viernes, 31 de agosto de 2018

A gusto

Concluyo el mes de agosto rodeado del verdor característico del norte, por tierras de Galicia, escribiendo esta columna desde el interior de la Serra do Xurés. Desde mi ventana puedo observar con nitidez las crestas portuguesas que se alzan enfrente, a pocos kilómetros de donde me encuentro. Lo mismo que si estuviera en mis tierras queridas de las Arribes del Duero. Pero las diferencias son sustanciales. En la Baixa Limia los colores siguen siendo de primavera, frescos y jugosos, aunque el azote de los incendios que antaño pastorearon pinares y sierras haya despoblado y cubierto de alopecia las cumbres. Eso me recuerda que en mi pueblo, hogaño, hemos contemplado pocas columnas de humo provenientes del país vecino. Será que queda poco por quemar… Qué lástima. También Galicia ha sido pasto de las llamas en muchas más extensiones de las que el entendimiento quisiera admitir.

Al peque le encanta en este lugar lanzarse desde una peña que otea un pequeño río de aguas frías. A mí me da más pereza, en realidad he desarrollado un apego quizá excesivo por el disfrute de los placeres apacibles, y eso significa indefectiblemente que me vuelvo mayor. Prefiero quedarme a resguardo del sol leyendo o sesteando, o incluso echando una partida casera a los dardos, que siempre pierdo, antes que abrazar las emociones y exaltaciones que no hace mucho me absorbían el seso. Una dosis excesiva de buen descanso y cierta generosidad con la cerveza, produce efectos muy beneficiosos. El estío tiene sus normas y yo le añado las del horaciano empeño por el apartamiento de muchedumbres, playas, fiestas y tomatinas varias. Mucho lo he de añorar en cuanto se active esa triste palabreja llamada curso, adonde siempre se vuelve.

Con el agosto periclitante también he de ir acuñando el final de estas columnas poco atañidas a lo que sucede. Y ello provoca que me embargue una extrema pereza intelectual. Pero hoy aún me importan poco la política consuetudinaria y la artificiosa, el asunto de las inmigraciones y expulsiones, lo de Cataluña y sus demasiadas locuras, o cualquier otro proceder que a usted le parezca premioso. Hoy solo quiero disfrutar de estos últimos momentos confinado en medio de las sierras gallegas que tanto me recuerdan a las rocosas Arribes. Que mañana será otro día y despuntarán con el alba otras urgencias, otras lides y otros ruidos ensordecedores. Por eso, mientras llega ese mañana, déjenme libar este silencio de oro que tanto me agrada…

viernes, 24 de agosto de 2018

Estivalia

A diferencia de Thoreau, el primer verano no planté judías: escribí libros durante mi retiro y en todos los subsiguientes, casi siempre estivales, no a orillas del lago Walden, sino del Duero. Qué más da: son lugares unidos teleológicamente e importa poco que la cabaña sea de madera o que se trate de una vieja casa de piedra. Un siglo y pico más tarde también alcanzo similar conclusión, aun sin mediar Platón: nos alimentamos mal, vivimos vulgarmente y somos analfabetos. Alguien diría que las seis permutaciones restantes de verbos y complementos señalan la admonición: nos alimentamos mal, vivimos como analfabetos y somos vulgares (complete y disfrute usted, caro lector, las restantes). 

No. De repente no me siento “hipstérico”. Saben de mi renuncia a lo relacional de las redes. Me siento exultante porque esta España menguante, a la que se regala modernidad para paliar la culpabilidad de su exclusión, disfruta con disimulo de un torcimiento en el ímpetu transformador en que quieren devenir las urbes y sus interconexiones. Aún puede sacarse agua del pozo y dormir en silencio. Puede también vivir el ser humano liberado de todas sus esclavitudes industriales acomodaticias (que en puridad tan poco acomodo producen). La España menguante, junto con las restantes zonas menguantes del mundo civilizado, que es casi todo el planeta, deviene en el único lago Walden de entre todos los posibles. A diferencia de lo que pensaba Bertrand Russell, las posibilidades de que la raza humana sea derrotada por los insectos son mínimas, pero es innegable que asistimos a su capitulación intelectual y ontológica a causa de los crecientes intolerancia y fanatismo en que vivimos, caldos que se cuecen agitadamente en las ciudades. 

