Poco antes de Navidad supe del fallecimiento de Ignacio Núñez. Para mí, y para quienes no solo amamos la música, sino que nos atrevemos a adentrarnos en ella, Ignacio representaba el talento del compositor dotado de una sensibilidad dulcísima y lúcida. Espléndido en lo melódico, tierno en los sonidos de la instrumentación, su juventud y perfección parecían no conocer límites. Solo la vida se interpuso… Como alguien reseñó días más tarde, escaso anda el cielo de ángeles cuando los busca muy jóvenes en la tierra.
En
estos tiempos que corren muchos olvidan que la vida es un lugar de encuentros y
despedidas donde no parece haber otra alternativa que llevar una existencia lo más
digna posible. Pero sin creatividad, sin predisposición para la pugna del
intelecto y el alma, en cualesquiera de sus formas, hay quienes no hallan más ocasión
que la del buen pasar, al menos mientras se vaya pasando. Una vez idos, cuando
nos hayamos desprendido de esta masa corpórea y nuestra existencia vaya
despareciendo en los coletazos del olvido (el espíritu solo existe en el
recuerdo de quienes permanecen), me pregunto qué será de tanto predicamento vital.
De
Ignacio permanecerá su música. Sus melodías y composiciones ya han brotado del
caos en que se sumergen tanto el silencio como el ruido. Ahí están. Han sido
exploradas, halladas, encontradas, extraídas del letargo eterno y a veces manso
de las ideas. No importa que nadie nunca escuche su música maravillosa, el hallazgo
que hizo Ignacio sin más herramientas que su sensibilidad y su talento vindica
lo que supo expresar con el humus alimenticio que albergaba su mente y sus ágiles
dedos sobre el piano.
Nunca
le conocí en persona. No hallé la oportunidad de visitarle en Mora. Dudo
siquiera que él supiera de mi existencia o que alguna vez escuchase mi música,
aunque quiero creer que sí. Hace poco más de un mes, cuando componía el villancico
que entregaría al Lost Frontier de Javier Bedoya, volví a poner aquella música
suya que tanto me gustaba, preguntándome cuándo se dispondría Ignacio a regalarnos
un nuevo disco. Y ahora que sé que no existirá jamás el tiempo en que lo haga, lamento
muchísimo echar más de menos al músico que al hombre joven que dejó un dolor
perpetuo en su hermana y en sus padres, en sus amigos y en todos los
desconocidos que nos sentimos iluminados por su genialidad.
Ignacio
se fue en otoño. Busquen, por favor, la pieza suya que lleva por título “Otoño”
o la que titula esta columna. O ambas. Y enamórense de ellas para siempre.
Ignacio Núñez. In memoriam
Atrapar una nube con las manos