jueves, 18 de diciembre de 2008

Queco


Hoy cumples cuatro añitos, y en cada uno de ellos, y en cada uno de tus días, no he encontrado en ti sino el más tierno milagro. Hace mucho tiempo, demasiado tiempo, dejé de creer en ellos. Ahora, sin embargo, no hay día que transcurra sin que mi predicamento resuene con orgullo.
Tampoco imaginas el modo en que has cambiado mi vida. Eres aún muy pequeñito y no sabes de esas cosas. O quizás sí, pero no te das cuenta, porque lo que te apremia es jugar, aprender y gozar, y lo demás son asuntos que pueden esperar. Contigo, por ejemplo, he vuelto a descubrir al tigre de mentira que se aposta en la ventana, y al que solamente se puede hacer huir con una vara imaginaria en la mano. Yo nunca antes había visto al tigre malo, y si alguna vez lo hice, se me había ya olvidado. Como había olvidado lo que significa llorar, honda y profundamente, desde el corazón y el alma. Como lloro, con gusto y a raudales, cada vez que te dejo en el cole y las lágrimas de pena asoman por tus ojitos. Parece que no, pero tiene su significado intenso y preciso, al menos en lo que a mí concierne, que de repente hayas abierto mis ojos así, de par en par.
Hay tanta magia en tu caminar, y es tan bonito lo que de ella se desprende, que casi saberte creciendo es lo que más me duele en la vida. Porque, si lo pienso egoístamente, quisiera que siempre fueses pequeño. Para que continuases dándome mordisquitos en la nariz cuando me digas que me quieres. O finjas con ternura un refunfuñante enfado que, acto seguido, y por sorpresa, se convierte en abrazo y risas. Bien sé que has de crecer y recorrer otras sendas. Yo estaré en ellas, no para guiarte, pero sí acaso pendiente, echándote un ojo de tanto en cuando. No sé lo que la vida ha de depararte. Ojalá lo supiera. Mi destino creo que se acaba en mi empeño por educarte para que seas un gran hombre. Mucho mejor hombre de lo que yo he sido. Para que un buen día descubras que tu padre siempre sintió un orgullo precioso por tenerte como hijo. Acaso también para que tú, algún día, te enorgullezcas de todo cuanto una vez pude darte.
Y perdóname por no saber hacerlo mejor. Y mis ausencias y mis dejaciones. No me las tengas muy en cuenta. Tengo mi alma encerrada dentro de tu cariño y, cuando no te veo con mis ojos, ni te oigo con mis oídos, me siento perdido. Los mayores, al perdernos, siquiera por un rato, somos difíciles de entender. Ya lo irás descubriendo. De momento no te preocupes. Hoy es día de juegos y de cantarte que cumplas muchos más. Y para mí es día de decirlo, gozoso, al mundo entero. Las veces que haga falta. Ya saben, quienes aquí me vienen leyendo, que no sé vivir sin ti. Lo que no saben es cuánta vida tengo solamente porque tú me la has entregado.

viernes, 12 de diciembre de 2008

Nieves rojas


A mi regreso del puente, he disfrutado el asombro de una meseta castellana sembrada de blanco níveo. Bajo la luna creciente, sobre los sembrados, y también sobre las hojas perennes, la nieve caída parecía esperar a ser desmotada. Y ante este cuadro de poetas y lienzos que huelen a navidad, fue transcurriendo mi viaje.
Lo inicié con una reflexión, otra más, una de muchas, sobre el horror y el padecimiento sufridos en Euskadi no hace tantos días. No un horror nuevo. Ni un padecimiento nuevo. Lo sé. Pero trato de afrontarlo como si se tratase de un terror recién nacido, no sea que en nuestra habituación encuentre acomodo. Para las familias que padecen sus consecuencias, el horror solamente tiene una palabra. Para quienes observamos el sufrimiento, ha de ser tan pesaroso como lo fue aquél cuyo primer zarpazo aparece aún en  las hemerotecas. De tal cualidad es la condición humana. Nuestras pérdidas son intensas y nada las repara. Bien podríamos decir eso mismo de la condición social. Si permitimos que el horror se convierta en hábito, acabará apelmazado como nieve caída. Y entonces nos limitaremos a pisar por encima con cuidado, para no resbalar.
Se me antoja extraña la proliferación de opiniones políticas, y no políticas, que miran, desde el silencio y la cohabitación, el estigma de terror y miedo que, de tanto en cuando, aparece en este país. Ese silencio parece rehuir tanto el rechazo, que es nuestro dicterio y escupitajo ante el terror, como el aplauso, con los que honramos a nuestras víctimas. Qué extraña vida ésa. Silenciarlo todo ora por costumbre, ora por recelo. Y qué extraña libertad ésta. Parece extraída de un relato del far-west, cuando los hombres usaban armas en un mundo sin ley.
El nuestro, en pleno siglo XXI (conviene recordarlo), está ubicado en la vanguardia del planeta (conviene no olvidarlo). No es un mundo sin ley. Ésta nos sobrevino, de repente, hace exactamente 30 años. Y fue escrita en una colección de artículos que llamamos Constitución. La escribieron ciudadanos nacidos nuevamente en la libertad. A la postre, parece que solamente ha servido para emancipar las disonancias del núcleo familiar, desde donde se les dio a éstas la oportunidad de ser libres. Y digo parece, porque la realidad es más profunda, pero no demasiado más. Y esa ley que, desde hace 30 años, proclama libertades, aún se las tiene que ver con matones que especulan sobre sí mismos amarrados al vergonzante lenguaje del terror. Y con silencios. Y con desvergüenzas. Incluso con proclamas políticas de dudosa legalidad. La Constitución es esa vasta región de tierras por donde transitamos. El terror, nieve sobre la tierra fértil. Pero no una nieve blanca. Sino una nieve sucia y muy roja. 

viernes, 28 de noviembre de 2008

Fríos de invierno



Hemos visto caer los primeros copos de nieve, blandos y húmedos sobre el parabrisas, como quien ve caer, despacito, el frío. Han impregnado de lluvia sólida las aceras y las calzadas. Y sabido es que, a estas alturas del año, cuando las luces de navidad ya aparecen en nuestras calles, cualquier masa de aire polar queda perfectamente caracterizada con el símbolo del copo de nieve. Como invierno.
Así como el otoño me entristece, tiene el invierno, para mí, un no-sé-qué de encogimiento de hombros. De algo irremediable. De resignación. De rutinario abrigo al salir de casa y silencios por la calle. Se habla menos al caminar, y eso tiene cumplido reflejo en el tránsito diario. Los semblantes de las gentes se vuelven austeros y duros, y parece que solamente hubiese ganas de llegar a casa. No quedan deseos de contemplar lo que pasa en el mundo, acaso porque no hay nada demasiado digno de verse. Salvo lo excepcional. Allá en mi añorada Escocia, pasé inviernos de esos que se ven en las postales. Y en mi pueblo, los inviernos eran espartanos, de campos silenciosos y humaredas de roble en las chimeneas. Los inviernos en las ciudades, en cambio, son feos. Feos y fríos. Y ante esa fealdad gélida solamente cabe la resignación.
No diré que el invierno que se avecina es más duro que los anteriores. Me niego a derramar más reflexiones sobre el virus financiero, colado en nuestras venas por culpa de los de siempre. Sí he pensado que el invierno, aún por llegar y tan presente casi, cobra pleno sentido como reflexión. De este modo le acompaño a usted en su silencio de frío, y dejo a un lado el pesimismo y los vaticinios negros y el frío coyuntural y el cambio climático. Ante todo, conviene siempre marcar bien las prioridades.
Porque el frío, querido lector, muchas veces lo llevamos dentro. Y cuando se mete dentro, nos envejece y convierte en herrumbre mucho antes de lo debido. Es ley de vida envejecer, sí, pero no existe ley alguna que nos obligue a vivir en un perpetuo frío de invierno. Los niños, por ejemplo, con sus deditos de duende, con esos ojos que te miran desde el fondo de sus letras, no saben de esas cosas, ni de fríos ni de lamentaciones. Su alegría, cuando se derrama la nieve en el corazón, debería curarnos. Pero no nos cura. Acaso porque no queremos. Vemos caer los primeros copos y pensamos, no sin amargura, que poco importa lo mucho que trabajemos y nos esforcemos. Al final siempre nos abate el invierno.
No es bonito que llegue el frío con anticipación. Sirve para esos reportajes lindos en el telediario. Pero obliga a usar cadenas, a muchos deja varados en las cunetas, y desalienta el aliento que se escapa de la boca. Resignación. Menos mal que, hace mucho, inventamos eso de la navidad…