Anda mi madre asustada por los derroteros de la política nacional y las convulsiones que se observan allende nuestras fronteras. Yo le replico que vaya a la huerta y se dedique a cavar con su pequeño zacho la maleza que aún menudea. Las patatas brotaron grandes y rubicundas de la tierra. Este año ha llovido y la zorra no ha hecho acto de aparición en las sandías. Por cierto, están riquísimas (la maldición de la fruta sin pipos hierba al ser moderno y destruye el recuerdo de los sabores auténticos), como los tomates, abundantísimos. Ayer hicimos salsa casera. Qué delicia.

Y mientras pasa agosto, sigo pedaleando por estas carreteras íngrimas mientras voy decidiendo en qué momento convertiré mi refugio estival en paradero definitivo.   

viernes, 17 de agosto de 2018

Sonidos excesivos


No voy a referirme al ruido, sino a la omnipresencia del sonido. Es tanta su manifestación que respondemos con otros sonidos excesivos esperando apantallar lo que no nos incumbe. A una estricta cuestión de irrespetuosidad como la de esos coches con el volumen de sus indigestas músicas al máximo, oponemos resignación y convencimiento: el excesivo sonido es un enemigo fuerte frente al cual solo podemos elegir adherirnos. O aislarnos, de ahí la proliferación de auriculares sempiternamente encendidos hasta convertir la música en sonoridad egocéntrica; de disciplinas tan poco citadinas como el yoga o la meditación, o los miles de ejemplos que ustedes quieran. Nos hemos adaptado a no escuchar las terrazas, los atascos, los vídeos en los móviles ajenos, las televisiones en casa o los berridos de los vecinos, porque nosotros mismos somos muchas veces parte de las estruendosas terrazas, los pitidos de los atascos, los maleducados vídeos que a nadie más interesan, las televisiones a todo volumen y el griterío constante e innecesario.
Algo que disfruto en mis recorridos ciclistas por las Arribes no son los aromas del campo, ni tan siquiera el placer del esfuerzo. Es el silencio, o al menos el silencio que permite el labrantío, donde naturaleza y silencio son una misma cosa. Los coches que me cruzo por la carretera son pocos y apenas perduran unos breves segundos en la esfera auditiva que me rodea. Y sé que con estas reflexiones estoy convirtiendo las Arribes en el “locus amoenus” adonde huir del mundanal ruido, donde disfrutar de parajes hermosos y umbríos, con árboles, huerto, regato y cefirillos oreando prados. Mas bien sé que estas tristes tierras menguantes no son arcadianas ni recuerdos horacianos de nostalgia. Hubo un tiempo en que fueron palpitantes y diversas como ahora lo son las ciudades y megalópolis. Si echo la vista atrás, cuando menudeaban por los campos los labriegos y las reses y tractores, encuentro multitud de sonidos ya inexistentes, alminares derruidos de un reino olvidado. Jamás fueron lesivos. Y hacia ellos regreso, expulsado de estos tiempos modernos, transidos de ambiciones ilusas e insufribles egoísmos. A veces descubro en mi vida el trasfondo de una gran derrota, y no me importa nada.
Aún queda verano para ruidosas fiestas, proliferantes, por si desean disfrutarlas. Yo continuaré unos días más pedaleando. Que a la postre solo resta una cosa: “honeste vivere, alterum non laedere, suum cuique tribuere”.


viernes, 10 de agosto de 2018

Titulitis

Mientras paseo con Queco al atardecer por estos campos de las Arribes del Duero, intento explicarle que ser científico, como ser cualquier otra cosa, no es cuestión solo de tener o no un título en el expediente que te valide ejercer como tal. Es, sobre todo, una actitud que puede permanecer en el tiempo, acompañando durante toda la vida, o desaparecer de repente para dar paso a otras inquietudes de la mente. Para él, un título es sinónimo de conocimientos: así se lo han inculcado en el colegio, que es beneficioso disponer de una buena formación. Para mí, un título ha pasado a ser algo instrumental: puede ser tanto un pasaporte a un puesto de trabajo como insignia de que uno merece respetabilidad intelectual. Para Queco, un título demuestra el bagaje que uno porta. Para mí, un título no es otra cosa que la manifestación de una ingente maquinaria de cuya calidad intrínseca conviene dudar.

