viernes, 27 de noviembre de 2020

La estafa cainita

De esperpento en esperpento, las sancheces consiguen que lo grotesco parezca normal y lo razonable, grutesco. Nuestra tolerancia es como el vientre del boxeador, endurecido a golpes, como su cerebro noqueado hasta no poder distinguir lo que hiere y lo que hiede. Es la pasmarotada en que confluye una impudicia recurrente. Vivimos tiempos extraños, ya lo dije hace unas semanas: los peores han copado el poder, todos juntos, en contubernio, y se dedican a hincar los árboles por las copas dejando las raíces al aire ante el alborozo ajeno. Una descomunal estafa donde las estrategias se inventan cada mañana y las cuentan, ¡oh, castigo!, en acendradas homilías repletas de vaciedad.

El Gobierno no cesa de generar conflictos, aunque duerma. Tienen la convicción de vivir en una batalla perpetua donde cada minuto ha de ser de gloria, donde solamente se puede vencer o morir. Se saben dueños de una gobernanza muy débil y sus socios, que ventean en el aire la inestabilidad y a su vez se saben contingentes una vez aprobadas las cuentas, buscan arramplar con todo. Ya lo hacían: lo de la lengua vehicular da risa porque las sentencias constitucionales siempre se tomaron por el pito del sereno y los cuarteles ya iban en retirada (cuestión de símbolos). Si se derriban las estatuas, ¿por qué no esos residuos ancestrales que, al parecer, ya no hacen sino estorbar a unos y otros, menos a los de siempre?

Y en eso estamos, viviendo cada día los incidentes y el pillaje que, desde que el mundo inventó la decadencia, anticipan el hundimiento. Es obsceno contemplar cómo quienes más se regocijan con el cataclismo no dejan de obtener réditos y placer con ello. ¿A quién le importa si los ciudadanos callamos y hasta dentro de tres años no hablarán las urnas? Los de la oposición no oponen mucha resistencia, diríase que ninguna, salvo esos desdichados escorados a la derecha a quienes neutralizan las bien orquestadas campañas de demonización que promulgan tanto el Gobierno y sus socios como los propios oponentes.

No sé cuál será el colofón a tanta agresión. Yo, al menos, me siento agredido, batallando con la voz en un cada vez más yermo erial donde las gentes deambulan, trabajan, aman o mueren, sí, pero con la tristeza de ver a los peores de todos, a los más perversos y demenciales, manejando las riendas de un carruaje que hace rato que se viene despeñando. Es lo que pasa cuando irrumpen las hordas cainitas y destruyen la paz civil, la estabilidad y lo que una vez fue denominado, sencillamente, prosperidad.


viernes, 20 de noviembre de 2020

Anomalías temporales

Lo recordaba el otro día un comunicador bastante agudo. ETA se disolvió hace dos años. Franco murió hace cuarenta y cinco años. La Guerra Civil concluyó hace ochenta y un años. Pese al calendario, la Guerra Civil viene copando el argumentario político desde que un tal ZP nos inculcó la memoria verdadera con los tomazos de la ley, y Franco no dejaba de ser una momia enterrada a la que trasladaron para seguir enterrada en otra parte ante la exaltación de unos pocos y caducos vejestorios nostálgicos que, al parecer, aún quedaban. Ambos simbolizan un resentimiento indefinido en quienes no comulgan con el olvido consciente que representó la Transición. Pero ante el terrorismo no podemos hablar de resentimiento, ni de guerra civil ni de dictadura: los inocentes asesinados (ellos no mataron, fueron matados) por esta peste durante la democracia continuarán extintos y sus padres o hermanos o hijos o amigos seguirán penando su ausencia en esta casi idéntica democracia que, ahora, al parecer, se empeña en limpiar la capa de porquería que aún rezuma por toda la epidermis de sus nostálgicos, que no son precisamente vejestorios. Cuestión de ritmos, supongo…

También suenan cadencias anómalas entre mandamases. Incluso entre mandamases de un mismo signo. A los más caducos (y nótese que así denominan algunos a los que rondamos mi edad) les piden los menos seniles que se aparten, que no malmetan, que se callen la boca, vaya. Los quieren, como mínimo, prejubilados. La edad no es admitida. Imagino que quienes miran la edad como una manifestación de la decrepitud no han de concordar con aquello de la experiencia y lo mucho que sabe el diablo cuando es viejo. En realidad, si pudieran, mandarían callar la boca a todo el mundo para que esas bocas no chisten ni digan lo que ellos no quieren oír. Como no pueden, ordenan lealtad y sumisión porque sí, por el artículo 33, porque un partido político que gobierna (en democracia) no es sino una dictadura donde solo el líder (y sus corifeos) habla, además de mandar, y sin ser momias. Cosa que ya sabíamos. Nos dirigen dictadores de medio pelo. Vayan al resto del planeta y véanlo.

