viernes, 26 de noviembre de 2010

Frío de otoño

¿Se he dado cuenta del frío que está ya haciendo? En breve, el otoño dejará paso al invierno, que presumiblemente será tan crudo como el anterior: con frío intenso, con paisajes blancos, con aire gélido que atraviesa y corta. Este frío de otoño postrero no me asusta, pero sí ver toda la seroja pútrida esparcida no en parques y calles, sino en nuestras instituciones.
Ateridos de frío, inmóviles como árboles desnudos ante aire congelado, nuestros mandamases contemplan apesadumbrados las batallas que se celebran en derredor, en las que otros disciernen el futuro de los territorios que ellos han renunciado a defender. Hemos visto caer masacrados otros países. Hemos escuchado las advertencias del enemigo, las mismas que llegan ahora a nuestros oídos. Sabemos cuál ha sido la ilusoria retórica con la que los gobiernos ahora arrasados han pretendido contentar a su pueblo, y es exactamente la misma que nosotros venimos escuchando desde no mucho tiempo atrás. Nos están llevando a la derrota más miserable y cruel de todas, y no hacen nada por evitarlo. Se quedan quietos. Los unos, locos, dementes, vocingleros, que no saben ya ni escapar ni unir al pueblo en un último esfuerzo. Los otros, impasibles, esperando las migajas que queden, cual oropel vacuo y arcón polvoriento. Ni siquiera atienden a los lamentos de las gentes, que imploran, que suplican, que se lamentan por haber dejado en manos tan nefastas e incapaces las ilusiones de su devenir futuro, de repente incierto y aciago.
El pueblo burgués se sublevó en 1789 contra sus gobernantes al grito de la libertad, la razón y la igualdad, derrocando lo establecido. ¿Qué nos impide hacer estallar una revolución similar ahora? ¿Tan comprometidos estamos todos ante el imperio de los mercados y los mendaces gobiernos? ¿Hemos de dirigirnos al degolladero sin tan siquiera escupir a las caras de todas estas gentes que, con sus mentiras, sus guerras y sus incapacidades, solamente nos quieren para satisfacer sus veleidades y caprichos? ¿Qué más hemos de entregarles, si no les basta ni nuestro dinero, ni nuestro futuro, ni nuestra felicidad?
Estamos atravesando el otoño más frío, como atravesaremos el invierno más crudo y despiadado. En un mes acabará la primera década de un siglo que, lejos de significar el avance definitivo de la humanidad, nos ha sumido en nuestro propio desconsuelo. Y yo quiero encontrar esa revolución definitiva que dé sentido a cada minuto que quede por delante.

viernes, 19 de noviembre de 2010

Los chinos y los euros

Los euros somos nosotros. Los chinos son ellos: dícese, cualquier país considerado emergente que, ubicado en Asia o en Oriente Próximo, vende lo mismo que nosotros a precios muy inferiores.
Pero las reglas no son las mismas para ellos que para nosotros. Aquí hemos creado entramados burocráticos esquizofrénicos que en nada ayudan a la productividad. Por ejemplo. Si usted es empresario, se encontrará sometido al dictado de un buen número de normas, leyes, directivas y demás mecanismos que, en aras de la excelencia, le van a dejar patidifuso: calidad, medio ambiente, seguridad en el trabajo, innovación… Si usted no tiene papelitos en su oficina que lo avale, no es nadie. Eso implica gastarse dinero, mucho dinero, en demostrar una buena gestión que, seamos sinceros, no siempre es verdad, y en poco ayuda a vender o crear riqueza. Y además está la guerra globalizadora, ésa que vamos a perder con crisis o sin ella. Porque los chinos no tienen tantos papelitos, o tienen muy pocos. La calidad de sus productos se supone (como el valor en el ejército), aunque no la haya, y venden a millones con sus bajos precios. Y para colmo no tienen leyes esquizofrénicas que obliguen a una empresa eléctrica a construir dos remansos en el Ebro, aguas arriba y abajo del emplazamiento de una torreta, porque resulta que la electricidad de los tendidos estresa (sic) al pez monje. Además, aquí los trabajadores tenemos pisos que han costado una millonada y estamos obligados a pagar al banco indecentes hipotecas so pena de perder la casa y quedar endeudados de por vida, por lo que no podemos tener los sueldos que merecemos por vivir donde vivimos, sino los que nos hemos creído que merecemos por pertenecer a donde pertenecemos.
Quince años llevamos así, sin apenas exportaciones, con la industria en retirada, la clase política derrochando a espuertas, y confiando todo al sol-y-playa mientras rogamos que los moros no terminen nunca sus complejos turísticos. Y, mientras tanto, ni un barrunto serio de cómo ponerle freno a la cosa, tragando las exhibiciones del Pocero en su coche de 600.000 euros (con lo que está cayendo), dándole millonadas a bancos y cajas (¿pero no solía ser al revés?) para que subsistan, y sin que aquí a nadie se le caiga la cara de vergüenza, dimita o sea echado a los leones.
Y encima nos van a tener que rescatar. Vamos, como para estar contentos… Sinceramente, para esto, más nos habría valido no ser tan euros y ser más chinos.