Siempre recuerdo una anécdota de mi primera etapa como investigador doctor, en Edimburgo, donde entre una docena de magníficos colegas destacaba negativamente una joven catalana que se enorgullecía en voz alta de su grado británico en Físicas sin haber cursado una sola asignatura de Mecánica Cuántica o Física del Estado Sólido. En el Reino Unido podía atravesarse esta carrera vadeando todas las materias difíciles, asistiendo solo a las “marías”, es decir a las más fáciles. Decía que deseaba hacer el doctorado… y posiblemente lo hiciera, no lo sé ni me interesa, pero aquella chica (técnico de laboratorio con ínfulas) ejemplificaba lo que más tarde se impuso en Europa a la boloñesa.

Doctorados con los que enmendar un currículo anodino hay miles, casi todos carentes del más mínimo interés, como el de nuestro Presidente. Y quien habla de doctorados, habla de maestrías, o másteres que se dice ahora, como el famoso del novísimo presidente del partido azul. Todas estas engañifas académicas, de difícil eliminación, han sido incrustadas no por rigurosidad académica ni completitud formativa, sino por la necesidad de disponer para la vida de uno o veinte papelitos con los que demostrar, a quien quiera oír, que uno es ilustre aun sin serlo (en realidad quienes obran así solo se sienten redimidos de su mediocridad intelectual previamente exhibida).

Mientras haya profesores dispuestos a regalar un título y satisfacer la mentira, y mentirosos dispuestos a beneficiarse de ella, ambos con timbre del estado, en estas seguiremos: dando risa a derechas e izquierdas.

viernes, 3 de agosto de 2018

Canícula de agosto

Hoy (mañana, para mí) será un poco más difícil salir a pedalear por estas carreteras de las Arribes del Duero. Ya aprieta el calor. Ahoga. Hasta hace unos días podía sentir desde la bicicleta el sonido del aire agitando las copas de los árboles, todavía repletas de matices verdosos, como si julio aún no hubiese transcurrido. En la huerta las patatas van tardías. La tierra no está seca aún. Dice mi madre que con unos pocos días de calor aplastante comenzaremos a recoger los tomates a manos llenas. Habla de preparar gazpachos para consumir tanto como hemos de recolectar antes de que pierda.
Pedaleando el lunes, al describir una pequeña vaguada por donde las torrenteras cruzan una arboleda bastante poblada, me sorprendió ver a un cervatillo. No era un ciervo adulto, tampoco una cría. Solo vi ese ejemplar. Retozaba, íngrimo, lozano en la espesura, en la parte más próxima a la carretera. Estaba mirándome pasar, imagino que absorto en el zumbido característico de las ruedas dentadas, y cuando giré la cabeza para mirarlo yo, echó a correr y a brincar por encima de las medianerías con su inherente majestuosidad de cérvido. Daba gusto verlo. Como las Arribes no es tierra de ciervos, sospecho que los dueños de las fincas de por aquí están convirtiendo las antaño rústicas parcelas agropecuarias en cotos muy privados de caza mayor, para que disfruten quienes presumen de dinero, poder y rifles en las ciudades.
Pese a este calor exagerado, es maravilloso rodar con el aire en la cara. Qué lejos se sienten los ecos de cuanto está sucediendo: que si los taxis y su empecinada guerra de cartel, que si la llegada masiva de inmigrantes, que si los sempiternos nepotismos de la televisión... Pero no me apetece, hoy no. Hoy es tiempo de agosto, de anticiclón y bicicleta, y de cierta melancolía transitoria a causa del calor por cuanto proporciona pesadez y vejación del espíritu (por los clásicos se sabe que las vacaciones, esto es, la pereza y la desidia son el germen de todo mal), para lo cual suelen ser salvíficos los vinillos (parece que con el diminutivo se rebaja el índice de alcoholemia), especialmente los blancos, bien fríos.
Y ojo, por favor, con los caldos y las cañas, que son lanzas arrojadas contra los cuerpos de quienes pedaleamos por las carreteras. Esta canícula, que exhorta los cuerpos invitándolos al deleite y a la disipación sin las siempre tediosas responsabilidades, también agosta los cuerpos de quienes yacen bajo ella fenecidos.