viernes, 21 de noviembre de 2008

Solbes, apagado



Ahora toca frivolizar con esto de la crisis. Una crisis que, dicen los expertos, es muy compleja. Cuando en realidad es bastante sencilla de entender. Me remito a una columna que escribí a primeros de octubre. Digo esto por contextualizar, que se dice ahora.
Decía que toca airear frivolidades. Como en el Financial Times, donde publican una noticia de la que ya casi todos hablan. Me refiero, claro está, a esa extraña puntuación de ministros de economía de la zona euro. Donde tan mal parado sale nuestro entrañable Solbes. Digo nuestro, aunque últimamente parezca el enemigo. Y digo entrañable, aunque últimamente tenga cara de asco. Pero oiga, es el nuestro. España, de momento, se escribe por ahí fuera con una única palabra. Y decrépito, enemistado, o apagado, sigue siendo el nuestro.
Supongo que conviene salir en su defensa. ¿Por qué no? No vamos a dejarnos intimidar por ese periodicucho que, pásmese, ha situado en cabeza a un jovenzazo aprendiz de ministro de economía. Solamente 37 años que tiene el encumbrado, oiga. Y es de Finlandia. Pues que se ande con ojo, que a esa edad yo me las tuve que ver con ciertas brujerías y no fue sino hasta hace poco que pude, finalmente, reír a mandíbula batiente. Digo yo que ser ministro de finanzas en un país tan moderno y próspero, donde hace un frío de aúpa, es más fácil que a orillas del Mare Nostrum. Allí las crisis han de afectarles, forzosamente, poco. A poco que les suban el carburante, se mueren todos de frío en invierno.
Por eso, pienso, que de tener algún mérito el niñato ése de Finlandia, no es otro que haber conseguido que allá interiorizasen bien lo del euro. Si recuerdan, fue éste el motivo de la bronca que nos largó una buena tarde el entrañablemente apagado Solbes, cuando aún no daba cabezadas queriendo sestear esta crisis. Si le hubiésemos hecho más caso, no tendríamos ahora tanto paro, ni gritaríamos contra los neocons, ni le tendríamos miedo a la hipoteca, ni se reunirían los presidentes G20+ZP a enseñarnos lo que hubo de ser el capitalismo y nunca fue. De haberle hecho caso a Solbes, de no soltar esas propinas escandalosas, usted y yo y el otro podríamos enorgullecernos ahora de ministro de economía.
Todos, sí, menos los banqueros. Esos tipos que se fueron a decirle a ZP que no se les puede dejar solos. Que necesitan vigilancia. Que les controlemos porque si no ya saben lo que pasa: se cargan la economía planetaria de un plumazo. Que a ellos les va eso de un sopapo a tiempo. Pobres. Luego, para consolar su llanto, va nuestro apagado ministro y les inyecta chorrocientos millones de euros para que a usted, como a mí, sigan negándonos un préstamo. Ya les vale. Y Solbes, bostezando, apagado por la noche eterna de Finlandia.

viernes, 14 de noviembre de 2008

Semana de Ciencia


Sobre un escenario iluminado por una luz muy blanca, descansan tres sillas. Aparece un hombre vestido de negro, con guantes blancos y la cara pintada de blanco inmaculado. No hace ruido, ni habla. Gesticula y se mueve. Juega con las sillas, fingiendo volar en un avión. Juega con la escena, fingiendo ser muchos personajes. Juega con la luz, fingiendo escaparse de una caja inexistente. Habla con el silencio, y actúa con enseres que no hay pero que todos parecen ver. Carlos Martínez, el hombre del escenario, ejerce su maestría de mimo inaugurando una feria científica.
No hay una sola manera de comunicar la cultura de la ciencia. No podría existir una sola manera, dada la inmensidad del conocimiento científico, tan profundo y complejo que parece inalcanzable. Ya hay rutinarias exposiciones de principios muy básicos (casi de texto escolar) en los museos y en la mayoría de los eventos al uso. Como científico, pero también como enamorado del arte, pienso que conviene contraponer a estas realidades lo que el propio ser humano es. Lo que produce y entrega a otros. La ciencia no es sino una evidencia creativa de cómo los seres humanos aprendemos a lo largo de nuestra evolución animal. No la única. Importante, al igual que todas.
Por eso aquí, donde vivo, quisimos iniciar nuestra feria científica con ballet. Con mimo. Con orfeones. Y la concluimos con un concierto de rock. Hicimos, al principio y al final, todo eso que aparentemente nada tiene que ver con el hecho científico. Despojando a la ciencia de ropajes inhumanos. Evitando esa maraña inmensa de fórmulas y enseres que, seamos prácticos, a muy pocos interesa. Era importante mostrar que a un científico le gusta el teatro, como a usted, y el ballet, como a usted también, y un concierto de rock. Haciéndolo, disipamos la desconfianza hacia las cuestiones lejanas producidas por el pensamiento complejo.
Muchas veces he hablado de mezclar ciencia y arte. De devolver al propio ser humano los productos de su intelectualidad, que parecen escaparse hacia las estratosferas del entendimiento. Y de cómo es importante que la ciencia beba de los vientos del arte, como el arte bebe continuamente los de la ciencia. Porque el arte ha evolucionado, produciendo obras que solamente en un taller artístico dominado por la tecnología y la ciencia se pueden producir.
Ahora no me dedico a eso de divulgar la ciencia. Lo hago discrecionalmente y por placer personal, para seguir demostrando a muchos la humareda de sus propuestas. Y para decirle a usted que, si acude en esta semana de la ciencia a participar en cualquiera de sus actos, vaya predispuesto con alguna de las premisas anteriores. Tengo la certeza de que los disfrutará con una muy acertada sensibilidad

viernes, 31 de octubre de 2008

Nabos y calabazas


  
De una u otra manera, usted celebrará eso del Halloween en la noche del 31 de octubre. Ya saben, la pagana fiesta celta. La misma con que concluían el verano, pues los celtas irlandeses no conocían sino dos estaciones, como en Burgos. Y, además, creían también los celtas que, en tan señalada fecha, los espíritus salían de sus tumbas para devorar las almas de los vivos. Así, en plan zombie. Por eso los celtas decoraban las casas con pintadas horrendas, en plan “gore”, para que los muertos al pasar se asustasen mucho y les dejasen en paz. Hoy, gracias a Drácula, a George A. Romero y a la película REC, todos sabemos que tal cosa es una barbaridad, pues a los muertos que salen de sus tumbas no les detiene ni el cambio climático.
Para los creyentes, esta fiesta coincide con la víspera de Todos los Santos, justo lo que precisamente significa la palabreja Halloween. Cómo no iba a coincidir. La iglesia, amén de levantar monasterios, templos y catedrales, en los primeros años de su historia se dedicó a refundar, con no poco acierto, fiestas paganas en celebraciones litúrgicas. Y ésta tan divertida del final del verano celta, fue una de ellas, a la que, con el tiempo, innovó mucho introduciendo la costumbre de disfrazarse de muerto o cosa igualmente espantosa. Aunque, a tenor de las actuales modernidades, de poco ha servido el prolongado imperio eclesial. Otro imperio más poderoso, y mucho más capitalista, el norteamericano, refundó también la fiesta, justo antes del Crack del 29, convirtiéndola en más bonita, con niños disfrazados de cosas graciosas, calabazas con velas dentro, dulces, tratos, trucos y toda esa parafernalia que vemos, machaconamente, en las películas de Hollywood. Luego, una vez bien refundada, nos la vendió al viejo continente, como si nunca hubiese sido nuestra. Resulta perplejo lo mucho que odiamos a los yanquis y cómo asimilamos, sin que se nos caiga la cara de vergüenza, todas sus propuestas más tontas. Lo que hace el cine, oiga.
De manera que usted celebrará el Halloween, claro que sí. Sobre todo si tiene hijos, a quienes disfrazará de esqueleto o drácula o fantasma, que siempre ha sido gracioso disfrazar a los críos de algo, porque a los adultos nos da corte, a menos que sean carnavales. Y si no tiene retoños, no se preocupe. En cada pub y en cada discoteca encontrará propuestas para conmemorar la leyenda celta, aunque ya no suene a gaita sino a calabaza. Porque si, realmente sonase a celta, en lugar de vaciar calabazas nos dedicaríamos a vaciar nabos. Fue dentro de un nabo donde, según la leyenda, un pobre desdichado metió un carboncillo para iluminar su recorrido por el limbo oscuro al que había sido condenado. Y sepan que se iba comiendo el nabo.

viernes, 17 de octubre de 2008

Sostenibilidad



Les escribo sobre un huerto en un pueblo abandonado, donde, por primavera, aún florecen un cerezo y un pequeño guindo. Antaño, cuando los labriegos aún tenían fuerzas para cavar la tierra con el azadón, el huerto amanecía siempre precioso, con lustre de aseo y esmero, y el sol resplandecía sobre unos surcos bien trazados, rectos y firmes. El pueblucho donde se ubica este huerto es diminuto, desconocido, e idénticamente marchito. Tiene corrales y establos abatidos por la lluvia, casonas solariegas deshabitadas, callejones transidos de silencio y un puñado escaso de chimeneas que no expulsan humos viejos y grises.
A nadie parece importar el transcurrir solitario de este huerto, como si el ocaso silencioso de su vida pudiera resumirse en hojas amarillentas de calendario que caen, laxamente, sobre lumbres viejas y grises, extintas ya hace mucho. El pueblo, si es vetusto, lo es por esta razón, que no por ninguna otra. No es extraño que el tiempo lo haya dejado anclado en el pasado de por vida. Las grandes urbes y la cotidianeidad de la vida, la misma que todos conocemos, han ahogado por completo el antiguo rumor de campesinos, labranza, pastoreo, ganados y tradiciones. Ya sólo queda, de todo aquello, un son triste y delicado, un cántico incrustado en la tierra, cuya tonada habla de silencio, muerte y olvido.
Quienes estaban acostumbrados a escuchar esta canción como uno más de los rumores del campo, hace tiempo que tienen olvidado su significado, como olvidado se encuentra el pueblucho. El cántico ya sólo es perceptible por las cosas inertes y las vidas irracionales. Esos acordes de viento entre flores, de murmullos de fuente, de rayos de sol sobre la mies, ya no son imprescindibles.
Dicen que hubo una época en que los campos reverdecían con puntualidad cada primavera. En que las casonas solariegas parecían sonreír con el devenir de las familias que en ellas moraban. En que las calles aparecían siempre atestadas de gañanes, arados, carromatos y cencerros. Dicen que hubo una época, justamente esa época, en que el pueblo albergaba vida, y no muerte. Como la última de las conciencias vivas se extinguió, ya sólo los campos y los árboles recuerdan que el pueblo existe, aunque siga despoblado.
Hoy es como si el olvido lo despertase cotidianamente de un lánguido sueño que se extingue con el albor de cada día. El mismo albor que, de mañana, ilumina el huerto desaseado e infecundo, donde florecen un cerezo y un pequeño guindo, de blancas flores y ramas cimbreadas por el viento.

