viernes, 19 de febrero de 2010

Móviles sin crisis

Cuentan los titulares que la industria del móvil no sabe que estamos en crisis.
Yo uso mucho el móvil. Mis facturas son astronómicas, y no sé cómo hacerlas disminuir a menos que agarre el telefonito y le arree un buen martillazo. O lo arroje al mar desde un acantilado, aunque eso contamine. Ya sé que, hasta no hace mucho, cuando aún no disponía del diabólico engendro, vivía muy bien sin él. Ahora no sé cómo pasar treinta minutos de mi vida sin comprobar los mensajes, el buzón de correo, los comentarios de mi blog o el estado de las carreteras, sin ver vídeos que de otro modo no vería jamás, sin rellenar la tarjetita de memoria con más canciones, sin hacerme fotos estúpidas, o sin decidir –simplemente- a quién llamo de entre los muchos contactos que almaceno en la agenda.
¿Cómo va a estar en crisis el sector de las comunicaciones? Con tipos como yo, las empresas de móviles subsisten en pura gloria. Pago sin rechistar los desproporcionados costes de llamada, de mensajería y el precio de los artefactos también lo pago, porque me han convencido de que tengo puntos, que soy cliente platino, que soy la monda (vaya), y que merezco estar a la última. Y me acuerdo de los ancestros de los consejos de administración de todas las empresas cuando me llega la factura cada mes. Pero, qué más da. Al mismo tiempo, con total indolencia, casi rayana en la soberbia, evalúo mi capacidad económica y decido que puedo continuar como hasta ahora, si acaso con un poquito más de cuidado (cuidados que al tercer día he olvidado). Porque, entérense, por si no se han enterado ya a estas alturas: necesito estar comunicado con todo el universo, porque soy consciente de que todo el universo me pide a su vez estar en continua comunicación conmigo, porque sé fehacientemente que si desaparezco del móvil un par de días han de chirriar las bisagras de los portalones de los silos nucleares y estallará la de dios es cristo (con perdón, que estamos en cuaresma).
¡Sus!, qué ansiedad. ¿Y aún dicen que esto es calidad de vida? Yo, que tanto me precio y jacto de vivir en total desconexión televisiva y resulta que no sé pasar sin el chisme éste de color negro, que ni teclas tiene, y que arrastra mensualmente hasta mi casa un auténtico despilfarro. Soy un esclavo tecnológico. Al menos me consuela saber que doy empleo a mucha gente con mi insensatez. La culpa es mía, por no salir a tomar chatos en vez de entretenerme con tanta llamadita, tanto mensajito y tanta memez.


viernes, 12 de febrero de 2010

Que siga nevando

Continúa cayendo la nieve sobre nuestros tejados y calles. Este invierno, frío y desapacible, persiste en prevalecer y levantarse por encima de todas las demás circunstancias. A ratos, parece un signo de estos tiempos difíciles que ahora vivimos. A ratos, parece una prueba interpuesta en el camino, una señal de advertencia para no olvidar la importancia del esfuerzo y la renuncia en nuestra búsqueda.
Vivimos tan metidos, tan inmersos, tan de lleno en el despliegue amplio y extenso de nuestra comodidad, a través del progreso y la tecnología, que poco a poco hemos ido apartando de nuestro lado hasta los inviernos. Y necesitamos de su crudeza y rigor, pues con el frío todo parece aletargarse. Con estos copos que caen, que están cayendo, sobreviene una modorra existencial y furtiva, en cuya ensoñación quieren desaparecer hasta las tragedias ajenas, que tanta solidaridad provocan, y también las tragedias propias, repentinamente apaciguadas. Viendo cubrirse todo de blanco, casi no se siente que una vez muriesen muchedumbres enteras a causa de un terremoto: el de no hace mucho, el de hace más bien poco (ya ni me acuerdo). Y viendo descender la nieve, con su ensortijamiento azaroso, se sufre de una indolencia repentina, ante la cual no importan las cifras del paro, la ruina económica o el desastre político: el que nos viene rodeando, el que nos aprieta y ahoga (malestar casi eterno).
Soy uno más opinando, y en estas cuestiones del tiempo no parece tener sentido que una palabra sea más relevante que otra. Por eso manifiesto que, por mí, para mí, es mejor que siga nevando, y que lo haga copiosamente y por mucho tiempo. Porque necesitamos aletargarnos de las destrucciones naturales y de los destrozos que han emergido con la lava acuosa y transparente de los billetes monetarios que nos están devorando. Porque necesitamos que el frío nos abotargue el entendimiento y la movilidad de nuestras extremidades, tanto para no huir de sus consecuencias funestas, y así encararlas con altanería, como para impedir que hagamos cualquier cosa por evitarlas, y de ese modo sucumbir sin dilación. Porque nos hemos convertido todos en indignos y egoístas, ambiciosos y petulantes, avariciosos e interesados, ruines y desconsiderados. Porque merecemos esta nieve, y mucha más, para ser sepultados en ella, y que puedan abandonar, quienes sobrevivan, este falso verano creado con tantos desatinos como este mundo moderno ha querido devorarnos a todos.

viernes, 5 de febrero de 2010

No quiero jubilarme

A los mandamases les espanta hablar de las pensiones de jubilación. Y a los jubilados, les espantan que los mandamases hablen de sus pensiones. Nuestros prebostes creen, y posiblemente estén en una creencia acertada, que no hay cosa que más daño haga a la opinión pública que valorar, ora al alza, ora a la baja, la pensión que recibe una persona cuando se jubila.
Desde hace unos años, hay un runrún en la sociedad civil por el que se declara insostenible el actual sistema de pensiones. Y digo runrún porque soy incapaz de averiguar si se trata de una suposición contrastada con datos y cifras, o simplemente una suposición estimada también con (otros) datos y (otras) cifras. No hace mucho, en esos mismos años en que apareció el runrún, se sugería a los trabajadores que optasen por acudir a un banco y abrirse un Fondo Privado de Pensión para asegurarse el estipendio cuando llegase la edad de abandonar la vida activa. Hoy, con la crisis, sabemos que los bancos usaron ese dinero para financiar la construcción de viviendas cuyo valor se hinchó como globos estratosféricos, de cuyas hipotecas esos mismos bancos habrían de beneficiarse. O sea, que a consecuencia de la catastrófica crisis, muchos fondos de pensiones están poco menos que extintos, y más de uno debería averiguar si sus ahorros se han esfumado.
Estamos en un brete. El runrún sugiere que el sistema público de pensiones no tiene futuro, y los sistemas privados ya hemos visto lo endebles que son. Nadie explica lo que se puede hacer. Pero yo tengo una idea.
Mi decisión es trabajar hasta que me muera (o me toque una buena lotería). Yo no quiero jubilarme. No voy a poder. Cuando llegue a los 65 ó 67 ó 73 ó 78 u 83 años (pues éstas han de ser las correcciones a la edad de jubilación conforme vayamos viendo avanzar el tiempo), y ya no tenga fuerzas ni capacidades, y la artrosis me tenga hecho un cristo, y la senilidad de mi cerebro sea tan manifiesta como la de muchos voceros políticos de hoy en día, me moriré. Sin más. Y si no me muero, pediré que me eutanasien por la vía más activa y más rápida, no vaya a ser que incluso me pidan que me pluriemplee. Y si se da el (cuasi improbable) caso de que una lotería bien grande me haya dejado una opulenta cuenta del banco, y ese banco no haya quebrado en el ínterin, ustedes siempre podrán irme a visitar a alguna paradisíaca isla del Índico, si es que el calentamiento global deja alguna isla sin sumergir bajo las aguas marinas.