionado.

viernes, 16 de septiembre de 2011

Agresiones lingüísticas

Hoy tengo ganas de adentrarme en aguas procelosas. Lo supe el pasado 11 de septiembre, infausta fecha, al olvidarme de la Diada de Cataluña. En realidad, me cuesta poco olvidarme de ciertos acontecimientos que hablan de insurgencia, donde el victimismo campa por sus respetos y el independentismo resuena con estridencia. 

No sé cuántos meses llevamos oyendo hablar de la desvergüenza de cierto Tribunal Superior por querer hacer cumplir la ley. En realidad da lo mismo: otros años la han tomado con el Constitucional; cada vez aparece un culpable distinto. Sabido es que a los políticos les encanta acatar las sentencias que les son favorables. Las que no lo, los convierten en niñatos terribles, comportándose ante ellas como la pandilla de irresponsables y caprichosos que son. Es lo que tiene actuar como si todos los poderes estatales dimanasen de sus propias entrañas.

Este asunto de la “inmersión lingüística” no es sino una componenda establecida por algunos para evitar que el castellano sea lengua vehicular junto con el catalán o el euskera. Años atrás los políticos audaces callaban ante esta ilegalidad asumida: mejor no meneallo, Pero ahora, con la creciente vocinglería, se pretende oficializar el contenido de esa absurda incontinencia verbal que otrora se reducía a los actos nacionalistas. Por eso actúan los tribunales y por eso se los acusa de ser agresores de la identidad y lo autóctono.  

No sé qué tiene de malo establecer clara y nítidamente una vida social basada en la convivencia vehicular del castellano con la lengua propia. Y no solamente en la enseñanza, donde tendría que imponerse también el inglés como vehicular, algo que ya sucede en muchos colegios bilingües y trilingües, algunos públicos y otros privados entre cuyos alumnos se encuentran los hijos de muchos de nuestros prebostes: hipocresía al poder (así es la política de apariencias y ficciones que nos gobierna y así van las cosas). Frente a la sensatez y la responsabilidad de la calle, resignados como estamos ya a prácticamente cualquier cosa, los despachos oficiales responden airadamente, emprendiéndola contra quienes están obligados a velar por las leyes y su aplicación. De ese modo se mantiene el rumor de la España que oprime y centraliza, dotando a tamaña desfachatez de una gravedad tan lesiva como injusta. De ese modo se extiende el placebo que permite narcotizar a la calle, no sea que los ciudadanos un buen día pregunten a cuánto asciende la factura.

viernes, 9 de septiembre de 2011

60%

Para que nadie me acuse de ser poco técnico: la reforma española aprobada recientemente en el Senado impone el límite de la deuda en el 60% sobre el PIB. No pienso escribir una sola cifra más en toda esta columna. 

A mí, personalmente, esta reforma no me importa ni por su contenido ni por cómo se ha llevado a cabo. Me importa porque evidencia que no podemos fiarnos de los políticos. Da lo mismo que se redacte una ley, un acompañamiento, un artículo constitucional: frases todas ellas que se pueden incumplir. En el caso que nos ocupa algo me dice que se incumplirá y que será escaso o nulo el perjuicio para el incumplidor (yo hubiese incluido una apostilla a lo Warren Buffet: que en el momento en que se supere ese porcentaje, toda la clase política quede inhabilitada de por vida para el ejercicio de la función pública, con pérdida total de los beneficios alcanzados). 

Está claro que manejar el dinero de otros, sea del contribuyente o de los mercados, no es trabajo para cualquiera. Lo sencillo es llenar una ciudad de universidades, de polideportivos, de AVEs: los ciudadanos quedaremos encantadísimos y pensaremos eso de “pero qué bien se emplea nuestro dinero”. Pero si no nos explican que ese dinero es prestado, y que para devolverlo conviene invertir en producción y generación de riqueza, y no en comodidad y lujo, estaremos ciegos ante el cataclismo que se avecine antes o después.

En los políticos delegamos la ciudadanía la gestión de la cosa que es de todos. Por eso produce tanta pena pensar que para frenar su irresponsabilidad la única solución pase por regularse a sí mismos. Como lamentable es que introduzcan el patetismo en la Carta Magna y se queden tan anchos creyendo haber reaccionado ante los prestamistas al pergeñar en dos tardes una propuesta llamada a expiar culpas actuales y pasadas (cosa que no es cierta, por otra parte, y de hecho es algo que no han logrado). 

El paradigma del desgobierno se autorretrata en ese 60% de no sé qué artículo de la Constitución (nunca la he leído entera). Por eso no discuto que sea o no necesario. Lo que sí afirmo es que se trata de otro pasito más por este camino de mediocridad e irresponsabilidad que venimos transitando desde hace 30 años, cuando, de repente, nos volvimos todos ricos. Ahora ya lo sé: hubiera preferido seguir siendo pobre para que mi hijo no lo sea cuando tenga mi edad. Porque lo será y a mí no me quedará otra que avergonzarme, como ciudadano, de mi torpe ceguera. Pero nunca más.