viernes, 10 de octubre de 2008

Entender la crisis

La explosión de la burbuja Internet hizo que, en 2001, en Estados Unidos se bajase en dos años el precio del dinero del 6,5% al 1%. Esto produjo una embriaguez insultante en el mercado inmobiliario. En 10 años, el precio de las viviendas se multiplicó por dos. Los bancos daban préstamos a bajo interés. Para compensar estos bajos beneficios, decidieron aumentar el número de hipotecas. Y empezaron a conceder créditos a gente de supuesto riesgo, por un valor superior al de las viviendas adquiridas: el boom inmobiliario todo lo revalorizaba en cuestión de meses. La gente pagaba las hipotecas, se compraba un coche, hacían reformas, se iban de vacaciones. Y si necesitaban dinero, vendían su casa. Un mundo feliz.
Con tanto préstamo, a los bancos se les acabó el dinero. Y acudieron a bancos extranjeros para que les prestasen el dinero que les faltaba. El dinero de mi nómina comenzó a ser invertido en un banco de Texas para que éste lo prestase a un cliente de hipotecas subprime. El presi de mi banco sólo sabe que tiene inversiones en un banco importante de Estados Unidos. Otro mundo feliz.
Esta ingeniería financiera incumple muchas normas internacionales. Y en lugar de hacer las cosas bien, los del dinero se inventaron magia financiera para limpiar la cara de los bancos y crear fondos fantasmagóricos. Pero los de mi banco siguen saliendo en prensa hablando con orgullo de sus inversiones internacionales, de las que en realidad no tienen la más mínima idea. Y todo por creer que el mercado inmobiliario jamás dejaría de crecer. O eso creían.
En 2007 los precios de las viviendas se desploman. Muchos dejan de pagar sus hipotecas. Todo el montaje se va hundiendo y un día, el director de mi sucursal me llama para decir que se esfumó el fondo de inversión. Los bancos, conocedores de la porquería que adquirieron en sus negocios internacionales, desconfían unos de otros. Se prestan el dinero entre ellos cada vez más caro. El Euribor sube. Los bancos dejan de conceder hipotecas. Las constructoras no venden. Los bancos venden sus participaciones en empresas, venden sus edificios, hacen campañas con inmejorables condiciones para mi dinero. Mi hipoteca ya está por las nubes. Por eso voy menos al hipermercado y, cuando voy, dejo de comprar mantequilla de calidad. El hipermercado le compra menos al proveedor de mantequilla. El proveedor de mantequilla de calidad comienza a despedir trabajadores. Aumenta el paro.
Y lo peor. Nadie sabe aún cuál es la magnitud de la crisis. Los políticos aparecen en la tele con cara de panolis. Mi banco, que era decente y de toda la vida, no sabe en qué ha invertido mi dinero. Nadie se fía de nadie. Lo llaman crisis de confianza. Pero es una gran estafa. Porque eso es justamente lo que es. 

viernes, 3 de octubre de 2008

Cine, pero con dignidad



Me refiero al mundo al revés en que se ha convertido el cine. Usted decide solazarse una buena tarde de domingo, pongamos por caso, y acude a ver una película. Eso le supone unos siete euros, en números redondos. Pero si compra palomitas, refrescos, chucherías, nachos o perritos calientes, le costará mucho más. Más, digo, que el propio cine. Así, dicen los empresarios de la cosa, compensan el bajo precio de las entradas.
Extraño negocio para un mundo extraño. En todas las ciudades, las salas de cine antañonas van desapareciendo. Un proceso migratorio las condujo adonde siempre, a los centros comerciales. Hemos reemplazado las escaleras de mármol y los palcos por starwarsianos pasillos de neón azul flanqueados con puertas que se prolongan hasta el número diecisiete o dieciocho.
Alguien me comentaba, no hace mucho, que el consumo nos ha devuelto a la esclavitud de las colas interminables y la obcecación por no salirse de la norma. A los cines ya no se va caminando por la acera. Las ciudades viven con gentes que siempre vuelven a casa. Maldita economía de mercado. Yo prefiero una tienda de ultramarinos donde conozcan mi nombre, el de mi hijo, si ha pasado la gripe y donde me fíen hasta el viernes porque ando con prisa y se me ha olvidado el suelto en casa. Pues no. Debo preferir que me traten como a un número, que el dependiente tenga una ridícula chapa en el pecho con su nombre (o sea, que no necesite hablar con él) y que me convenza de que eso es un trato cordial, cuando resulta que parece el mundo descrito por Huxley.
Pero no se crean. Yo les engaño. A mi manera. El domingo fui con mi peque a ver, por segunda vez, esa joyita titulada Wall-E. Y escabullí en el fondo de la mochila, donde llevo sus juguetes y sus cosas, unas palomitas que hice en casa con sal y aceite de oliva, una botella de agua e incluso una lata de refresco. Dicen que eso no se puede hacer. Que está prohibido. No lo hice por mí, sino por mi hijo. Por él decidí no seguir sus estúpidas normas. Y sobre todo, darle un corte de mangas al timo de sus palomitas que cuestan 10 veces más y están hasta los topes de ácidos grasos saturados. Hagan como yo. La próxima vez escabulliré un bocata de jamón hecho en casa y una cerveza bien fría. Y que no se me pongan chulos, que entonces escabullo una fiambrera con tortilla, una bota de vino y una manzana. 
Quiero iniciar una revuelta silenciosa en defensa de la dignidad del espectador que, sufriendo este mundo extraño en que han convertido la existencia humana, exige un poco de decencia por seguir unas normas inventadas. Y que me echen, que no me admitan en su sistema. Que entonces me quedaré en casa para dedicarme a las descargas piratas de cuanto cine sea capaz de acopiar en esta vida. Leñe.

viernes, 26 de septiembre de 2008

Otoñal nostalgia



Leído, tal cual, en Wikipedia: “En sentido figurado, representa la vejez. Durante el otoño, las hojas de los árboles caducos cambian y su color verde se vuelve amarillento, hasta que se secan y caen ayudadas por el viento que sopla con mayor fuerza. La temperatura comienza a ser un poco fría”. Ya se acercó, demasiado, el otoño. Tanto, que finalmente irrumpió sin apenas ruido. Lo venían anunciando las hojas caídas.
Me pregunto si también los árboles que flanquean el caminar de mi vividura se están desprendiendo, lentamente, de su materia quebradiza. No fue sino hace una semana que me sentía tan joven. Aquí mismo lo escribí, en esta vertical columna del DV. Y sin embargo, ante ese trocito de enciclopedia, arriba reseñado, leído con especial cuidado, siento con no poco espanto que hay un otoño, aún columbrado en lontananza, dentro de mi vida.
Me pregunto también, para cuando el otoño me alcance, qué diré que hice todos estos años. Cómo describiré que fue mi vida. Por alguna parte leí que las más bonitas y valiosas son como pompas de jabón. Libres y ligeras, frágiles y vulnerables, tiernas y suaves, transparentes y auténticas, originales y creativas, divertidas y risueñas, sencillas y naturales, puras e ingenuas, mágicas y bellas, sensibles y delicadas, humildes y discretas, tímidas y secretas, inquietas y curiosas, seductoras y misteriosas, agradables y respetuosas, solitarias y silenciosas. Redondas como un mundo de ilusión. ¿Acaso ha sido así la mía? ¿Por alguna circunstancia mi vida viene siendo así?
Yo no lo sé. Aún no lo sé. Pero es cierto que me miro al espejo y por fin reconozco al hombre que tiempo atrás tanto me gustaba ser. Cuántas veces pienso por qué motivo tuve que encarcelarlo dentro de mí. Desde ya no recuerdo cuándo. No puedo sino suspirar con resignación. Los fracasos de la vida, como en tantas ocasiones, producen efectos devastadores. Pero también pueden dejar, para cuando nos alcance el otoño, la más bonita de las elegías.
No lo digo por retórica. Conozco un ejemplo muy concreto. En la calle donde vivo habita un hombre desconocido que sueña con un amor perdido tiempo atrás, en la primavera de su vida. Este desconocido es un hombre solitario, olvidado, que busca desesperadamente a una mujer de cabellos otoñales, de quien todavía se encuentra profundamente enamorado. Él no lo sabe, o ya no lo recuerda. Pero esa mujer es un cielo. Porque cielo es como llaman a quien todo lo cubre. Él vive su otoño muy apaciblemente. No deja, cada noche, de darle cuerda a su reloj de pulsera, donde avanzan las horas que él quisiera haber detenido hace mucho, mucho tiempo. Antes de dormir, o al menos eso me dice, cada noche, piensa en ella. Cuenta, también, que la conoció una primavera…

