Se termina agosto. Va acabándose con una lánguida procesión
de amaneceres frescos. Atrás van quedando las fiestas, los ruidos, los amores
que han nacido para fenecer temprano. Las playas aún seguirán cubriéndose de
piel al sol. Los montes, de caminantes. Pero, entre unas y otros, son de nuevo
las ciudades quienes van desperezándose poco a poco, con ganas de trasiego y
ruidos, prisas e incertidumbres.
He visto cómo este agosto se llenaba todo de su acostumbrada
molicie veraniega y el regalo del descanso y del ocio. Está comprobado que las
crisis ásperas, agrias, son simples arañazos en nuestra piel temerosa. Las
sufren los de siempre, pero las interiorizamos todos como nuestras. Salvo en
agosto. En agosto, un poquito menos. Nos olvidamos algo de la solidaridad y de
ese barrunto extraño, economista o financiero, con el que llenamos horas de
charlas y debates durante el resto del año.
También he visto fuegos, como decía en la columna de la
semana pasada. No he dejado que me calcinasen los asuntos mundanos, que parecen
no querer descansar nunca: tan insufrible y agotador es el cacareo de políticos
y famosos (me gusta ya incluirlos a todos en el mismo costal). Agosto es el mes
adecuado para silenciar el aparato de televisión y hacer callar lo que nunca
calla.
La civilización que conocemos nos enferma poco a poco.
Vivimos agotados, y lo que es peor, agotamos lo que nos rodea. Exhaustados,
incluso el ocio acaba convirtiéndose en una actividad anhelada pero estresante.
¿Alguna vez descansamos? Qué sano es dormir mucho, nutrirse sin excesos, pasear
con calma, disfrutar del sol y del viento y del agua, apagar los ruidos y las luces,
respirar aire puro, colocar unas flores en casa, manifestar a nuestros seres
queridos el amor o la amistad que sentimos por ellos… Si hay algo que me gusta
del descanso estival, es su enorme capacidad de curación.
Hay quienes necesitarán descansar de las vacaciones. Entre
viajes frenéticos y ese mal gusto extendido llamado turismo, muchos regresarán
a sus casas agotados de emociones y paisajes. Yo, en cambio, prefiero un mes de
agosto como les venía contando: sin nada realmente que contar. Sosiego. Mi
hijo. Libros. Agua fresca. Una cama perezosa. Naturaleza sin prisas. Mi familia
alrededor. Tengo poca añoranza por los otros agostos. Ninguna, más bien. Me
gusta éste, el mío, que se ha ido despoblando de todo hasta quedarse en muy
poca cosa. Es casi un reflejo exacto de cómo me gusta vivir.