jueves, 31 de julio de 2008

Tragones que somos



Ni delgados. Ni longevos. Ni saludables. Aquello del mito de la dieta mediterránea se ha acabado. Lo ha dicho la FAO, o sea, la organización de las Naciones Unidas que se ocupa de erradicar el hambre en el mundo. Pero también, pues la contraposición es casi inmediata, los que nos dicen a nosotros, ciudadanos del primer mundo, que pasemos un poquito de hambre para variar.
Tan ricas frutas, verduras y hortalizas como disponemos a orillas del Mare Nostrum. Tan maravilloso aceite de oliva. Tan buenísimos productos del campo, de ese campo llamado huerta, donde crece alegre el limonero y luce el sol a raudales. Una riqueza de la que ni siquiera el buen vinito está excluido, pues conocido es que no agrede cuando se bebe con moderación. El mundo entero muere por nuestra dieta. Por nuestra cultura culinaria, con esta gastronomía robusta y beneficiosa que en otros países, en otras latitudes, envidian.
Al cuerno con todo. Los que envidiamos somos nosotros ahora. Nos hemos vuelto sociedad de pasteles, grasas, de exceso de solomillo. Tanto pescado, tanto boletus, tanta gaita macerada en aceite con aromas de romero. Nos hemos convertido en domingueros de a diario. Ya ni siquiera respetamos que las parrilladas sean mejor en domingo y en verano.
Fina y delicadamente, la FAO nos cuenta que hemos deteriorado nuestros hábitos en materia de alimentación. Qué jocosos son. Llaman deteriorar a consumir vorazmente suculentos entrecottes, a mojar pan en todas las salsas, a deleitarnos con platos que rezuman grasa y proteínas, a olvidarnos de las hojitas de lechuga y los tomatitos y el queso de oveja regado con vino viejo. Lo llaman deterioro, cuando habría que llamarlo estupidez.
Y luego llega el sobrepeso. La obesidad. Las sudadas en los gimnasios y la compra nada inteligente de las bandejas de supermercados. Qué más da. Para lavar conciencias nos recreamos en Arguiñano y sus buenos consejos. Y el rico rico, y qué bueno está todo. Tenemos la conciencia tranquila. Tan tranquila que nos vamos de chuletones y costillas y todo eso, porque, bueno, con moderación tampoco pasa nada (eso decimos mientras nos los zampamos a dos manos).
Y luego (otro luego más) vienen las excusas. Excusas ante la báscula, claro. No podemos hacer menos. Le dedicamos a los empresarios y a los atascos todo nuestro tiempo. Y con carencia de tiempo, optimizamos. Optimizamos el hipermercado. El microondas y la comida precocinada. El reloj y la hamburguesa. Optimizamos todo aquello que nos deteriora, que dice la FAO. Nunca optimizamos en el sentido correcto.
Pues oiga. Coma sano, leñe. Si quiere, le cuento la receta. Es la misma que ha publicado la FAO hace unos días. Lo que cambia es… que le haga caso. Y no me venga con excusas (luego).

viernes, 25 de julio de 2008

Obsolescencias



Me he comprado una TV. Sí, lo han leído bien. Después de tanto tiempo, ya dispongo del dichoso electrodoméstico que, de acuerdo a algunas estadísticas, se encuentra en el 99,5% de los hogares. He claudicado.
Es una tele muy bonita. Ahora son todas planas, y la mía lo es. Su color es negro azabache. Al encenderla se ha sintonizado solita a los productos para telespectadores. Hay cientos, miles de ellos. No solamente están la uno, la dos, la tres, la cuatro, la cinco, la seis, la siete y la ocho. Fuera de numeración hay muchas más. Muchas. Incluida una amplia variedad de canales con el único y exclusivo objetivo de vendernos cosas. Sin contar con la publicidad, que está en todas partes.
Consumir. He ahí la clave de nuestro tiempo. Todo encaja. Los americanos inventaron en la posguerra mundial aquello de los bienes de consumo, las necesidades del consumidor, y las astutas obsolescencias. Para salir de la devastación económica promovieron que la gente consumiese. ¡Pero si consumir es hasta la receta de ZP para acabar con la crisis! Nada como la tele para un perfecto engranaje de la cadena de consumo. Nos pasamos todo el día en el trabajo. Llegamos a casa rendidos. Enchufamos la tele. Entonces vemos un anuncio con el nuevo e imprescindible móvil superferolítico parido por los japoneses. Babeamos con la esbeltez impecable de una tipa en minúsculos pantaloncitos que dice necesitar una crema anticelulitis (jajaja, sí, precisamente ella, seguro que sí). Nos mordemos los labios con ese coche diseñado para ser conducido únicamente por los que saben del éxito. E incluso nos mienten con total descaro acerca de la biodegradabilidad del último detergente que lava no ya solamente más blanco, sino también más multicolor, más fresco y más suave. 
Pero cuántas chorradas, señor, y no he hecho sino mirar los anuncios. Apagamos el televisor para irnos a la cama y nos convencemos de que somos una mierda. Y que mañana hemos de comprar el móvil, ligarnos a la gachí de la anticelulitis, pedir un crédito para ese coche fabuloso y acabarnos a toda prisa el detergente para adquirir el otro que es, cómo decirlo, más mejor. Y ya estamos satisfechos. Mañana, vuelta al trabajo. Más horas aburridas en una grisácea oficina de una fábrica donde se ensamblan esos trastos que compramos, porque hacerlos, lo que se dice hacerlos, los hacen esclavizados trabajadores en alguna parte de Asia. Y luego a casa, a descansar, momento en que la tele nos dirá en qué otros aspectos somos también una mierda, y cómo mejorarlo. Un ciclo absurdo.
Por cierto. De la tele no pongo los canales. He conectado un DVD capaz de reproducir miles de películas piratonas descargadas sin vergüenza alguna de Internet. Pues qué se creían…

