viernes, 14 de octubre de 2011

Jobs

Ahora que los ecos se van apagando, pues cierto es que las vidas se desvanecen en un tiempo muy inferior al de los recuerdos que dejan presentes, creo que puedo hablar ya en esta columna de Steve Jobs. No lo haré en el tono grandilocuente, con ánimo de inmortalidad, con que prácticamente la totalidad del mundo industrializado ha rendido homenaje a su existencia. Tampoco pienso elaborar un panegírico glosador de sus visiones, ni ensalzaré su alma humana, ni cosa parecida. Para mí, fue un hombre muy brillante que alcanzó gloria, dinero y fama. Punto final. ¿Ojalá hubiese muchos como él? Confieso que prefiero que haya muchos distintos a como fue Steve Jobs.

Quien esto escribe jamás en su vida ha poseído dispositivo alguno de la manzana mordida. Recuerdo que, de muy joven, allá por el BUP, una vez estuve frente a un chisme que llamaban Apple II. Para mí aquel invento, tan primitivo, era una genialidad de un tal Wozniack, de quien hablábamos en los corrillos con enorme admiración. A Steve Jobs le he conocido recientemente: hasta hace unos pocos años ni siquiera sabía de quién se trataba. 

Dicen que solamente los genios son capaces de dirigir a la sociedad, pero en el caso que nos ocupa no encuentro tal cosa, salvo genialidad empresarial y liderazgo en una época turbulenta, marcada por los avances tecnológicos. No es poco, pero para mí es insuficiente. Steve Jobs se volvió por ello un hombre enormemente rico, enormemente influyente y enormemente poderoso. Un magnate. El mundo tiene cosas así, especialmente en EEUU, donde el carisma convierte en emperadores a las personas por el magnetismo que ejercen sobre las masas. 

Dígame, lector, ¿por qué hemos de ensalzar a los magnates? ¿Por qué hemos de ver en ellos cosas que no son ciertas? Steve Jobs no inventó los portátiles, ni los móviles, ni siquiera los reproductores de música. Ideó unos dispositivos que han atraído a las masas de tal modo que bien puede decirse que antes parecen adláteres de una religión inventada que consumidores. Steve Jobs no hizo mucho más. No creo que el mundo sea mejor por eso. Ni que seamos más felices. Logró algo muy complicado: que una empresa se volviese muy grande y estuviese en boca de todos. Y ya está.

Llámeme lo que quiera, lector, pero personalmente opino que toda la vocinglería alrededor de la figura de Steve Jobs no es sino una muestra muy obvia de esta enorme decadencia humana en que vivimos. Nos importa la gloria y el dinero, no las personas.