viernes, 27 de agosto de 2010

Se acaba agosto

Se termina agosto. Va acabándose con una lánguida procesión de amaneceres frescos. Atrás van quedando las fiestas, los ruidos, los amores que han nacido para fenecer temprano. Las playas aún seguirán cubriéndose de piel al sol. Los montes, de caminantes. Pero, entre unas y otros, son de nuevo las ciudades quienes van desperezándose poco a poco, con ganas de trasiego y ruidos, prisas e incertidumbres.
He visto cómo este agosto se llenaba todo de su acostumbrada molicie veraniega y el regalo del descanso y del ocio. Está comprobado que las crisis ásperas, agrias, son simples arañazos en nuestra piel temerosa. Las sufren los de siempre, pero las interiorizamos todos como nuestras. Salvo en agosto. En agosto, un poquito menos. Nos olvidamos algo de la solidaridad y de ese barrunto extraño, economista o financiero, con el que llenamos horas de charlas y debates durante el resto del año.
También he visto fuegos, como decía en la columna de la semana pasada. No he dejado que me calcinasen los asuntos mundanos, que parecen no querer descansar nunca: tan insufrible y agotador es el cacareo de políticos y famosos (me gusta ya incluirlos a todos en el mismo costal). Agosto es el mes adecuado para silenciar el aparato de televisión y hacer callar lo que nunca calla.
La civilización que conocemos nos enferma poco a poco. Vivimos agotados, y lo que es peor, agotamos lo que nos rodea. Exhaustados, incluso el ocio acaba convirtiéndose en una actividad anhelada pero estresante. ¿Alguna vez descansamos? Qué sano es dormir mucho, nutrirse sin excesos, pasear con calma, disfrutar del sol y del viento y del agua, apagar los ruidos y las luces, respirar aire puro, colocar unas flores en casa, manifestar a nuestros seres queridos el amor o la amistad que sentimos por ellos… Si hay algo que me gusta del descanso estival, es su enorme capacidad de curación.
Hay quienes necesitarán descansar de las vacaciones. Entre viajes frenéticos y ese mal gusto extendido llamado turismo, muchos regresarán a sus casas agotados de emociones y paisajes. Yo, en cambio, prefiero un mes de agosto como les venía contando: sin nada realmente que contar. Sosiego. Mi hijo. Libros. Agua fresca. Una cama perezosa. Naturaleza sin prisas. Mi familia alrededor. Tengo poca añoranza por los otros agostos. Ninguna, más bien. Me gusta éste, el mío, que se ha ido despoblando de todo hasta quedarse en muy poca cosa. Es casi un reflejo exacto de cómo me gusta vivir.

viernes, 20 de agosto de 2010

Incendios de verano

No hace mucho tiempo, Portugal ardió. De arriba abajo. El fuego perpetró, unos pocos años atrás, la mayor calcinación de bosques que se recuerda en el país luso. Este mes de agosto, con religiosa periodicidad, las llamas han vuelto a arder en varias de las regiones de nuestros vecinos (al menos, vecinos míos: estoy de vacaciones muy cerca de su frontera).
Hay en el fuego un misterio inmenso, inmarcesible. La sequedad de los pastos y bosques, característica de los meses estivales, alimenta el estrepitoso crepitar de las llamas, que no conocen descanso y acaban consumiendo todo lo que encuentran a su paso. Los aromas a arboleda, bajomonte y retama, tras un incendio, dan paso a la calcinación, el humo espeso, el negro olor a quemado. En estas vastedades asoladas, de aspecto afín a como ha de ser el infierno de la inconsciencia, puede surgir nuevamente la vida. Lentamente. Sacrificadamente. Le cuesta tanto, es tanto el tiempo que necesita la tierra para regenerarse, que debemos echarle una mano.
Es habitual ya contemplar bosques repoblados, repletos de frescura y vida. Es una de las labores más loables que pueda imaginarse. Y es loable porque se da la circunstancia de que esos incendios devastadores, en su gran mayoría son provocados. Con esta palabra quiere decirse que no ocurren espontáneamente porque los bichos de los montes jueguen con palitos a provocar chispazos. Unas veces, es la propia desidia e indolencia humana quien los inicia. Otras muchas, acaso las más, son el egoísmo y la avaricia quienes deciden cebarse con los bosques.
Nunca he entendido del todo bien los motivos que puede tener alguien para querer quemar los árboles. Puede suceder que muchos pirómanos sean enfermos mentales, incapaces de sobreponerse a su obsesión crematoria. O acaso sean interesados que buscan sacar provecho de la madera calcinada, pero extraña que las leyes dejen abierta una puerta tan ominosa. Pero hay quienes dicen disfrutar de la naturaleza, y son incapaces de llevarse una fiambrera (tupper, que se dice ahora) o un bocata, para comer con simplicidad a la orilla de un arroyo: por ellos se han construido una enormidad indecente de merenderos y barbacoas, riesgo absurdo en los montes, por más que los pinten de seguridad.
Uno quisiera ver siempre los bosques lozanos, frondosos, naturales, umbríos, con su maravilla de aromas y sonidos en armoniosa concordancia. Pero el verano, el progreso y la estupidez humana en ocasiones los quema.