viernes, 12 de noviembre de 2010

Las moscas y el diablo

Dice el refrán, tan popular como irónico, que si el diablo no tiene nada que hacer, mata moscas con el rabo. Uno se pregunta bajo qué circunstancia ha de verse el diablo para solazarse de un modo tan aburrido como inútil, con la cantidad de cosas que se puede hacer cuando no hay nada que hacer. E intuyo que algo así es lo que ha debido ocurrirle a las Academias de la Lengua Española (hay 22, no solamente una, todas con su brillo y esplendor): en pleno hastío, se han dedicado a preparar una ortografía ridículamente innecesaria.
No bastaba que las palabras agudas se acentuasen si terminaban en o, ene o ese. En su día introdujeron la norma que exceptuaba a los monosílabos de la regla general. ¿Por qué? Ni idea. En tiempos pretéritos se acentuaba tranquilamente un “fué” o un “dió”, por ejemplo, pero llegaron los lingüistas y dijeron que de eso nada. ¿A quién no se le ha escapado una tilde así alguna vez? Se nos escapaban monosílabos como “guión” y “truhán”, o “guió” y “rió”, pero principalmente porque nadie se acordaba ya de que lo eran y que, por tanto, estaban sujetos a la excepción convertida en norma.
Como los académicos quieren ejemplarizar, vuelven a la carga cual lanceros bengalíes para que no se nos olvide quién escribe aquí el guión (perdón, “guion”) de la lengua. Y no contentos con eso, a la “i griega” de toda la vida, que también se conocía (pero muchísimo menos) por “ye” nos la van a dejar convertida casi definitivamente en mitad de aquella chica que Concha Velasco quería ser. Cuestión parecida con la be y la uve, llamadas en muchos sitios aún “be alta” y “be baja”: justo ahora me estoy acordando de un chiste de Les Luthiers que, de repente, pierde todo su sentido.
En fin. Y mientras tanto, yo sigo recibiendo emails y cartas con procacidades como “haber si vienen los buenos tiempos”, “tanto hechar de menos” o “a sido”. Pero los académicos no están preocupados por ello, o no lo aparentan, o acaso les da lo mismo (por considerarlo una batalla perdida). Sus moscas son la be de burra y la tilde de los truhanes singulares, cuando no la cu de Qatar, país de repente convertido en verbo. Al menos confío en que el aburrimiento les haya servido de acicate para escribir un libro de ortografía fácil de leer, ameno e instructivo, porque su Nueva Gramática les quedó asaz insufrible. Y es que, para ciertas cosas, uno sigue prefiriendo lo viejo. Que más sabe el diablo por ser viejo que por tener rabo para matar moscas.

viernes, 5 de noviembre de 2010

Paseando por Munich

Ando un tanto desaparecido esta semana. La razón no es otra que un viaje que he debido realizar a Munich, la ciudad que los italianos llaman Mónaco de Baviera. Me cubre un cielo demasiado imprevisible y una ciudad bordeada de nieves y planicies frías. Por aquí, en alguna parte, se encuentran nombres bastante comunes entre nosotros: BMW, Siemens... Muchos la reconocerán por el equipo de fútbol, uno de esos titanes de presencia sempiterna en los calendarios de tantos forofos balompédicos como hay en este mundo.
Les escribo tras haber disfrutado de una velada muy agradable en la célebre Hofbräuhaus München, una suerte de enorme cervecería fundada en tiempos de Guillermo V, Duque de Bavaria, cuya sed de cerveza (dicen) era sencillamente homérica. En tiempos más modernos, y más oscuros también, Hitler pronunció uno de sus tristemente célebres discursos ante miles de personas. Pero hay detalles de la Historia que acaso sea mejor disimular…
Los alemanes, como siempre me los he topado, son un pueblo amable, atento, silencioso, educado, ahorrador y bienintencionado. Sorprende la delicada funcionalidad de sus edificios, entremezclados de elegancia y sobriedad. También sus calles limpias. Sus lugares bien conservados. Sus maneras comedidas. Sorprende, de alguna manera, lo que una vez fueron, y lo que hoy en día ya son. A mí me causa una envidia enorme el modo de vida de los alemanes.
Siempre me pasa lo mismo. Salgo de España y encuentro un mundo que me gusta más, que me atrae más, que me parece más maduro y mejor educado. Entonces me pregunto cuáles son  las raíces que me unen no sólo al lugar del cual procedo (si es que procedo de alguna parte), sino al lugar al que estoy inequívocamente unido. Se trata de una unión que quisiera romper, destrozar, de la que quisiera liberarme. Entonces acudo a esos discursos tan grandilocuentes, tan ensalzadores de una Historia menor, casi ridícula en el devenir humano, y los encuentro tan vacíos como falsos. Mi mundo es el mundo entero, el planeta en su totalidad, o al menos los lugares del mismo en los que soy bienvenido y recibido sin estridencias.
Los ciudadanos de Munich hablan, dicen, un dialecto, y poco se parecen a sus vecinos de Bremen o Berlín. Pero todos ellos juntos, porque estar juntos es importante, consiguen día a día ese milagro del que los viajeros (que no turistas) nos maravillamos. Sin recetas. Pero sin falsas esperanzas sobre un futuro que no existe, ni existirá jamás.