viernes, 19 de septiembre de 2008

Saludable juventud



Uno no se considera aún mayor. Vaya por delante esta afirmación. Próximo estoy a cumplir los treintaytodos. Aún no siento el aliento del primer cuadragésimo en el cogote. Pero casi. Los años se me escapan de entre los dedos como arena de Playa del Cenicero. Y sin embargo, cuando oigo hablar de la juventud, aún me siento parte principal e imprescindible. Créanme que lo digo con pleno convencimiento. Me siento joven y vanos serán los esfuerzos encaminados a convencerme de lo contrario. La edad madura se inventó para quienes siempre han deseado ser mayores, que no niños.
El sueño de nuestra cultura grecorromana es ser eternamente joven. Juventud es el tiempo de la vida que expresa la inmensa potencia del ser humano, y el instante en que más se observa la muerte en lontananza. Muerte no como estricto final de la vida, mas como caducidad de nuestras aptitudes, energías, constancias y esfuerzos. La infancia es frágil. La madurez es vulnerable. La juventud, empero, observa la vida como el lugar mítico donde todo, cualquier ilusión y cualquier sueño, está por llegar. Positivos y negativos también, que en esto la juventud es asimismo representante de las concepciones más trágicas.
Nada parece, por tanto, más extraño que un estudio sobre la salud y los jóvenes. Como el informe elaborado por el Observatorio Vasco de la Juventud. Como otros informes muy similares que se elaboran en otras Comunidades Autónomas. Todos ponen de manifiesto la enorme distancia que media entre percepción y vivencia. La juventud ha sido enseñada a percibir la importancia de estas cuestiones. Pero las vive de un modo muy diferente. Y es la sociedad misma quien impulsa a la juventud a ello. Cuando hablamos de drogas, de alcohol, aludimos continuamente, y de manera implícita, a los jóvenes. Cuando hablamos de servicios sanitarios, les expulsamos del debate. Ellos reaccionan abrumadoramente expresando en porcentajes lo bien o muy bien que se sienten, lo muy sanos que están.
Respecto al informe. Lo mejor es que le echen un vistazo. Amenizará los coloquios. Algunos datos han sido ya sagazmente extraídos por la prensa. Por ejemplo, la generalizada aceptación del alcohol y el cannabis. A quién puede extrañar. Basta con observar las rutinas. Y entender que han ido calando desde arriba. Hacia abajo. Despacito. Desde el Olimpo donde se ubican, a sí mismos, los mayores. Los mismos que hemos bebido y fumado cannabis. Y demasiado, porque el alcohol es una herencia que de mucho tiempo atrás nos acompaña, y muy pocos porretas maduros consideran sus porros como algo nocivo. Mejor me abstengo de moralejas. Prefiero pensar en esta juventud mía que atrás va quedando, y en esa madurez de médicos que me aguarda tras la siguiente vuelta del camino.

viernes, 5 de septiembre de 2008

El látigo del clima



La ciencia continuamente analiza las ideas que surgen en su ámbito. Lo hace mediante un intercambio continuado de exposiciones científicas entre equipos o investigadores que, con frecuencia, compiten entre sí. Siempre en aras del rigor, la exactitud, la veracidad. Algunas veces, esta tarea llega al público. O afecta a la economía. Incluso polariza el debate político y las informaciones de los medios de comunicación. Todo deja entonces de discurrir por los lentos cauces de la ciencia. Todo comienza entonces a chasquear como un látigo que corta el aire. Las noticias, pues ya ni siquiera son informes o análisis, circulan a vertiginosa velocidad desde un extremo del debate al otro.
Algo así es lo que ocurrió en las últimas décadas respecto a los asuntos de la salud humana. Últimamente, parece que este fenómeno tan indeseable ha encontrado en el cambio climático su fuente nutricional más importante. Echen un vistazo a los tópicos que con mayor frecuencia pueblan las páginas de los diarios. De repente nos preocupamos por el deshielo en Groenlandia, la violencia de los huracanes, el enfriamiento aparente de los océanos y los enormes impactos que, sobre la biología en general y los humanos en particular, han de ocurrir en años venideros.
Al final, lo que produce este debate abrupto no es sino distracción hacia aquellos aspectos sobre los que sí se discute, y mucho, en el mundo científico. El público apenas percibe el importante acervo de puntos sin objeción. Una parte sustancial de responsabilidad se encuentra en el oportunismo político, cómo no, que etiqueta enseguida como propios aquellos mensajes que le interesa trasladar a la ciudadanía. Qué lamentable.
No es impermeable la comunidad científica a este fenómeno. Los artículos especializados se suceden con rapidez, refutándose unos a otros, e impidiendo que el espectador vea este peregrinar no como una evolución de la necesaria objetividad científica, sino como una proliferación inaceptable de opiniones contradictorias. En muchas ocasiones, son los propios investigadores quienes, incapaces de diferenciar entre lo que está bien estudiado y lo que permanece aún en la incertidumbre, ayudan a extender una sensación de descontrol generalizada. La cuestión climática ha llegado a un punto muy extraño de opinión instantánea y de alarma social. Convendría responsabilizarse un poco más a la hora de comunicar cualquier cosa.
Políticas ya hay en marcha. Cualquier número del BOE contiene medidas, o disposiciones, o ayudas para asuntos relacionados con esta cuestión. Nadie dice que vayamos a resolver con ello lo del cambio climático, imposible aunque se articulasen en todos los países del planeta. Pero al menos produce sensaciones positivas. Grande alivio.

viernes, 29 de agosto de 2008

Solamente el cielo



Quedan pocas, qué pocas jornadas ya, de este agosto extraño y acidulado. Pasan los crepúsculos dorados. Y en ellos, a ras de suelo, surcan las calles de mi pueblo las golondrinas negras. Llevan consigo una triste canción. No alcanzo a observar que asciendan para tocar las nubes de estío que arriba, allá arriba, pasan.
Regresan de su sueño las cigüeñas, porque de la realidad de estos campos salmantinos, de las Arribes, nunca se marcharon. Continúa suspirando su lamento el sauce viejo, varado desde antiguo junto a la poza del arroyo, donde hace mucho que las mozas no lavan cantoras las blancas sábanas de sus ajuares de novia.
De nuevo espera sorda la ribera, por donde apenas fluye un hilo de agua en su cauce seco. El ronco gemido de las lluvias de primavera se marchó. No queda agua siquiera para reflejar la luna, sonriente sempiterna en el firmamento.
Y vuelvo a oír el grillo de mi huerta, su cri-cri honesto. Al igual que oigo las travesuras de mis tres gatitos y sus suaves ronroneos. Son caricia bella y blanda. Esperan, igual que espera todo, a los primeros fríos del otoño, cuando se enciendan las lumbres y en las cocinas de las casas reine el crepitar del majestuoso fuego. Y su calor eterno.
Quedan pocas, qué pocas jornadas ya, para que termine este extraño agosto de sabor amargo. Pronto volverán los ruidos de las prisas, los caminares que a ninguna parte llevan, los menudeos de un mundo aún más extraño y aún más amargo que este verano, el más amargo de los veranos extraños.
Y en ellos, en todos esos días venideros, reencontraremos los abruptos chillidos de una sociedad que sólo sabe vivir chillando. Los sinsentidos de días transcurrientes, por donde transita, con su prisa absurda, el futuro ansiado. Olvidaremos que somos padres e hijos. Seremos DNIs, nóminas, despertares, madrugadas. Fingiremos desconocer que, en este agosto canicular y feriado, hubimos -alguna vez- reído.
Quedan pocas, muy pocas jornadas ya, para que acabe el verano. Aunque, como el verano, aún queda.
Queda abrir la puerta para que se reconduzcan los afectos. Quitar el cerrojo enorme de la puerta, por cuyo vano no entra en los hogares sino la desconfianza, el recelo. Queda permitir que, por ella, en cambio, entre el destemplar de los afectos y pasiones, los que de verano –y fingimiento- se vistieron.
Y que entre renovado el amor, con su perfumado aroma de fuego. Busquemos, entre lechosa opalescencia, su resplandor de gema, tan precioso, tan sufriente, tan eterno. Y que acabe el verano, sin apenas sacudir el polvo del camino y las moscas en cortejo. La fatiga y el calor que verdegueen juntos en el rellano de la escalera. La que conduce, peldaño a peldaño, ante la diamantina puerta. Que es, solamente el cielo.