viernes, 18 de julio de 2008

Piratillas


Tengo amigos, y familiares, que almacenan en sus casas más películas de las que van a ser capaces de disfrutar a lo largo de un año. A menos que dediquen todas sus horas de sueño y ocio a esa actividad, claro. Y ni aun así. Son como tíogilitos. Disfrutan coleccionando. Digo yo, que alguna vez tendrán tiempo para sentarse cómodamente en un sillón y ver alguna de esas adquisiciones que guardan en sus estantes y archivadores. La cuestión de todo este asunto, claro está, se encuentra en que obtenerlas no les ha costado un ochavo. Se trata de material que descargan ilegalmente de Internet. Piratería.
Cuando les reprocho esa actitud, generalmente se ríen, o me ningunean, o me replican que el cine está muy caro. No tienen sensación alguna de estar cometiendo un delito. No se cambian de televisor o de coche porque no pueden, pero se jactan de conseguir por Internet todo aquello que desean. Es obvio que un ciudadano de a pie no puede permitirse semejante videoteca en su casa a menos la robe. Y eso es justo lo que se hace. Robarla. Y a espuertas.
La cuestión no es el dinero. Si no podemos adquirir un bien, no lo compramos. Y que yo sepa, las películas o los videojuegos no son bienes imprescindibles como la ropa o los alimentos. El asunto es, más bien, social. Y español, que nuestro país encabeza las listas de descargas piratas en Europa. Tan social es, y tan extendida e impune es esta actividad, que tengo la sensación de que quienes nos situamos enfrente de la piratería somos socialmente idiotas. Porque nos empeñamos en una quimera: que se pague por el trabajo ajeno. Pues no. Los listos son los que se descargan las películas con el emule. Y cuantas más descargas hacen, más listos son ellos y más idiota soy yo.
El desdén hacia el trabajo ajeno es mayúsculo, y se ha incrustado en el sentir social como el Peine del Viento en la costa donostiarra. Todos gustan de cobrar a fin de mes por el trabajo que realizan, pero les disgusta enormemente pagar a los autores y creadores por sus obras. Y que no me vengan con las monsergas de los altos precios. Aquel famoso disco de “Operación Triunfo” costaba 6 euros, y aun así, todo el mundo lo pirateaba. Dejémonos de pamplinas. Lo que al personal le gusta es, realmente, tener gratis lo que cuesta dinero.
Dudo mucho que la piratería llegue a erradicarse de forma definitiva. Los proveedores de ADSL la necesitan. Venden sus servicios de banda ancha con el único objetivo de permitir al ciudadano que se descargue cosas, porque las páginas web y el email no necesitan tanta velocidad de conexión como se ofrece hoy en día.
¿Saben? Voy a instalarme uno de esos programas. Con esto de la crisis no me llega para casi nada. Quizá pueda descargarme una asistenta gratis con el emule. 