La última anomalía temporal proviene de un desastre que parece pasar inadvertido. El migratorio en Canarias, adonde llegan por miles de Marruecos, que anda a palos con el Frente Polisario, aunque alguno con moño no se quiera enterar. Es anomalía porque, donde hace unos meses dijeron “¡vengan!” ahora hacen el “¡venga ya!”. Y no es lo mismo. Salvo que uno haga sancheces.


viernes, 13 de noviembre de 2020

Sensiblerías

Hace unos días me recomendaron una novela, Nosotros, de Evgueni Zamiátin, precursora de las distopías de Huxley y Orwell. La recordaba panóptica, farragosa, poco seductora. Llegué a ella en su día buscando las fuentes de Orwell, pero esa es otra historia. Lo cierto es que me suscitan mucha curiosidad estas recomendaciones con independencia de lo que yo opine del libro. Necesitamos en este mundo, teñido por un sentimentalismo autoritario y sensiblón, más palabras impresas alejadas de las noticias inmediatas y las posturas ideológicas, y muchas más ideas.

Tengo bastante claro que por todas partes se ha impuesto, como un virus, la antítesis social de cuanto prevaleció en Europa desde la Ilustración. Se mire en una dirección u otra, por las calles solo deambulan mareas de ciudadanos ultrarrespetuosos, tecnólatras, sentimentaloides e iconoclatas del pasado. Sin pensamiento, porque imperan las consignas y las verdades que caben en una foto de WhatsApp. Este sentimentalismo de telenovela turca, por su vaciedad intelectual, es difícil de refutar. Además, quienes lo profesan se ofenden rápido, como aquella cocinera de un colegio que, recién devenida vegana, sostenía llorar a moco tendido mientras cortaba la carne de pollo para la comida. Tenemos al alcance de nuestros dedos, a través de una maraña ingente de información y conexiones, todo el conocimiento y la crítica habidas y casi por haber, pero cuanto más fácil es su acceso, más lo despreciamos en aras de donde nacen las sensiblerías.

Por eso, en este 2020 sensiblero, no solo trágico, no extraña que en el continente donde se redactaron los derechos y libertades del Hombre haya prevalecido finalmente una visión floja y desganada del acontecer humano, cargada de sentimiento, tanto que nos ha privado de casi todas las conquistas humanistas enarbolando injustamente la bandera del autoritarismo, coadyuvado por la polarización extrema de las personas. Hemos acabado donde debíamos: en el absurdo de las guerras pacifistas y positivas.

Debo volver a Zamiátin. Se lo debo a quien me recordó la extraña novela. Como debo volver a recordar aquel pasado mío no muy reciente, cuando me maquillaban antes de pasar ante las cámaras para hablar casi anónimamente de cosas que podrían parecer intrascendentes, pero que iban sin sentimentalismos ni deseos de fanatizar, solo por extender las ganas de saber más, de ser más libres, de pensar de forma independiente, sin dejarnos vencer por influencias, casi todas espurias, ni extremismos.

viernes, 6 de noviembre de 2020

Vehicularismos

Debería redactarse una lista de elementos que el Gobierno (un Gobierno, cualquier Gobierno) no puede tocar. Del modo en que se redactan los poderes notariales. Me dirán ustedes que para eso está la Constitución, pero últimamente vienen apareciendo demasiados agujeros en nuestra Carta Magna y por ellos se cuelan tanto desaprensivos como aprovechados, muchas veces con la connivencia interpretativa de quienes tienen por obligación defenderla. De ahí lo de abogar por escribir una frase que diga: la integridad territorial del país no se toca, y el uso del castellano, tampoco.

Probablemente sea un globo sonda, o una idea descabellada que ha trascendido demasiado, pero negociar que la lengua española deje de ser vehicular solo para dar contento a (ciertos) catalanes, o siquiera contemplarlo, es algo que agota el diccionario de sinónimos. La Constitución, esa que tan fácil es de destrozar por cualquiera si de conservar el poder se refiere, establece que todas las lenguas cooficiales son vehiculares. Luego en las escuelas se enseña casi todo en una y casi nada en la otra, pero bueno, son ese tipo de anomalías que pasan con los regionalismos y sus trampas. Porque son trampas. Los tribunales recuerdan cada cierto tiempo que, entre las lenguas oficiales, en sus respectivos territorios, ha de existir igualdad. Y ahí reside lo irritante para quien inventa maneras de urdir la trampa que permita saltarse la obligación. A los que no somos covehiculares, salvo en la intimidad, o en la radio con frases aprendidas, o por curiosidad (anda que no es difícil el euskera, caramba), los demás, digo, preferimos dejar hacer y no volcarnos en disputas por algo tan evidente como la universalidad del castellano: dejar hacer no es otra cosa que coadyuvar a la lengua cooficial.

Pero la política no es la calle. La política actual maneja propaganda y muy grandilocuentes causas, que suelen ser las únicas de quienes aspiran a ejercer el poder sin entender que no los elegimos para ser dictadores, sino empleados nuestros y para que nos dirijan a buen puerto. Si se remitiesen a las habituales y más pequeñas causas no tendríamos jaleos. Porque esto último que se ha inventado este Gobierno tan pintoresco no deja de ser otro jaleo innecesario más. ¡Y todo por unos presupuestos! Todos sabemos que no se cumplen ni sirven de reflejo de la realidad. Que una contingencia puntual de este año condicione muchos años futuros resulta esperpéntico.

Vivimos el año de los prodigios. Imposibles, pero prodigios, como los crecepelos de feria. Más falsos que Judas. Casi parecía más sensato haber hablado de Trump.