viernes, 22 de agosto de 2008

Sabores que no saben


Hay un melocotonar en la esquina más umbría de mi huerta. Hace varios años que nadie cuida de él. Y sin embargo, sus árboles siguen produciendo la rica fruta que nace en sus ramas. Tengo ganas de recoger los melocotones blancos del árbol. Aún no están del todo maduros. Pero despuntan brillantes y lozanos, e incluso han sido un poco picoteados por los pájaros. No les culpo. Es una fruta refrigerante, muy rica, aporta fibra y vitaminas, su jugo regula la función renal. Eso dice la enciclopedia. Para mí, en cambio, lo más interesante de los melocotones de mi huerta, es que saben. Saben mucho y muy bien. Y tienen un aroma tan intenso que basta uno solo de ellos, sobre una fuente encima de la mesa, para aromatizar el amplio salón de la casa de mi madre.
Los sabores, como casi todo lo que merece la pena en esta vida del siglo XXI, se han ido perdiendo. Los sabores y los aromas. El bizcocho que preparamos en mi casa, con huevos del corral donde viven felices unas cuantas gallinas, con leche de vacas que pacen en el campo, es esponjoso, de intenso color amarillo, y cada mordisco es una delicia llamada milagro. Usted, acuda al supermercado a comprar uno de esos bizcochos bonitamente empaquetados, y encontrará que lleva sabores sintéticos debidamente aprobados por Sanidad. Todo tiene colorantes y saborizantes y edulcorantes autorizadísimos. Con ellos paliamos la vaciedad gustativa de los productos industriales. Todo mentira. Los yogures de fresa no han visto las fresas en su vida. Los batidos, los zumos, todo cuanto piense, arrastra un procesado industrial que mejor es ignorarlo. Si hasta llaman leche a un líquido blanco que daría espanto a las vacas… Y no hablemos siquiera de esos snacks imposibles con inaudito sabor a barbacoa, o las patatas fritas de bolsa con sabor a jamón, o los pastelitos imposibles como el Tigretón.
Perdimos los sabores y los aromas. Y con ellos, el sentido de lo natural. No nos conformamos con seguir el ritmo de las estaciones. Nos apetece melón tanto en febrero como en agosto. Las fresas, en cualquier momento del año. El pan, con forma de perrito caliente. La carne, blanca, de un pollo engordado artificialmente y embrutecido con antibióticos. Cínicamente, nos llamamos sostenibles.
Vaya mierda de sostenibilidad, oiga. Y perdone que se lo diga así de claro. Si no hemos sabido sostener lo que la naturaleza nos entrega, fingiendo sus sabores y aromas más preciados; si hemos inyectado hidrocarburos al campo para que todo fuese mucho más rápido, y no solamente los coches; si lo único en que pensamos es en la fugacidad de los placeres inmediatos, a cualquier precio y en cualquier instante… dígame, amable lector de estío: de qué sostenibilidad estamos hablando

viernes, 15 de agosto de 2008

La mitad de agosto



Ignoro de qué manera pasa usted, amigo lector, estas jornadas de agosto. Y, créame, me encantaría saberlo. Cuántas veces siento necesidad de entablar un diálogo directo con usted, que me lee, para quien yo escribo. Diálogo. Directo. Dialogar, es cierto que ya dialogamos. Conversamos cada jueves. Usted con sus ideas y opiniones, yo exponiendo las mías. No importa que sólo una parte del diálogo quede impresa. Bien sabemos, usted como yo, que la importancia verdadera reside en el momento de la lectura de usted. Y hacia ese momento quisiera yo abreviar los espacios. Acortar quisiera el tiempo que transcurre entre mi pensamiento y el suyo. Entre la ordenación que conformo de las palabras, y la desestructuración que usted acomete con la lectura. Sería, piénselo bien, como charlar amigablemente en un café.
Podríamos contarnos de qué manera se suceden estos días de fiestas y ferias, de suficiente holganza vacacional, no importa que usted, precisamente usted, siga trabajando. Ni se imagina lo que me placería hablarle de mi hijo y su afición a lanzarle piedras al río. De los paseos que, juntos, él y yo, nos damos por los sabulosos caminos del pueblo. Y de cómo se detiene en cada recodo, en cada rincón donde encuentre una piedra mayor que la anterior, o esa hierba seca pero espigada con la que se imagina abrir las puertas de un campo que esconde un castillo. Él lucha contra los tigres malos bajo los robles y las encinas. Y yo, que le veo imaginar y jugar y divertirse con tan poquito, rememoro los tiempos en que eran mis pasos los que hollaban esos mismos caminos, los tiempos en que jugaba a anticipar cómo sería mi vida. Qué necio fui, espantosamente necio, que jamás entonces imaginé a mi hijo.
Y usted, lector, dialogador mío. ¿Usted qué me podría contar, ahora que mediamos este mes de agosto? Si no viajó, si permaneció aquí, acaso esté disfrutando la Aste Nagusia. Acaso quiera interpretarme cómo presenta su personación en las txarangas, los bertsolaris o el Zezen-Zuzko. Ya sabe que me gustan esas cosas de la humanidad y el eterno deje romántico que la fuerza de las ideas saca a las concepciones grandiosas. Y me gusta esconder los ruidos para escuchar el alma. Quizá sea usted padre o madre también. Y vea las cosas de distinta manera a como se ven desde afuera. Fíjese que en la televisión o en la radio siempre se informa del bullicio, las programaciones, el devenir de las muchedumbres, la diversión ciudadana. Pero nunca, o muy pocas veces, del hondo sentir de las gentes.
No le entretengo más. Vuelva usted con los suyos. Páselo muy bien. Baile toda la noche. Disfrute con las tracas y chispas del toro de fuego. Yo me quedo aquí, en mi retiro charro, caminando junto a los alegres pasos de mi hijo.

viernes, 8 de agosto de 2008

Personas en la tele



Uno de mis hermanos, el mayor, aparece en el “Pásalo” de la ETB. Confieso que no le he visto jamás frente a las cámaras. Pero lleva ya un tiempo exhibiendo su desparpajo ante los telespectadores. Le gusta eso de la tele. Le gusta y mucho. Podría decirles que la cosa va en los genes. Pero no es verdad. La cosa va de audacia.
Ya saben ustedes cómo me las gasto yo con la tele. Nos odiamos con una profundidad desconocida. Por eso, habitualmente las andanzas de mi hermano por los estudios de TV me traen sin cuidado. Pero no siempre. Hace poco me espanté con una de sus ocurrencias. Resulta que le ha dado por aparecer también en otra televisión autonómica. La valenciana, por más señas, que ni de lejos alcanza los estándares de calidad de la ETB. En ella habla y discute, sobre todo tipo de cuestiones, con Yola Berrocal, la bruja Lola y Regina do Santos. Sí, oiga, sí. Han leído bien. Yo tampoco me lo creía.
Al principio, y a cuenta de ello, las risotadas en nuestras reuniones familiares podían oírse en Pernambuco. Cómo ha de ser que un ilustrado divulgador, escritor prolífico y enciclopédico, mida la capacidad de sus meninges con gentes cuyo único mérito es haber protagonizado los asuntos más casposos, lamentables y vergonzantes de nuestro reciente pasado mediático.
Andábamos en esta turbia discusión metidos, cuando mi hermano suelta, en su defensa, la perogrullada de que Yola Berrocal es tan ser humano como usted lo es y como yo lo soy. Casi se me cae la dentadura al suelo. Que estamos hablando de salir en la tele. No de ir a comprar el pan. Que esta tropa se caracteriza por su vulgaridad, su atrevimiento desvergonzado, su excentricidad y su ignorancia. Pero no. Vivimos en un país relativista, muy relativista. Basta con saber abrir la boca para que, de repente, a cualquier zafiedad se nos exija responder con el respeto. Me aburre que el respeto siempre fluya en una sola dirección: la de consentir los rebuznos ajenos.
Y oiga. Lo diré bien claro, pues estamos en agosto. Lo de muchas teles ha sido y es descaro. Y del más elemental. Dicen querer entretener y divertir. No es cierto. Buscan forrarse a espuertas. Aborrecen de lo instructivo, de lo educativo, de los valores. Recurren sin vergüenza alguna a lo chabacano, lo zafio, lo grosero, lo insultante. Por eso contratan a la Yola y, cínicamente, la rodean de seriedad o de tipos que hablan con solvencia, como mi hermano.
Pura patraña. Como al cerebro humano cualquier alimento le sirve, y está visto que pagamos antes la basura que la inteligencia, los de la tele, que son muy listos, nos alimentan con lo más simple y lo más básico. Por eso emiten antipáticos espectáculos de mal gusto con millonarias audiencias. Y por eso yo no veo la televisión. Y la Yola, que discuta con mi hermano.

