viernes, 29 de agosto de 2014

Historia de una infamia

Septiembre otra vez. Y otra vez comienza todo. 

Es desesperante comprobar que continuamos en la cresta de una ola que sigue soltando sucios espumarajos conforme avanza. Particularmente significativo es el golpetazo contra la costa del otrora insigne presidente de la Generalitat: el padre de la patria catalana, llamado a cambiar el estado español (con permiso de Euskadi). En la rompiente, la ola presenta ese característico hedor que manifiestan la mentira y el dinero. No ha sido el único caso. Ahí siguen también, estrellándose con la marea, los restos casi putrefactos de mil otras corruptelas en tantas otras partes de la piel de toro. Porque el mar que rodea a nuestra península y nosotros dentro, con permiso de Portugal, lleva millones de años de lento pero constante azote, devolviendo las efímeras miserias humanas.

Una de las cualidades que más aprecio del mes de septiembre es su manera enérgica, pero cariñosa, de devolvernos a todos a la realidad tras la hipnosis estival. ¿Cariñosa?, se preguntará usted. Sí, es cariñosa, amable, él se anuncia despacito durante semanas sin hacer ruido, sin molestar: sabe que solo su nombre ya produce pesar, nosotros sabemos que en su determinación es silenciosa. Y una de las cualidades que más detesto del mes de septiembre es el empecinamiento de muchos en reiniciar los distintos cursos (lectivo, político, judicial) sin haber aprendido nada del anterior (o habiéndolo olvidado todo). No cambiar nada para cambiarlo todo, que dice el lema, solo que en esta ocasión la consecuencia apenas se produce.

En este septiembre quizá veamos algunas circunstancias en las que la expiación emerja del humus en que la clase dirigente ha situado su propio ecosistema. Jordi Pujol ya lo ha intentado, con más artimañas que sincera contrición. Imagino que la losa del engaño es demasiado pesada incluso para dinosaurios astutos como él, tan afectados de cinismo y doble personalidad. Jugar con los presuntos destinos (en caso de que haya más de uno) de la gran Catalunya y erigirse en el patrimonialista de todo su pueblo para acabar derrumbado por la evidencia más grasa y casposa, es algo muy similar a desaparecer de la Historia y acabar tus días en El Caso por infamia. Hay expiaciones que no sirven absolutamente de nada. Mejor le iría un tratamiento psiquiátrico que lograse refrenar en él, para que sirva de ejemplo a muchos otros, esas pasiones por el dinero y el poder que le han hundido lejos de la costa.


viernes, 22 de agosto de 2014

El camposanto

Hemos venido al cementerio a colocar unas flores en la tumba de mi padre. Estamos casi todos los hermanos y nietos acompañando a mi madre en este momento triste y emotivo. El sol aplana sombras y tumbas dejando un raso de tierra amarillenta y polvo ocre. En la parte más nueva las lápidas son grandes, negras, ostentosas, muy distintas de las acostumbradas pequeñas cruces blancas, íntimas, silentes. Diríase que ahora es habitual sustituir la repetida visita al montón de tierra removida por una incoherente y única expresión de altivez orgullosa. 

Conozco, mejor dicho, recuerdo, a muchos de los seres que yacen en este apartamiento: Alicio, Rufino, Victoriano, la tía Encarnación, Serafín, el tío Cambón... Pero les voy olvidando poco a poco y ya apenas hablo con sus familiares sobre ellos o sobre nada en absoluto. Ahora me arrepiento de no haber pasado más ratos, cuando pude hacerlo, escuchando sus historias de otras épocas y momentos. Pero el camposanto no tiene respuestas para mis olvidos. Es solamente una extensión de tierra donde crecen los hierbos y el silencio, donde las preguntas se dispersan por el viento, donde sólo se escucha el eco de los lloros vertidos el día que removieron la tierra para alojar un féretro y abandonarlo allí para siempre. Es acaso lo más triste. Contemplar la desmemoria que produce este bosque de troncos blancos marcados con nombres y fechas que ya nada expresan.

No soy capaz de asociar el lugar donde yace mi padre con ninguno de mis recuerdos de él. Le veo en el viejo coche aparcado en las leñeras, en el sillón donde sesteaba, incluso viniendo a casa por la calle, despacio, mirando al frente y sonriendo como solía. Pero no puedo emocionarme ante los terruños con flores ni ante su nombre esculpido en mármol. Por instantes me niego a la evidencia y quiero pensar que, en algún momento, en alguna oportunidad, él volverá a acompañarme a la estación o al examen de conducir, que la vida es cíclica y se repite, y morimos y volvemos a vivir, porque los seres queridos nunca se van para siempre, sólo se ausentan un rato.

