viernes, 28 de octubre de 2011

Lluvias de otoño

Me gusta ver caer la lluvia en cualquier época del año, pero sobre todo me gusta verla en otoño. El agua, fría y constante, parece acunar la tierra, que poco a poco va durmiéndose mientras llega el invierno. El paisaje urbano se puebla de paraguas y botas altas, de charcos transparentes en el suelo porque no hay cielo azul alguno que reflejar. La seroja amarillenta acelera su tránsito hacia el humus, el aire se carga de frescura y melancolía, los ánimos de las gentes comienzan a apaciguar su ociosidad estival: diríase que el agua de otoño es limpiadora, purificante, no es en absoluto revolucionaria. 

Hay otro otoño, desde luego, que no entiende de aguas vertidas desde el cielo, ni de hojas almacenadas sobre la hierba que van pudriéndose poco a poco. Ese otoño no contiene melancolía, ni vivifica a quienes cubre con su oscuridad creciente. Sus rasgos de identidad están desdibujados. Apenas puede percibirse en él ninguna de las características que ensalzan los poetas con versos elegíacos. Tan sólo refleja el cansancio de un mundo embriagado de verano, de luz y fiesta, de risas y dinero, de jolgorio y cántaros de vino a raudales. Es un otoño cuya regencia no transcurre entre septiembre y diciembre: sucede cuando se acaba el verano.

Las lluvias de este otro otoño no provienen del enfriamiento de la atmósfera sino de las alegrías estivales que lo han destrozado todo mientras nos creíamos dioses. Cuando llueve en este otro otoño las gentes sufren y padecen, tiemblan y no de frío sino penuria. Cuando cae el agua, lo hace porque no tiene otro remedio. Es un agua anómala, que no adopta forma de gotas esféricas, y es fría pero no moja. Es un agua en forma de porcentajes, de rojeces bancarias, de desconsuelo humano, de extravagantes contrastes, de caras adustas y pensativas que no alcanzan a entender lo que en este otro otoño está ocurriendo. Algunos lo llaman sistémico, otros lo llaman de maneras extrañas, pero no por ello deja de ser otoño. Un otoño terrible, destructivo, desconsolador, amedrentador e insurgente, del que no parece que haya forma humana de escapar. 

Me gusta ver caer la lluvia en el otoño estacional que todos los años llega hasta nuestras vidas. El agua proveniente del cielo templa mi aflicción por los destrozos de ese otro otoño sistémico que arrasa con todo y antecede a un invierno del que aún no sé nada en absoluto, porque simplemente todavía no lo he vivido, y al que temo desde lo más profundo de mi alma.


viernes, 21 de octubre de 2011

Sufrimientos de ahora

Sabía que vivía entre ellos y con ellos, pero aún no les había escuchado de viva voz. Sabía que su existencia y la mía compartían numerosos puntos a lo largo del día, pero no me había parado a pensar que podrían pedirme la hora por la calle o preguntarme dónde se encuentra el parque más próximo. En definitiva, sabía de su presencia por las estadísticas y algunos titulares de noticias interiores, por los murmullos de mercado y las penas de vecindario. Me refiero a esa larga lista de ciudadanos súbitamente pobres, tan pobres y desesperados que, por no poder, ni siquiera pueden creer en el orden de las cosas, tal y como aún lo concebimos. 

No lo digo por decir. Nunca antes me había topado de frente con una persona cuya angustia sea un lamento, que admitiera que acude a Cáritas porque no tiene nada, ni siquiera para pagarse un billete de tranvía, porque su vida y la de sus hijos se han convertido en una tragedia terrible y vergonzante. No saben de esperanza. Ni de fuerza, fe, confianza o ganas de luchar, porque se saben derrotados incluso antes de poner el pie en la calle y blandir su débil puño contra el frío mundo. Tampoco están indignados, la indignación palpita en quienes confían aún en mejorar la sociedad. Tal vez por eso simplemente están desesperados, silentes, aturdidos e inertes.

Qué rabia, qué pena, qué frustración y qué impotencia. No les llega ni el dinero A ni el B ni cualquier otro. No saben medrar en la economía sumergida, tampoco saben hacerse valer: todo apunta a ser humano destrozado por y en su destino. Uno se pregunta: ¿cómo aliviar tanta miseria? ¿Trabajando una o dos horas gratis por ellos? ¿Pidiendo… no, implorando a nuestros políticos que hagan algo en su beneficio? Mientras, los demás, que les escuchamos y escribimos después lamentables columnas un viernes en que se habla de todo menos de esto, asistimos estupefactos al deterioro de los servicios públicos y a las idioteces de una clase política que ningunea y desprecia a los sufrientes.