jueves, 31 de julio de 2008

Tragones que somos



Ni delgados. Ni longevos. Ni saludables. Aquello del mito de la dieta mediterránea se ha acabado. Lo ha dicho la FAO, o sea, la organización de las Naciones Unidas que se ocupa de erradicar el hambre en el mundo. Pero también, pues la contraposición es casi inmediata, los que nos dicen a nosotros, ciudadanos del primer mundo, que pasemos un poquito de hambre para variar.
Tan ricas frutas, verduras y hortalizas como disponemos a orillas del Mare Nostrum. Tan maravilloso aceite de oliva. Tan buenísimos productos del campo, de ese campo llamado huerta, donde crece alegre el limonero y luce el sol a raudales. Una riqueza de la que ni siquiera el buen vinito está excluido, pues conocido es que no agrede cuando se bebe con moderación. El mundo entero muere por nuestra dieta. Por nuestra cultura culinaria, con esta gastronomía robusta y beneficiosa que en otros países, en otras latitudes, envidian.
Al cuerno con todo. Los que envidiamos somos nosotros ahora. Nos hemos vuelto sociedad de pasteles, grasas, de exceso de solomillo. Tanto pescado, tanto boletus, tanta gaita macerada en aceite con aromas de romero. Nos hemos convertido en domingueros de a diario. Ya ni siquiera respetamos que las parrilladas sean mejor en domingo y en verano.
Fina y delicadamente, la FAO nos cuenta que hemos deteriorado nuestros hábitos en materia de alimentación. Qué jocosos son. Llaman deteriorar a consumir vorazmente suculentos entrecottes, a mojar pan en todas las salsas, a deleitarnos con platos que rezuman grasa y proteínas, a olvidarnos de las hojitas de lechuga y los tomatitos y el queso de oveja regado con vino viejo. Lo llaman deterioro, cuando habría que llamarlo estupidez.
Y luego llega el sobrepeso. La obesidad. Las sudadas en los gimnasios y la compra nada inteligente de las bandejas de supermercados. Qué más da. Para lavar conciencias nos recreamos en Arguiñano y sus buenos consejos. Y el rico rico, y qué bueno está todo. Tenemos la conciencia tranquila. Tan tranquila que nos vamos de chuletones y costillas y todo eso, porque, bueno, con moderación tampoco pasa nada (eso decimos mientras nos los zampamos a dos manos).
Y luego (otro luego más) vienen las excusas. Excusas ante la báscula, claro. No podemos hacer menos. Le dedicamos a los empresarios y a los atascos todo nuestro tiempo. Y con carencia de tiempo, optimizamos. Optimizamos el hipermercado. El microondas y la comida precocinada. El reloj y la hamburguesa. Optimizamos todo aquello que nos deteriora, que dice la FAO. Nunca optimizamos en el sentido correcto.
Pues oiga. Coma sano, leñe. Si quiere, le cuento la receta. Es la misma que ha publicado la FAO hace unos días. Lo que cambia es… que le haga caso. Y no me venga con excusas (luego).

viernes, 25 de julio de 2008

Obsolescencias



Me he comprado una TV. Sí, lo han leído bien. Después de tanto tiempo, ya dispongo del dichoso electrodoméstico que, de acuerdo a algunas estadísticas, se encuentra en el 99,5% de los hogares. He claudicado.
Es una tele muy bonita. Ahora son todas planas, y la mía lo es. Su color es negro azabache. Al encenderla se ha sintonizado solita a los productos para telespectadores. Hay cientos, miles de ellos. No solamente están la uno, la dos, la tres, la cuatro, la cinco, la seis, la siete y la ocho. Fuera de numeración hay muchas más. Muchas. Incluida una amplia variedad de canales con el único y exclusivo objetivo de vendernos cosas. Sin contar con la publicidad, que está en todas partes.
Consumir. He ahí la clave de nuestro tiempo. Todo encaja. Los americanos inventaron en la posguerra mundial aquello de los bienes de consumo, las necesidades del consumidor, y las astutas obsolescencias. Para salir de la devastación económica promovieron que la gente consumiese. ¡Pero si consumir es hasta la receta de ZP para acabar con la crisis! Nada como la tele para un perfecto engranaje de la cadena de consumo. Nos pasamos todo el día en el trabajo. Llegamos a casa rendidos. Enchufamos la tele. Entonces vemos un anuncio con el nuevo e imprescindible móvil superferolítico parido por los japoneses. Babeamos con la esbeltez impecable de una tipa en minúsculos pantaloncitos que dice necesitar una crema anticelulitis (jajaja, sí, precisamente ella, seguro que sí). Nos mordemos los labios con ese coche diseñado para ser conducido únicamente por los que saben del éxito. E incluso nos mienten con total descaro acerca de la biodegradabilidad del último detergente que lava no ya solamente más blanco, sino también más multicolor, más fresco y más suave. 
Pero cuántas chorradas, señor, y no he hecho sino mirar los anuncios. Apagamos el televisor para irnos a la cama y nos convencemos de que somos una mierda. Y que mañana hemos de comprar el móvil, ligarnos a la gachí de la anticelulitis, pedir un crédito para ese coche fabuloso y acabarnos a toda prisa el detergente para adquirir el otro que es, cómo decirlo, más mejor. Y ya estamos satisfechos. Mañana, vuelta al trabajo. Más horas aburridas en una grisácea oficina de una fábrica donde se ensamblan esos trastos que compramos, porque hacerlos, lo que se dice hacerlos, los hacen esclavizados trabajadores en alguna parte de Asia. Y luego a casa, a descansar, momento en que la tele nos dirá en qué otros aspectos somos también una mierda, y cómo mejorarlo. Un ciclo absurdo.
Por cierto. De la tele no pongo los canales. He conectado un DVD capaz de reproducir miles de películas piratonas descargadas sin vergüenza alguna de Internet. Pues qué se creían…

viernes, 18 de julio de 2008

Piratillas


Tengo amigos, y familiares, que almacenan en sus casas más películas de las que van a ser capaces de disfrutar a lo largo de un año. A menos que dediquen todas sus horas de sueño y ocio a esa actividad, claro. Y ni aun así. Son como tíogilitos. Disfrutan coleccionando. Digo yo, que alguna vez tendrán tiempo para sentarse cómodamente en un sillón y ver alguna de esas adquisiciones que guardan en sus estantes y archivadores. La cuestión de todo este asunto, claro está, se encuentra en que obtenerlas no les ha costado un ochavo. Se trata de material que descargan ilegalmente de Internet. Piratería.
Cuando les reprocho esa actitud, generalmente se ríen, o me ningunean, o me replican que el cine está muy caro. No tienen sensación alguna de estar cometiendo un delito. No se cambian de televisor o de coche porque no pueden, pero se jactan de conseguir por Internet todo aquello que desean. Es obvio que un ciudadano de a pie no puede permitirse semejante videoteca en su casa a menos la robe. Y eso es justo lo que se hace. Robarla. Y a espuertas.
La cuestión no es el dinero. Si no podemos adquirir un bien, no lo compramos. Y que yo sepa, las películas o los videojuegos no son bienes imprescindibles como la ropa o los alimentos. El asunto es, más bien, social. Y español, que nuestro país encabeza las listas de descargas piratas en Europa. Tan social es, y tan extendida e impune es esta actividad, que tengo la sensación de que quienes nos situamos enfrente de la piratería somos socialmente idiotas. Porque nos empeñamos en una quimera: que se pague por el trabajo ajeno. Pues no. Los listos son los que se descargan las películas con el emule. Y cuantas más descargas hacen, más listos son ellos y más idiota soy yo.
El desdén hacia el trabajo ajeno es mayúsculo, y se ha incrustado en el sentir social como el Peine del Viento en la costa donostiarra. Todos gustan de cobrar a fin de mes por el trabajo que realizan, pero les disgusta enormemente pagar a los autores y creadores por sus obras. Y que no me vengan con las monsergas de los altos precios. Aquel famoso disco de “Operación Triunfo” costaba 6 euros, y aun así, todo el mundo lo pirateaba. Dejémonos de pamplinas. Lo que al personal le gusta es, realmente, tener gratis lo que cuesta dinero.
Dudo mucho que la piratería llegue a erradicarse de forma definitiva. Los proveedores de ADSL la necesitan. Venden sus servicios de banda ancha con el único objetivo de permitir al ciudadano que se descargue cosas, porque las páginas web y el email no necesitan tanta velocidad de conexión como se ofrece hoy en día.
¿Saben? Voy a instalarme uno de esos programas. Con esto de la crisis no me llega para casi nada. Quizá pueda descargarme una asistenta gratis con el emule. 

