Cuántas veces, querido lector, me he preguntado si esto de la Navidad aguantará
muchos años en mi cabeza. Y no me refiero a los estudios que teorizan sobre la
inexistencia de Jesús. Ni al laicismo cursi y pobre que, de repente, lo es todo
en nuestra sociedad mediocre.
Yo quiero saber cuántos años más seguiré celebrando la Navidad. Me aterra
pensar que pronto admita su inconveniencia.
Ya sabemos todos lo que hay. Puro consumismo. Pero no es ésta la causa
de mi temor. También hay consumismo en verano. Y en las bodas. Y en los
partidos de fútbol. El problema no está en el consumismo. Casi al contrario. Quita
y pone tradiciones a su antojo. Lo que no aparece en la tele, o en las
estanterías del hipermercado, no existe o pronto dejará de existir. Tiene, sí, capacidad
para cambiar la Navidad.
Pero no la eliminará nunca.
Quizá desaparezca la Navidad. Y no porque a algún tonto se le haya ocurrido esa
estupidez de que un estado laico no puede asegurar la pervivencia de
tradiciones religiosas. Desaparece porque van desapareciendo, poco a poco,
nuestros padres. Y nosotros, que les reemplazamos, ya no cantamos villancicos. Ni
cogemos musgo en el monte para el belén. Ni asamos castañas. Nos avergüenza todo
eso, acaso. No sabemos conservar las tradiciones que no se venden en las
tiendas. Nunca nos importó otra cosa que comer bien y salir de fiesta en Nochevieja.
Hemos reducido la Navidad a sus símbolos: la buena mesa, que productos no
faltan; los regalos, muchos y cada vez más costosos... Y de seguir así, si
apartamos lo que realmente tiene valor, acabaremos disfrutando tradiciones de
otros, y a eso le llamaremos, sin convicción, Navidad.
En mi familia somos cuatro hermanos y nos juntamos en el hogar paterno.
Algunos aportan su pareja, y otros, como en mi caso, un retoño. Lo esencial es,
que en casa de mis padres se vive aún la Navidad porque ellos son el motivo que
tenemos todos para reunirnos y celebrarla. Me cuesta y me duele imaginar que,
el día que falten, se habrá acabado la navidad para mí. Ahora ninguno nos
planteamos siquiera incumplir con la cita de cada 25 de diciembre. Y temo, más
que a nada, que llegue esa lúgubre navidad de las excusas, los impedimentos, los
quehaceres… Que no haya nadie capaz de reunirnos a todos una vez más.
He de esforzarme por cambiar mi descuido. He de recuperar ciertas costumbres.
Porque tengo un hijo. Aún es muy pequeño, pero pronto habré de tomar el testigo
de mis padres. Y la maravillosa Navidad que ellos me ofrecieron para ofrecérsela
yo a él igual de maravillosa. Con villancicos, y musgo, y figuritas para el
belén, y castañas. Así lo haré. Hasta que, tiempo después, cuando sea yo quien falte,
él mismo advierta, de repente, por qué cada año tiene que haber Navidad.