viernes, 11 de julio de 2008

Matar a un ruiseñor


Supongo que a usted también le ocurrió. Que también hubo de contener una náusea espantosa al conocer que un joven mató a golpes a un bebé por hacerle perder una partida de videoconsola. No ha escatimado la prensa en descripciones escabrosas y repugnantes acerca de cómo se produjo el suceso. No las pienso repetir aquí. Bastante asco me produce ya el asunto. Sobre todo atendiendo la edad del culpable, un dominicano de 19 años. Tan joven, y ya pesa sobre él una acusación del más inadmisible crimen que podamos tolerar. Porque ha matado a un ruiseñor, a un ser inocente que probablemente sonreía cuando interpuso sus manitas encima del mando de juego. El pobre niño tuvo la mala suerte de toparse con una bestia enloquecida.
Este crimen es un nuevo ejemplo de violencia doméstica. Ese terrorismo de baja intensidad que asola nuestro mundo sin que parezca existir remedio para sus fechorías. En este caso ha sido un bebé, pero la víctima hubiera podido ser cualquier persona del entorno del criminal sin capacidad de responder a la agresión. Quizá a un psicólogo le baste la razón de su locura transitoria para explicar el suceso ante un tribunal. Pero yo no soy juez. No debo sentenciar para restablecer la justicia. Por ello pienso, y temo, que esa reacción desmedida y ciega, pueda volver a repetirse. La diferencia entre un adulto sano y cabal, y otro que no lo es, radica en la moderación de que dispone para afrontar las distintas situaciones de su vividura. En un adulto maduro están arraigadas determinadas convicciones que le impiden mostrarse de manera violenta y criminal. De lo contrario, todos actuaríamos como hooligans en alguna ocasión. Todos patearíamos papeleras en un acceso de rabia. Todos mataríamos bebés inocentes ante cualquier insana frustración. Todos seríamos maltratadores o acosadores obsesionados. No lo hacemos, no lo somos, e incluso lo repudiamos. Tal es nuestro convencimiento. Y nuestra mayor fortaleza. Ese joven no la tiene.
Las páginas de sucesos retratan de manera constante algunas de nuestras miserias. Lo abominables que podemos llegar a ser como especie. La violencia, al igual que cualquier otra plaga incrustada en nuestra condición humana, arroja oscuridad sobre un mundo que tan brillante aparece casi siempre ante nuestros ojos. Es una oscuridad pútrida y constante, aunque dosificada. Y comprobamos a diario que resulta costosísimo ahuyentarla. Pero hemos de lograrlo, o no podremos orientar nuestra sociedad hacia fines más constructivos.
De verdad, no consigo que se me vaya de la cabeza el llanto de ese pobre bebé. Pero la vida sigue. Conforme voy terminando de redactar esta columna, recibo la noticia de la muerte de una joven irunesa, víctima de la violencia de género.

viernes, 4 de julio de 2008

Ser patito o ser Leonardo



Leí recientemente en Diario Vasco un artículo donde se hablaba de los problemas de adaptación de los niños superdotados. Afirmaban los expertos que éstos han de poder desarrollar plenamente todas sus extraordinarias capacidades si realmente desean llevar una vida provechosa y feliz. Pensaba entonces en la importancia que cobra en nuestra sociedad el correcto desarrollo de las capacidades humanas. Y no solamente en la etapa escolar o universitaria.
Este asunto de la inteligencia aparece en la prensa que usted lee en muchas y diversas manifestaciones. Habitualmente asociada a personas concretas de brillantez incontestable, cuyas inteligentes aportaciones genera disfrute y avance al resto de individuos. Almodóvar, Antonio López, Fernando Alonso. Ponga el ejemplo que guste. Tanto es así, que a todos nos gusta demostrar la superioridad de nuestro Cociente Intelectual, tengámoslo brillante o no. Fue un francés, Alfred Binet, quien pretendió estudiar la inteligencia humana midiendo la capacidad de comprensión, razonamiento y juicio. Como si éstos fueran innatos e inmutables, como esas cualidades de las que hablan los horóscopos. Sin embargo, el talento necesita de un adecuado entrenamiento. Nuestra inteligencia es genética en un cuarenta y ocho por ciento. El resto lo hace el entorno y la educación. Un entorno y una educación que, como bien saben los profesores y pedagogos, permite el desarrollo no solamente de un tipo exclusivo de inteligencia, se de múltiples cualidades intelectuales. ¿Acaso no era inteligente Shakespeare, de admirable capacidad lingüística? ¿Alguien negaría la inteligencia musical de Ella Fitzgerald?
Si usted hubiera nacido patito, aprendería a sobrevivir imitando los movimientos y comportamientos de su madre. La diferencia entre el ser humano y el patito estriba en que usted elige qué y a quién imitar. Y conforme vaya superando los sucesivos modelos que imita, elegirá otros nuevos, movido por el deseo de ver realizado su potencial intelectual. Es ésta una inteligencia que se puede ir desarrollando a lo largo de la vida. Cada vez disponemos de mayor calidad y cantidad de vida. Podemos plantearnos retos sucesivos a lo largo de nuestra existencia. Quizá no lograremos sobresalir en ninguno de ellos, pero al menos podemos intentarlo. El problema estriba en que, cada vez más, asimilamos y buscamos más activamente entornos de escasa o nula exigencia intelectual. La tele. El fútbol. Port Aventura. Dulcificamos el rendimiento de nuestra mente, en busca de una placidez de pereza absoluta. Nos alejamos del modelo renacentista, Leonardo da Vinci, y abrazamos la esencia del patito que nada por el río. Elegimos, por tanto, nuestra irremisible muerte intelectual. Qué lástima.