No puede ser. Toda esa pobreza está aquí, entre nosotros. ¿Acaso no la ven? ¿No la oyen? ¿No la sienten gimotear en silencio y compadecerse de sí misma? Y si la ven, si la oyen y sienten, ¿por qué hacen como hacía yo hasta el momento de escribir estas líneas: nada, salvo emplear su valor estadístico? Estoy consternado, y tengo miedo. He visto frente a frente lo que la insensibilidad de este absurdo mundo es capaz de hacer a cualquiera de nosotros el día menos pensado.


viernes, 14 de octubre de 2011

Jobs

Ahora que los ecos se van apagando, pues cierto es que las vidas se desvanecen en un tiempo muy inferior al de los recuerdos que dejan presentes, creo que puedo hablar ya en esta columna de Steve Jobs. No lo haré en el tono grandilocuente, con ánimo de inmortalidad, con que prácticamente la totalidad del mundo industrializado ha rendido homenaje a su existencia. Tampoco pienso elaborar un panegírico glosador de sus visiones, ni ensalzaré su alma humana, ni cosa parecida. Para mí, fue un hombre muy brillante que alcanzó gloria, dinero y fama. Punto final. ¿Ojalá hubiese muchos como él? Confieso que prefiero que haya muchos distintos a como fue Steve Jobs.

Quien esto escribe jamás en su vida ha poseído dispositivo alguno de la manzana mordida. Recuerdo que, de muy joven, allá por el BUP, una vez estuve frente a un chisme que llamaban Apple II. Para mí aquel invento, tan primitivo, era una genialidad de un tal Wozniack, de quien hablábamos en los corrillos con enorme admiración. A Steve Jobs le he conocido recientemente: hasta hace unos pocos años ni siquiera sabía de quién se trataba. 

Dicen que solamente los genios son capaces de dirigir a la sociedad, pero en el caso que nos ocupa no encuentro tal cosa, salvo genialidad empresarial y liderazgo en una época turbulenta, marcada por los avances tecnológicos. No es poco, pero para mí es insuficiente. Steve Jobs se volvió por ello un hombre enormemente rico, enormemente influyente y enormemente poderoso. Un magnate. El mundo tiene cosas así, especialmente en EEUU, donde el carisma convierte en emperadores a las personas por el magnetismo que ejercen sobre las masas. 

Dígame, lector, ¿por qué hemos de ensalzar a los magnates? ¿Por qué hemos de ver en ellos cosas que no son ciertas? Steve Jobs no inventó los portátiles, ni los móviles, ni siquiera los reproductores de música. Ideó unos dispositivos que han atraído a las masas de tal modo que bien puede decirse que antes parecen adláteres de una religión inventada que consumidores. Steve Jobs no hizo mucho más. No creo que el mundo sea mejor por eso. Ni que seamos más felices. Logró algo muy complicado: que una empresa se volviese muy grande y estuviese en boca de todos. Y ya está.

Llámeme lo que quiera, lector, pero personalmente opino que toda la vocinglería alrededor de la figura de Steve Jobs no es sino una muestra muy obvia de esta enorme decadencia humana en que vivimos. Nos importa la gloria y el dinero, no las personas.


viernes, 7 de octubre de 2011

La huelga de los profes

Llevan ya cinco huelgas en Madrid. Me refiero a los profesores. Desconozco si hay huelgas similares en otras comunidades, pero quejas las hay por todo el mapa. Amigos profesores tengo unos cuantos. A casi todos ellos les vengo escuchando lo mismo: no a los recortes, no a la escuela privada, defensa de lo público, etc. 

Hace unos días, en una comida, hablaba sobre ello con un grupo de comensales de lo más variopinto. En realidad discutíamos sobre la crisis y las nefastas soluciones adoptadas por los políticos (aumento de impuestos, recorte de servicios, ningún atisbo de aligerar la estructura pública). Al llegar la cuestión educativa, hicimos dos aseveraciones: una, que no pasa nada por impartir dos horas más de clase a la semana y dedicar dos horas menos a tutorías, decisión que hizo estallar las protestas en un inicio; y dos, que uno no puede tomar en serio eso que se dice en las manifestaciones y panfletos sobre “la muerte de la educación pública”. Suena a canto de sirenas, a matraca siempre repetida, tanto en tiempos de vacas gordas como en tiempos de vacas flacas. 

No he leído que se haya aprovechado estas huelgas para criticar la pésima gestión económica de la educación pública. Lo educativo ha sido objeto de más reformas que una casa en ruinas y con cada reforma la cosa ha ido a peor, a mucho peor. Se ha inyectado dinero (aunque siempre parezca poco, sabido es que las cosas funcionan mejor con números de seis o más cifras), se ha agigantado la estructura y, aun así, nuestro sistema educativo es un coladero donde sólo permanecen la desmotivación, el fracaso y la ignorancia supina de nuestros hijos. Cómo no ha de ser tal cuando los mismos políticos que hablan de defender la escuela pública y desgranan soluciones superficiales (nunca de fondo, eso lo doy por imposible) huyen con sus hijos a la escuela privada. Y mientras unos, desconcertados, aplican recortes a sueldos y empleados (no a la gestión), los otros se apuntan al carro vocinglero de los sindicatos. 

Por cierto: sin ambages lo digo. Y ningún ánimo de generalizar, sólo de justificar mi caso. Yo también huyo de la escuela pública. A mi hijo, en primero de infantil, le trataron espantosamente, le educaron penosamente. Sólo sentí ganas de sacar al niño de allí cuanto antes. Sé que en otras escuelas esto no pasa y me asombra que aún haya profesores admirables: con lo que deciden los políticos, tienen pocas razones para trabajar a gusto. Y pese a ello, lo hacen.