viernes, 11 de julio de 2008

Matar a un ruiseñor


Supongo que a usted también le ocurrió. Que también hubo de contener una náusea espantosa al conocer que un joven mató a golpes a un bebé por hacerle perder una partida de videoconsola. No ha escatimado la prensa en descripciones escabrosas y repugnantes acerca de cómo se produjo el suceso. No las pienso repetir aquí. Bastante asco me produce ya el asunto. Sobre todo atendiendo la edad del culpable, un dominicano de 19 años. Tan joven, y ya pesa sobre él una acusación del más inadmisible crimen que podamos tolerar. Porque ha matado a un ruiseñor, a un ser inocente que probablemente sonreía cuando interpuso sus manitas encima del mando de juego. El pobre niño tuvo la mala suerte de toparse con una bestia enloquecida.
Este crimen es un nuevo ejemplo de violencia doméstica. Ese terrorismo de baja intensidad que asola nuestro mundo sin que parezca existir remedio para sus fechorías. En este caso ha sido un bebé, pero la víctima hubiera podido ser cualquier persona del entorno del criminal sin capacidad de responder a la agresión. Quizá a un psicólogo le baste la razón de su locura transitoria para explicar el suceso ante un tribunal. Pero yo no soy juez. No debo sentenciar para restablecer la justicia. Por ello pienso, y temo, que esa reacción desmedida y ciega, pueda volver a repetirse. La diferencia entre un adulto sano y cabal, y otro que no lo es, radica en la moderación de que dispone para afrontar las distintas situaciones de su vividura. En un adulto maduro están arraigadas determinadas convicciones que le impiden mostrarse de manera violenta y criminal. De lo contrario, todos actuaríamos como hooligans en alguna ocasión. Todos patearíamos papeleras en un acceso de rabia. Todos mataríamos bebés inocentes ante cualquier insana frustración. Todos seríamos maltratadores o acosadores obsesionados. No lo hacemos, no lo somos, e incluso lo repudiamos. Tal es nuestro convencimiento. Y nuestra mayor fortaleza. Ese joven no la tiene.
Las páginas de sucesos retratan de manera constante algunas de nuestras miserias. Lo abominables que podemos llegar a ser como especie. La violencia, al igual que cualquier otra plaga incrustada en nuestra condición humana, arroja oscuridad sobre un mundo que tan brillante aparece casi siempre ante nuestros ojos. Es una oscuridad pútrida y constante, aunque dosificada. Y comprobamos a diario que resulta costosísimo ahuyentarla. Pero hemos de lograrlo, o no podremos orientar nuestra sociedad hacia fines más constructivos.
De verdad, no consigo que se me vaya de la cabeza el llanto de ese pobre bebé. Pero la vida sigue. Conforme voy terminando de redactar esta columna, recibo la noticia de la muerte de una joven irunesa, víctima de la violencia de género.

viernes, 4 de julio de 2008

Ser patito o ser Leonardo



Leí recientemente en Diario Vasco un artículo donde se hablaba de los problemas de adaptación de los niños superdotados. Afirmaban los expertos que éstos han de poder desarrollar plenamente todas sus extraordinarias capacidades si realmente desean llevar una vida provechosa y feliz. Pensaba entonces en la importancia que cobra en nuestra sociedad el correcto desarrollo de las capacidades humanas. Y no solamente en la etapa escolar o universitaria.
Este asunto de la inteligencia aparece en la prensa que usted lee en muchas y diversas manifestaciones. Habitualmente asociada a personas concretas de brillantez incontestable, cuyas inteligentes aportaciones genera disfrute y avance al resto de individuos. Almodóvar, Antonio López, Fernando Alonso. Ponga el ejemplo que guste. Tanto es así, que a todos nos gusta demostrar la superioridad de nuestro Cociente Intelectual, tengámoslo brillante o no. Fue un francés, Alfred Binet, quien pretendió estudiar la inteligencia humana midiendo la capacidad de comprensión, razonamiento y juicio. Como si éstos fueran innatos e inmutables, como esas cualidades de las que hablan los horóscopos. Sin embargo, el talento necesita de un adecuado entrenamiento. Nuestra inteligencia es genética en un cuarenta y ocho por ciento. El resto lo hace el entorno y la educación. Un entorno y una educación que, como bien saben los profesores y pedagogos, permite el desarrollo no solamente de un tipo exclusivo de inteligencia, se de múltiples cualidades intelectuales. ¿Acaso no era inteligente Shakespeare, de admirable capacidad lingüística? ¿Alguien negaría la inteligencia musical de Ella Fitzgerald?
Si usted hubiera nacido patito, aprendería a sobrevivir imitando los movimientos y comportamientos de su madre. La diferencia entre el ser humano y el patito estriba en que usted elige qué y a quién imitar. Y conforme vaya superando los sucesivos modelos que imita, elegirá otros nuevos, movido por el deseo de ver realizado su potencial intelectual. Es ésta una inteligencia que se puede ir desarrollando a lo largo de la vida. Cada vez disponemos de mayor calidad y cantidad de vida. Podemos plantearnos retos sucesivos a lo largo de nuestra existencia. Quizá no lograremos sobresalir en ninguno de ellos, pero al menos podemos intentarlo. El problema estriba en que, cada vez más, asimilamos y buscamos más activamente entornos de escasa o nula exigencia intelectual. La tele. El fútbol. Port Aventura. Dulcificamos el rendimiento de nuestra mente, en busca de una placidez de pereza absoluta. Nos alejamos del modelo renacentista, Leonardo da Vinci, y abrazamos la esencia del patito que nada por el río. Elegimos, por tanto, nuestra irremisible muerte intelectual. Qué lástima.

viernes, 27 de junio de 2008

Diglosia y bilingüismo


Voy a hablar sobre el “Manifiesto por la lengua común” promovido por algunos intelectuales. Vaya por delante que me parece un despropósito que existan normas autonómicas en contra de principios fundamentales como son la libertad de enseñanza, el derecho al trabajo y la igualdad. Pero de ahí a considerar que el castellano está en peligro, media un largo trecho por el que no me apetece transitar.
A usted le puede parecer que ninguno de los principios arriba expuestos se conculca actualmente. Aun así, entiendo que es tiempo ya para debatir sin agobios sobre el estado del bilingüismo, la diglosia y las políticas inmersivas en España. Al menos para explicarme, a mí y a tantos otros, por qué ha de sancionarse a quien desea utilizar, en ciertas comunidades autónomas, solamente el español para desenvolverse en los negocios, la administración pública, la justicia o la escuela. Y hasta aquí el debate que habría de promoverse: por qué se hace tanto, y de tantas maneras, para fortalecer el euskera, el gallego o el catalán, en detrimento del castellano. Quizá sea de un problema de desconfianza. En este caso desconfianza hacia la lengua común, por temor a que ésta dificulte la utilización de la respectiva lengua privativa. A mi entender, quienes así piensan, olvidan que fue nuestro sistema democrático, esto es, la propia lengua castellana, quien dispuso de medios y herramientas políticas suficientes para que las distintas lenguas españolas se extendiesen y se hiciesen grandes y fuertes. Fue España quien hizo del euskera, el catalán o el gallego, un patrimonio cultural de y para todos los españoles. Y como valiosísima parte de este patrimonio es como conviene entender este mensaje.
Los gobiernos autonómicos andan enfrascados desde hace tiempo en la creación de fronteras interiores mediante el uso impositivo de su propia lengua. No advierten que esta estrategia, ejecutada desde los boletines oficiales, conlleva al debilitamiento del sistema constitucional que les hizo a ellos mismos fuertes. Parece un pecado querer garantizar y consagrar la oficialidad de dos lenguas en perfecta igualdad una de la otra. Quizá sea un asunto para la ministra Aído. Y, sin embargo, pese a todo lo que he expuesto, no creo que el célebre manifiesto, del que tanto se habla, tenga sentido. Dice cosas sensatas, desde luego. Pero fracasa en su intención. No pretende sino suscitar una sensación de alarma política, única y exclusivamente. En verdad, es ese mismo contenido político lo que desvía su interés de un mejunje mucho más sustancioso en este debate tan arduo: si un gobierno autonómico pone trabas a un ciudadano que desea usar únicamente una lengua cooficial, no está atentando contra la lengua. Atenta contra los derechos civiles de ese ciudadano.

viernes, 20 de junio de 2008

Garmendia y la innovación


Hace poco más de un año, creyendo yo estar al frente del museo en Miramón, anduve gestionando la firma de un acuerdo marco con el prestigioso Centro de Regulación del Genoma, de Barcelona: un centro internacional velado por unos cuantos premios Nobel en Medicina y muchos investigadores de altísimo nivel. Los acuerdos marcos son pura generalización y buenas intenciones. Pero valía. Lo consideré un éxito. Fue entonces cuando se le ocurrió a alguien en Kutxa que ese acuerdo había de supervisarlo una pequeña empresa con la que tenían suscrito un convenio. La tal empresa es una joyita en ciernes, y se llama Inbiomed. Su promotora, Cristina Garmendia. Dudo que ésta leyese el papel de marras. Pero sí su gerente, una chica joven y de talento, que tiempo le faltó para decirme que por supuesto estaba de acuerdo con el convenio con CRG, faltaba más. Pese a lo chistoso de la ocurrencia que tuvo la caja, me sirvió personalmente para tratar de conocer mejor a la hoy famosa ministra de Ciencia e Innovación. Méritos académicos no le faltan, desde luego. Mas, sobre todo, impresiona la facilidad con que saca adelante sus ambiciosas apuestas de emprendedora. Yo la creía próxima al nacionalismo. Ha resultado estar aún más próxima a Zapatero. Buena la jugada.
Desde luego, dudo mucho que Cristina Garmendia quiera ser un brindis al sol más progresista, como sí podría apuntarse de alguna otra colega suya del Gobierno, léase mi columna de hace una semana. Lo que Garmendia ha dicho recientemente en el Congreso de los Diputados es, desde luego, toda una formulación de seriedad en su programa. Ya con Aznar hubo una ministra afín en un ministerio afín. Pero hizo poco, pues poco le dejaron hacer. Espero que las cosas ahora sean diferentes. Dicen los expertos que Garmendia se mira en el espejo alemán, donde el Ministerio de Ciencia es todopoderoso impulsor de una innovación que ha situado al país germano como locomotora de la UE. De ser así, y cumplir con este ambicioso objetivo, Garmendia necesitará bajo su mando a los muchos y desperdigados escenarios donde se cuece la innovación española. Como el CDTI, empresa pública con presupuestos mil millonarios (en euros) para investigación industrial. Ha de ocurrir tal cosa, o todas las intenciones de Zapatero en torno a la innovación se convertirán en fracaso, como con Aznar.
El mapa español necesita no solamente de racionalidad en los recursos y esfuerzos destinados. Precisa de un marco muy sólido para que sean las empresas, y no las subvenciones, las que comiencen a tirar de la innovación, tan necesaria en nuestro tejido productivo. Y les contaré un detalle, que acaso desconozcan: en tiempos de crisis es cuando las empresas petroleras más invierten investigación. Pregúntese el lector por qué.

