De esperpento en esperpento, las sancheces consiguen que lo grotesco parezca normal y lo razonable, grutesco. Nuestra tolerancia es como el vientre del boxeador, endurecido a golpes, como su cerebro noqueado hasta no poder distinguir lo que hiere y lo que hiede. Es la pasmarotada en que confluye una impudicia recurrente. Vivimos tiempos extraños, ya lo dije hace unas semanas: los peores han copado el poder, todos juntos, en contubernio, y se dedican a hincar los árboles por las copas dejando las raíces al aire ante el alborozo ajeno. Una descomunal estafa donde las estrategias se inventan cada mañana y las cuentan, ¡oh, castigo!, en acendradas homilías repletas de vaciedad.
El Gobierno no cesa de generar conflictos, aunque duerma.
Tienen la convicción de vivir en una batalla perpetua donde cada minuto ha de ser
de gloria, donde solamente se puede vencer o morir. Se saben dueños de una
gobernanza muy débil y sus socios, que ventean en el aire la inestabilidad y a su vez se
saben contingentes una vez aprobadas las cuentas, buscan arramplar con todo. Ya
lo hacían: lo de la lengua vehicular da risa porque las sentencias
constitucionales siempre se tomaron por el pito del sereno y los cuarteles ya
iban en retirada (cuestión de símbolos). Si se derriban las estatuas, ¿por qué
no esos residuos ancestrales que, al parecer, ya no hacen sino estorbar a unos
y otros, menos a los de siempre?
Y en eso estamos, viviendo cada día los incidentes y el pillaje
que, desde que el mundo inventó la decadencia, anticipan el hundimiento. Es obsceno
contemplar cómo quienes más se regocijan con el cataclismo no dejan de obtener
réditos y placer con ello. ¿A quién le importa si los ciudadanos callamos y
hasta dentro de tres años no hablarán las urnas? Los de la oposición no oponen
mucha resistencia, diríase que ninguna, salvo esos desdichados escorados a la
derecha a quienes neutralizan las bien orquestadas campañas de demonización que
promulgan tanto el Gobierno y sus socios como los propios oponentes.
No sé cuál será el colofón a tanta agresión. Yo, al menos,
me siento agredido, batallando con la voz en un cada vez más yermo erial donde
las gentes deambulan, trabajan, aman o mueren, sí, pero con la tristeza de ver
a los peores de todos, a los más perversos y demenciales, manejando las riendas
de un carruaje que hace rato que se viene despeñando. Es lo que pasa cuando
irrumpen las hordas cainitas y destruyen la paz civil, la estabilidad y lo que
una vez fue denominado, sencillamente, prosperidad.