viernes, 13 de agosto de 2010

La Luna del Ramadán

Esta semana dio comienzo el Ramadán, el noveno mes del calendario islámico. En mi opinión, la más importante diferencia entre el mundo islámico y el occidental reside no en el credo religioso, ambos muy similares, sino en la manera que tienen los musulmanes de medir el tiempo.
Nosotros sentimos adoración por el Sol. Nos ilumina y da vida. Abandonar la visión geocéntrica y comenzar a girar alrededor de la estrella que nos ilumina, fue una magnífica cesión ante el astro que denominamos rey. Medimos el paso del tiempo de acuerdo a su regencia. Los musulmanes no. Ellos constatan el paso del tiempo de acuerdo a la Luna. Se han acostumbrado a nuestro calendario porque las fronteras son líneas trazadas en un mapa, y es inevitable establecer relaciones con los vecinos, especialmente si son poderosos. Pero es mera diplomacia. Tan rabiosos y furibundos como nos parecen, tan extremistas e intolerantes, y no advertimos que conocen nuestras costumbres mucho mejor que nosotros las suyas.
A mí hay aspectos de su cultura que me parecen de una poesía inmensa. Como tener que escudriñar el cielo en busca del primer creciente tras la luna nueva, en el noveno mes, para que se inicie la rememoración de la Hégira. Las civilizaciones islámicas siempre manifestaron un gusto exquisito por el conocimiento y la imaginación. Y ese gusto nos lo transmitieron. Muchos de nosotros vivimos en una perpetua dualidad mágica, Luna y Sol. La Luna es el objeto celeste preferido por los poetas. Sus rayos tibios, índigos, evanescentes, evocan un mundo (lunar) superior a éste tan terrenal (solar) en que ajamos nuestras existencias. Una evocación consoladora, balsámica, reconfortadota…
Es una lástima que los derroteros egoístas e interesados, a todos los niveles, de la humanidad, hayan diezmado ese mundo diverso y solidario, que se gestó en el humus de las antiguas civilizaciones, de las que todos nosotros provenimos. Nuestra carrera alocada por satisfacer el máximo individualismo posible ha ido dejando atrás muchos, muchísimos aspectos esenciales a la persona. Como el respeto hacia la diversidad y la tolerancia integradora. Del Islam sólo observamos su fanatismo, su intransigencia, su segregación y el odio que sienten por nosotros. A cambio, ellos observan nuestro egoísmo, nuestra arrogancia e insensible avaricia.
El reinado del Sol lo ha cubierto todo con su brillo enceguecedor. Me pregunto en qué parte del firmamento se esconde la Luna del Ramadán…

viernes, 6 de agosto de 2010

120

Tenemos unas magníficas autovías y autopistas por las que muchos conductores no circulan a la velocidad máxima permitida. Los vehículos que por ellas transitan son potentes, robustos, fiables, cómodos.
Las carreteras se han ido adaptando a las evoluciones tecnológicas. Nadie compra un coche con aros o estrellas para discurrir somnolientamente por caminos trazados a la vera de un río: en cada recodo, por bello que sea, puede surgir un inconveniente, un estorbo, una sorpresa. En ocasiones no queda otro remedio: queremos visitar los inhóspitos lugares que parecen estar lejos de la civilización, aunque tengan hoteles rurales, camping y restaurantes (nos parecen, precisamente, inhóspitos, porque ya solamente sabemos de asfalto y retenciones y calles y muchos, muchísimos coches por doquier). Y a ellos se accede habitualmente por asfalto estrecho y con muchas curvas, desde el punto en que la autovía se niega a proseguir.
La DGT no desea que vayamos tan rápido. Permite que adquiramos vehículos rapidísimos, que se levanten carreteras adaptadas a la fiabilidad tecnológica de la rapidez, pero mantienen sus límites en 120. Dichosa cifra. Allá por 1974, se estableció la velocidad máxima en 130. La crisis del petróleo la redujo a 100. Y en 1981 se alzó hasta lo que marcan los redondeles de las autopistas. Dicen, los de la DGT, que subir ese límite hasta 130 supondría un 30% más de víctimas por accidente en carretera. Si es así de espeluznante, no me explico por qué no reducen el límite de inmediato a 100: pienso que con gozo celebraríamos todos, una reducción porcentual parecida de accidentes de tráfico. Mi opinión es que nos engañan, de manera interesada: siempre hay un informe que avala con exactitud lo que se dice (de igual modo, siempre hay un informe que asegura justo lo contrario y con parecida exactitud).
A mí, personalmente, esta cuestión (y otras parecidas) me da lo mismo. Velocidad, tabaco, antibióticos, toros… Todo son prohibiciones que provienen de leyes que aburridamente se inventan nuestros aburridos mandamases. Y como no me apetece enfrentarme a nadie, circularé a 120, no fumaré nada, acudiré al médico para que me recete, dejaré de bostezar con el astado… Menudo ácrata soy: no combato nada. Me vence la indolente cobardía del sistema. Todo lo más, pisaré algo el acelerador cuando vea la autopista despejada y el GPS no anuncie un radar. No por llegar antes, sino por echar una risotada de pura satisfacción.