Vivimos inertes, por resignación o por adecuación, a la falta de quienes se marcharon. Acaso porque no queremos ver que el destino de cada ser humano es vivir en la memoria efímera de unos pocos y en la inmensidad de todos los olvidos. Por eso resulta tan valioso tratar de perpetuar en nuestros días lo poquito que tenemos de las vidas ajenas. Por eso me resulta cada vez más inútil dedicarle tiempo a todas las cuestiones que, por codicia o soberbia o egoísmo, apartan al ser humano de lo único que importa.


viernes, 15 de agosto de 2014

Escribir para leer

A finales del mes pasado coincidí en el AVE a Barcelona con una lectora empedernida, quien, una vez acomodada en su asiento, abrió un Kindle y se embargó en la lectura sin apenas levantar la vista hacia los arbolitos durante todo el trayecto. Llegando a Sants, una compañera suya le formuló las consabidas preguntas sobre libros electrónicos: cuántos caben, etcétera. Ella repuso a cada inquisición de su amiga y aprovechando que el pasaje se agolpaba en el pasillo del vagón en espera de la apertura de puertas, dedicó unos cuantos elogios a su voraz pasión lectora. Por suerte para mí, que no me atrevía a entrevistarla, su amiga preguntó por el contenido de sus cincuenta lecturas anuales, y ella muy solícita respondió sin contemplaciones cuánto le gustaban los best-sellers. Sólo en una ocasión nombró a un escritor por mí conocido, Vargas Llosa, lo restante eran escritores que gustan de misterios templarios, enigmas eclesiales, asesinatos complejos y entramados empresariales de turbias organizaciones clandestinas. No dudé ni por un instante de la cantidad de páginas por ella devoraba: pero ni una sola albergaba la literatura que yo aprecio.

Este curioso incidente me llevó a considerar en qué épocas de mi vida he leído más, aunque no tanto como esta lectora, me temo, y sobre todo con qué intención. Y la respuesta fue muy clara. Cuando estoy escribiendo (un libro de relatos, una novela, una narración en suma) es cuando más intensamente acudo a la literatura. Han de perdonarme los lectores de best-sellers, pero no incluyo estas obras entre las necesarias para alimentar mi inquietud escritora. Los considero libros escritos, al igual que los manuales de autoayuda o los ensayos sobre extraterrestres, pero no libros de literatura. Yo, cuando abro una novela, exijo que la inteligencia del escritor sea magna en argumentaciones, generosidad en la caracterización de personajes, distancia ecuánime entre el autor y los hechos narrados. Esta razón es la que justifica que, cuando me entrego a la creación literaria, busque pistas y ayuda en quienes supieron resolver previamente estas cuestiones. Como justifica que la crítica social de Galdós o Azorín sigan vigentes un siglo después de haber sido formuladas, y tantas novelas modernas mueran a la semana siguiente de nacer.

Leer para escribir. Y escribir para volver a leer. Uno quisiera encontrar mayor cantidad de lecturas, si bien es tarde para rellenar los huecos intelectuales nunca cubiertos. Y seguiré sin acudir a las brillantes ediciones de libros para leer vendidos por millares e incluso millones, y que llenan tanto las horas de un viaje en tren como las estanterías de muchas viviendas.

 

viernes, 8 de agosto de 2014

Desde el olvido

A la casa de mi pueblo se accede por un corral circular que se abre al fondo de un callejón y en el que antaño podían verse corretear gallinas y pavos picoteando en la tierra removida o entre la paja usada. El ganado durmió en los casillos o junto a las pesebreras hasta que empezaron a construirse las naves del exterior. Quizá por ello guardo del corral sensaciones tan vívidas y gratas, porque representa el pequeño universo familiar accesible y cotidiano, con sus lugares para la leña, los aperos, los cuartos de las patatas y del pienso, el pajar o la bodega. Mi abuelo, minutos antes de morir, postrado en la cama, lo último que pidió a sus hijos fue que le dejaran despedirse del corral.

