jueves, 18 de diciembre de 2008

Queco


Hoy cumples cuatro añitos, y en cada uno de ellos, y en cada uno de tus días, no he encontrado en ti sino el más tierno milagro. Hace mucho tiempo, demasiado tiempo, dejé de creer en ellos. Ahora, sin embargo, no hay día que transcurra sin que mi predicamento resuene con orgullo.
Tampoco imaginas el modo en que has cambiado mi vida. Eres aún muy pequeñito y no sabes de esas cosas. O quizás sí, pero no te das cuenta, porque lo que te apremia es jugar, aprender y gozar, y lo demás son asuntos que pueden esperar. Contigo, por ejemplo, he vuelto a descubrir al tigre de mentira que se aposta en la ventana, y al que solamente se puede hacer huir con una vara imaginaria en la mano. Yo nunca antes había visto al tigre malo, y si alguna vez lo hice, se me había ya olvidado. Como había olvidado lo que significa llorar, honda y profundamente, desde el corazón y el alma. Como lloro, con gusto y a raudales, cada vez que te dejo en el cole y las lágrimas de pena asoman por tus ojitos. Parece que no, pero tiene su significado intenso y preciso, al menos en lo que a mí concierne, que de repente hayas abierto mis ojos así, de par en par.
Hay tanta magia en tu caminar, y es tan bonito lo que de ella se desprende, que casi saberte creciendo es lo que más me duele en la vida. Porque, si lo pienso egoístamente, quisiera que siempre fueses pequeño. Para que continuases dándome mordisquitos en la nariz cuando me digas que me quieres. O finjas con ternura un refunfuñante enfado que, acto seguido, y por sorpresa, se convierte en abrazo y risas. Bien sé que has de crecer y recorrer otras sendas. Yo estaré en ellas, no para guiarte, pero sí acaso pendiente, echándote un ojo de tanto en cuando. No sé lo que la vida ha de depararte. Ojalá lo supiera. Mi destino creo que se acaba en mi empeño por educarte para que seas un gran hombre. Mucho mejor hombre de lo que yo he sido. Para que un buen día descubras que tu padre siempre sintió un orgullo precioso por tenerte como hijo. Acaso también para que tú, algún día, te enorgullezcas de todo cuanto una vez pude darte.
Y perdóname por no saber hacerlo mejor. Y mis ausencias y mis dejaciones. No me las tengas muy en cuenta. Tengo mi alma encerrada dentro de tu cariño y, cuando no te veo con mis ojos, ni te oigo con mis oídos, me siento perdido. Los mayores, al perdernos, siquiera por un rato, somos difíciles de entender. Ya lo irás descubriendo. De momento no te preocupes. Hoy es día de juegos y de cantarte que cumplas muchos más. Y para mí es día de decirlo, gozoso, al mundo entero. Las veces que haga falta. Ya saben, quienes aquí me vienen leyendo, que no sé vivir sin ti. Lo que no saben es cuánta vida tengo solamente porque tú me la has entregado.

viernes, 12 de diciembre de 2008

Nieves rojas


A mi regreso del puente, he disfrutado el asombro de una meseta castellana sembrada de blanco níveo. Bajo la luna creciente, sobre los sembrados, y también sobre las hojas perennes, la nieve caída parecía esperar a ser desmotada. Y ante este cuadro de poetas y lienzos que huelen a navidad, fue transcurriendo mi viaje.
Lo inicié con una reflexión, otra más, una de muchas, sobre el horror y el padecimiento sufridos en Euskadi no hace tantos días. No un horror nuevo. Ni un padecimiento nuevo. Lo sé. Pero trato de afrontarlo como si se tratase de un terror recién nacido, no sea que en nuestra habituación encuentre acomodo. Para las familias que padecen sus consecuencias, el horror solamente tiene una palabra. Para quienes observamos el sufrimiento, ha de ser tan pesaroso como lo fue aquél cuyo primer zarpazo aparece aún en  las hemerotecas. De tal cualidad es la condición humana. Nuestras pérdidas son intensas y nada las repara. Bien podríamos decir eso mismo de la condición social. Si permitimos que el horror se convierta en hábito, acabará apelmazado como nieve caída. Y entonces nos limitaremos a pisar por encima con cuidado, para no resbalar.
Se me antoja extraña la proliferación de opiniones políticas, y no políticas, que miran, desde el silencio y la cohabitación, el estigma de terror y miedo que, de tanto en cuando, aparece en este país. Ese silencio parece rehuir tanto el rechazo, que es nuestro dicterio y escupitajo ante el terror, como el aplauso, con los que honramos a nuestras víctimas. Qué extraña vida ésa. Silenciarlo todo ora por costumbre, ora por recelo. Y qué extraña libertad ésta. Parece extraída de un relato del far-west, cuando los hombres usaban armas en un mundo sin ley.
El nuestro, en pleno siglo XXI (conviene recordarlo), está ubicado en la vanguardia del planeta (conviene no olvidarlo). No es un mundo sin ley. Ésta nos sobrevino, de repente, hace exactamente 30 años. Y fue escrita en una colección de artículos que llamamos Constitución. La escribieron ciudadanos nacidos nuevamente en la libertad. A la postre, parece que solamente ha servido para emancipar las disonancias del núcleo familiar, desde donde se les dio a éstas la oportunidad de ser libres. Y digo parece, porque la realidad es más profunda, pero no demasiado más. Y esa ley que, desde hace 30 años, proclama libertades, aún se las tiene que ver con matones que especulan sobre sí mismos amarrados al vergonzante lenguaje del terror. Y con silencios. Y con desvergüenzas. Incluso con proclamas políticas de dudosa legalidad. La Constitución es esa vasta región de tierras por donde transitamos. El terror, nieve sobre la tierra fértil. Pero no una nieve blanca. Sino una nieve sucia y muy roja.