viernes, 13 de junio de 2008

Frivolidad ministerial




No sé a usted, lector. Pero a mí, me ofende (y mucho) que una ministra del Gobierno comparezca en el parlamento para decir las primeras tonterías que se le han ocurrido respecto a algo. Porque eso es, y no otra cosa, lo que la ministra de Igualdad ha proferido en relación a un tema de su competencia. Un tema muy serio, y muy grave: las agresiones y maltratos hacia la mujer. La oposición ya le ha echado en cara que les cuente a sus señorías ocurrencias felices respecto a la denominada violencia de género. En concreto, lo del teléfono para desahogo de maltratadotes. Propuesta que, por cierto, en dos o tres días ya ha sido aclarada, matizada, corregida y enmendada. Es de una ingenuidad atroz hacernos creer que un teléfono pueda dialogar eficazmente con un energúmeno, en realidad un criminal, dispuesto a matar a su pareja. En todo caso, este imbécil embrutecido y lesivo, hará uso del tal teléfono cuando, arrepentido, pues siempre se arrepienten (pero tarde), llame para decir que él ha cometido un asesinato. Y que otra mujer, otra más, esta vez la suya o ex- suya, engrosa desde ese instante la pavorosa estadística de mujeres muertas por culpa de los hombres.
Crear un número de teléfono para que maltratadores y agresores canalicen su furia y su violencia, no resuelve nada. No sirve para paliar un hecho evidente, alojado en nuestra sociedad, y difícilmente extirpable, por lo que se ve. Y vale. Aceptemos alguna innovación. No se equivoca del todo la ministra al hablar de promover reflexiones conducentes a entender mejor los nuevos roles de la masculinidad del siglo XXI. Pero sí se equivoca cuando distrae su atención hacia el objetivo más firme que debería atajar. Que no es sino el de combatir conductas y comportamientos que se nos antojan medievales, que aún persisten y que, lejos de disminuir, no dejan sino de aumentar.
No por muchas veces dicho vamos a dejar de insistir en ello. Por la calle se pasean hombres con el odio latente y oculto. Odio manifestado en celos obsesivos, acosos irracionales, agobios insoportables, intolerable misoginia nacida de un irracional sentimiento de posesión. Edúquese a nuestros hijos en la igualdad de oportunidades y derechos. Cuando sean adultos, educarán a sus hijos, nuestros nietos, en esos mismos valores. La siguiente generación, tendrá mucho más asumido que hombres y mujeres son seres iguales, libres e independientes, y que ni siquiera algo tan humano como el amor sirve de excusa para conculcar este principio. Y mientras ese futuro va llegando, en nuestro presente, luchemos los hombres junto con las mujeres para allanar el camino. Señalemos con el dedo a los agresores y acosadores y maltratadotes. Llamémosles lo que son. Que cada vez puedan ocultarse menos de la mirada de las gentes.

viernes, 6 de junio de 2008

Lo peor de dos mundos


Estanflación. Dicen que es lo peor de dos mundos, ya de por sí, bastante perniciosos ellos. El estancamiento económico, uno. La inflación, dos.
La palabreja se las trae. Quizá alguno de los amables lectores que me lee, esté versado en economía y conociese el palabro anteriormente. O alguno de los no tan amables, que los tengo también. En cualquier caso, sepa usted que a mí el concepto ése me pilló desprevenido cuando se lo escuché al abuelete Solbes. Nuestro entrañable hombre de la economía dice las cosas muy bien, muy sentidas y con gran presencia. Pero algunas cosas que dice, y muchas de las que no dice, son capaces de dejar despavorido al más pintado de los mortales. Como lo de la estanflación. “Ese fenómeno olvidado hace años que podría volver a producirse”. Era yo muy niño aún en los años 70. De modo que en mi caso, el fenómeno no ha sido olvidado. Simplemente no tenía la menor idea de lo que significaba. Y ahora que he hecho los deberes, me deja despavorido. Como buen mortal que soy.
Digo yo que algo de causa hay en los altos precios del petróleo, hasta cuatro veces por encima de su umbral de rentabilidad. Que el crudo esté tan sobrevalorado, es cuestión de meditarse. Alto precio del petróleo implica encarecimiento de todo lo demás. La anterior estanflación provino de la decisión unilateral, por parte de los países árabes, de elevar los precios del petróleo en los 70. Entonces se reaccionó devaluando el dólar y acelerando los precios. Esto es, con la inflación. Lo que sucede ahora con los alimentos y algunos productos industriales. 
El capital procedente del petróleo ha migrado rápidamente al mundo de las finanzas. Y de allí, al sector inmobiliario. En Estados Unidos, el país con mayor poder adquisitivo, estos mercados han venido generando una burbuja tan artificial como esos 140 dólares por barril que pagamos hoy. Tiene el petróleo delirios de astronauta, y el exceso de dinero que genera se deposita en bancos y, de ahí, especulativamente en inmuebles. Lo curioso es que se ha esfumado, como por arte de magia, con la actual crisis. Porque los petrodólares nos los han prestado a nosotros para pagar unas hipotecas (aceleradísimas también) que muy pronto no vamos a poder pagar. Los clientes de las hipotecas somos las víctimas. Y luego todo lo demás.
Me pregunto quién inventó estos nuevos y cada vez mayores precios para el petróleo. Y quién se ha inventado esta crisis que hace desaparecer, como por arte de magia, el capital pagado en exceso. Dicen los economistas que son las leyes del equilibrio macroeconómico, que es la ley de la globalización. Pero no me cabe en la cabeza que un producto tan imprescindible como el petróleo cuadruplique su valor sin que todo se desmorone. Sinceramente, no me lo acabo de creer.

viernes, 23 de mayo de 2008

Una historia de cada día

Gema tiene 38 años. Es una atractiva mujer. Siempre sonríe. Tiene un hijo de 19 años. Su ex-marido, un hombre bárbaro, rudo e insensible, mayor que ella, fue experto en humillarla. Desde que era casi una niña. Desde que la hizo madre y la obligó a casarse con él. Nadie supo ver otra opción al matrimonio. Y si la vieron, se la callaron. Estuvieron juntos casi once años infernales. Gema, finalmente, harta de todo, dio el paso definitivo. 

 A los pocos meses se inventó una historia en un tren. Imaginó su propia vida e hizo de un pobre hombre, impotente e inexpresivo, el protagonista de su vida. Ella trabajaba fuera y dentro de casa. Él trabajaba, echaba la partida en el bar, y subía a cenar y a tomar gintonics delante de la tele. Gema no acertó con la historia del tren. Comenzó a destruirse por dentro. Dejó de comer. Dejó de sonreír. Dejó de estar saludable. El protagonista de su historia inventada ni siquiera se levantó al escuchar el batacazo que se dio contra el suelo de la cocina. La descubrió tendida, inconsciente, mucho después, cuando fue a prepararse un nuevo gintonic.

Gema, últimamente, estaba saliendo con Dani. Un chico muy joven, casi de la edad de su hijo. En el pueblo, de donde ambos provienen, se formó algo de escándalo. Ya se sabe cómo son los pueblos. Llevaban un año juntos, escondidos de las miradas. Pero Gema no vio futuro alguno en esa relación con un chico tan joven. No sentía amor por él, sino gratitud. Y decidió cortar y venirse a la ciudad. Desde entonces, todos los parabienes se han convertido en tormentos. Dani está enloquecido. Se vino también, tras ella. Vive corroído por los celos de pensar que alguien pueda estar con ella. Gema le trata con paciencia y delicadeza. Piensa que Dani, en el fondo, es bueno. Y trata de apaciguarle. Pero es todo inútil. Dani sigue acosándola. La llama a todas horas, ya sea día o noche. La sigue a todas partes. Hace ya un año de este acoso. Los amigos de Gema le dicen que no es normal esta situación. Que no es lógico recibir seis llamadas cada hora, incluso de madrugada. Ni recibir tantísimos SMS. Ni tantísimos emails.

El pasado domingo, Gema salió con un amigo. Volvieron tarde de pasear por Hendaya. Cuando se detuvo el vehículo frente al portal de su casa, un loco se acercó a la ventanilla del asiento de Gema y balbuceó palabras. Luego la emprendió a golpes con un ladrillo que llevaba en la mano.  La ventanilla se rompió y el loco alcanzó a Gema en la cabeza. Solamente entonces el conductor logró arrancar el vehículo y salir huyendo. Gema ingresó en el hospital con una fuerte conmoción y mucha pérdida de sangre. Esa noche, en su bolso, pero en silencio, su móvil no dejó de recibir mensajes. Uno tras otro, tras otro, tras otro…