Me cuesta reconocer que uno de los mayores disgustos de mi vida lo llevé cuando uno de mis tíos vendió el carro del mulo. A ese carro yo le tenía mucho cariño. Se estaba llenando de telarañas y polvo, como velando en sueños los recuerdos pretéritos. En casa había otro carro más, el que tiraba la pareja con el yugo, que mi tío recompuso para que pudiera engancharse al tractor. Se le daba mucho trabajo, porque a algunas tierras no podía llegarse con el remolque y, entonces, era imprescindible usarlo. En cambio, el carro del mulo nunca más se movió. Permaneció allí inmutable, sereno, somnoliento, vestigio hermoso y veraz de la historia familiar. Al morir mi abuela, mi tío lo vendió por cuatro perras. Creo que su comprador lo aderezó una pizca: una sola de las ruedas fue vendida por cien veces el precio del carro. 

Yo jamás hubiese permitido que se desprendieran de él. Durante mucho tiempo fui incapaz de comprender por qué mi tío lo hizo. Según él, estorbaba. No sé por qué, pues en su lugar solo quedó el vacío más triste. Quiero pensar que no deseaba conservar recuerdos, motivo por el que se deshizo de todos los aparejos y útiles de agricultura que atesorábamos en casa. Hoy entiendo que, de verlos diariamente desde su infancia, jamás logró sospechar su valor auténtico. 

Aunque las distintas piezas en que fue desencajado nuestro carro reposen como reliquias en alguna pared urbanita de alguien que jamás lo haya visto en marcha, en el olvido se encuentra ya y allí, olvidado, permanecerá. Cada vez que paso junto al hueco donde dormitaba el carro creo ver los cestos, la matrícula agrícola, las telarañas y las bieldas y cueros. Porque en aquel carro yo monté algunas veces, correteando por los caminos, y eso es algo que ninguna pared puede exhibir.


viernes, 1 de agosto de 2014

Anochece en agosto

Me gusta mirar anochecer en agosto. Durante el descanso estival suelo carecer de motivos para levantarme pronto y mirar al hermano distante, el amanecer, esa pasión de poetas y trasnochadores que unos asemejan al nacimiento de un hijo y otros simplemente al amor. 

Me gusta ver cómo se pone el sol y avanza la oscuridad, poco a poco, con pinceladas de color difuso que va llenando los vacíos dejados por el calor, el canto de las chicharras o el polvoriento camino que se hace pesado al andar. En las fronteras diluidas de mi campo charro, allá donde el Duero traza la linde entre dos países que debieron ser uno solo, los últimos rayos de luz solar se filtran por entre las encinas y los robles, reverberan sobre el musgo del granito y encienden el amarillo intenso de las pocas espigas que aún permanecen. Cuando desaparece, del todo, la luz, y se enciende la noche, todas las cosas inertes o vivas parecen respirar aliviadas. 

Antes, años atrás, en agosto terminaban de aparecer los rastrojos. Ahora los campos se vuelven claros y comienzan a dormirse. Es lo que tiene el éxodo de los campos de labranza, que todo lo deja mustio y triste. Recuerdo los agostos de niño y de joven y se me antojan perdidos. Tampoco ha pasado tanto tiempo. Pero ya no están Serafín, ni mi tío Ángel, no se hablan a voces Jesús y Mauricio cuando iban juntos a recoger las hacinas, ni se juntan Germán y “El portugués” a partir las eras: sencillamente no queda nada de eso. De ahí que, cuando anochece ahora en mi pueblo, no parece que los sonidos se callen: hay el mismo sonido en la oscuridad que durante el día.

Me doy cuenta de que va pasando el tiempo y que, aunque soy consciente de ello, quiero fingir que no lo advierto. Y no pasan los años porque mi edad crezca o las arrugas ahonden en mi rostro. No solo por eso. Sobre todo siento que todo va quedando muy atrás porque no han vuelto las tertulias en la calle tras la cena, ni el trasiego de carros o tractores o los gritos de boyeros y pastores llevando el ganado a su encierro. En las ciudades, y en los pueblos grandes, donde la modernidad ha ido ocupando los espacios desalojados por el pasado, la sensación que se tiene es de continuidad: que todo es distinto pero, a la vez, igual que antes. Aquí no. En mi pueblo nada es lo mismo. No hay modernidad que haga de okupa. Solo queda una lánguida y melancólica evocación de lugares olvidados.

Anochece en agosto. En realidad, hace mucho que anocheció en mi pueblo.