viernes, 31 de mayo de 2019

La tierra del café


Lleva dos días sin llover en Costa Rica y el sol, entre nubes dispersas blancas, esponjosas, azuza los sentidos que muy pronto se embriagan del verde perpetuo de estas tierras sitas entre dos océanos. Con lluvia o sin ella, la monotonía de los elementos artificiales (el tráfico pesado, los edificios) no empaña la espléndida ubicuidad vegetal que, cual dios Yarilo exiliado, sobrelleva con resignada postración los síntomas enfermizos y absurdos del ser humano.
Estar aquí, en el paraíso, porque Edén es todo el istmo centroamericano, obliga a redefinir los límites de la existencia: el frenesí, el neoprimitivismo indígena, la fertilidad obsesiva... Parece muy lejano a lo que estamos acostumbrados, pero solo lo parece, porque enseguida los sentidos se agrandan con la polaridad visual, la multiplicidad de los sonidos politonales, y la polirritmia de los aromas y sabores primigenios. Pese a que inspire sentimientos añejos, Centroamérica es y siempre será moderna: dijimos que la conquistamos (descubrimos) y en realidad es ella quien nos sigue conquistando (descubriendo) a nosotros desde entonces. Uno no descubre aquello con que se topa al salir huyendo. Yo mismo, por tercera vez, me siento encontrado en estas tierras montañosas y escarpadas, tropicales, afectadas por el paso de los ciclones.
Los turistas, esa infestación masiva que todo obstaculiza, se apean de los aviones dispuestos a consagrarse de inmediato en rituales de aventura, selva o tirolinas. Costa Rica es una economía tercermundista ni tan siquiera autosuficiente en producir alimentos. La evolución supuso trocar el legendario monocultivo de pequeños caficultores en un sistema bancario ruinoso adecuados para la construcción de masivos complejos hoteleros. Todo lo demás quedó encallado. Los costes energéticos y de las materias primas impiden que el país acceda a alternativas viables al monocultivo de guías turísticos y animadores de todo tipo. Gritaron “Pura Vida”, y casi todos aquí creyeron haber constituido el país más feliz del mundo, pero pronto asomó la bancarrota sus narices por el dintel de la puerta.        
Se quejaba amargamente ayer un empresario. En el norte se paralizó una mina de oro por las presiones de los ambientalistas y, una vez que todo quedó zanjado, los nicaragüenses comenzaron a atravesar ilegalmente la frontera para explotarla sin pudor. Costa Rica es así: tiene selvas y turistas. Pero no tiene una visión que sepa apostar firmemente por su futuro.

viernes, 24 de mayo de 2019

Posverdades

Me pasó algo interesante el fin de semana pasado, durante el almuerzo que festejaba una aburrida Primera Comunión (todas lo son). Una señora sentada a mi lado alzaba la voz a su marido para que todos supiésemos lo mucho que había luchado en su vida a favor de los derechos de todas las mujeres.
Al principio lo dejé pasar: quería saber si decía haber conocido a Elizabeth Cady Stanton. Muy pronto comenzó a proferir toda suerte de desatinos, de esos que uno regurgita cuando asocia lo que uno ha visto con la épica de Mary Wollstonecraft a finales del XVIII o de las sufragistas en 1920, y no con los textos de Firostene, en épocas más contemporáneas, o con cualquier otro apunte de verosimilitud histórica. Para ella, fue la transición democrática la que abolió la prohibición que impedía a la mujer acceder a la universidad, razón por la que nunca pudo estudiar. Le repliqué que mi madre, mayor de edad cuando ella nació, estudió magisterio sin problema alguno, circunstancia que se viene repitiendo desde hace más de 100 años hasta el día de hoy, en que felizmente las mujeres representan más del 50% de los estudiantes matriculados. Ella replicó de inmediato que su época era muy diferente a la mía (solo me llevaba 20 años) y que mi madre seguramente había sido una ricachona con suerte, porque las mujeres solo se dedicaban a coser, si eran burguesas, o a fregar, si eran pobres. Casi pude escuchar los terrones removidos en la tumba de mis abuelos…
El marido, entonces, trató de conciliar. Y decir la verdad. Ellos llevaban trabajando en Tabacalera desde los 14 años porque no desearon estudiar (entidad por cierto donde siempre realizaron el mismo trabajo y siempre cobraron lo mismo el uno que la otra). Luego aquella mujer, realmente, nunca tuvo que luchar contra nada, que es lo normal: simplemente se dejó llevar por el cambio social, ese que se produce por la lucha verídica de unos poquísimos, la sensatez de quienes legislan para que las cosas mejoren, y la estoica pasividad del resto, que somos todos los demás. Querer imaginarse uno a sí mismo como adalid de la Revolución Francesa o la reencarnación de Emmiline Pankhurst es un ejercicio de estupidez muy de moda: algunos lo llaman posverdad. Pero a mí no me la dan con queso. Es una demostración de incultura y una absoluta falta de respeto hacia todos.
Si la experiencia personal es hoy en día un producto cotizado al alza, al menos que sea real y verídica: no una fabulación interesada.

viernes, 17 de mayo de 2019

Hipervínculos

Cuando aún existían las bibliotecas (quiero decir, cuando aún tenían sentido), me entusiasmaba indagar en las anotaciones de los libros en préstamo. Yo era incapaz de escriturar cosa alguna en ellos. Jamás he usado un marcapáginas porque entiendo que todo lo que sucede en derredor de los libros es superfluo y no hay cosa más horrenda que un innecesario marcador. Pero doblaba las esquinas de las hojas, para recordar dónde dejé la lectura. Y pese a ello, nunca me atreví a escribir en un margen, fuese o no mío el libro, salvo en los de texto, y casi tampoco. Los consagraba con devoción: el doblez superior era litúrgico.
Si las anotaciones eran idioteces, cosa que sucedía con frecuencia, tachaba de idiota al ultrajador, imaginándolo embutido de ignorancia y sin respeto por nada, ni tan siquiera por su mediocridad. Pero si el escolio era una glosa inteligente, una acotación erudita, una referencia interesante o tal vez un apunte crítico, cualquier cosa que enriqueciese lo impreso, entonces olvidaba de inmediato los ultrajes porque el auténtico deleite consistía en aventurar algo de aquellos otros lectores cultos y refinados, cuya existencia anónima se manifestaba en los exiguos bordes donde muy poco cabía: de ahí lo valioso del hallazgo.
Esta costumbre de las anotaciones al margen se ha perdido. Muchos ignoran que de ellas nacieron los emoticonos y demás iconografía que impregnan los textos que hoy nos animamos a escribir mientras golpeamos la pantalla de un teléfono que ya no sirve para telefonear. Sírvase recorrer las cortesías de los volúmenes transcritos por los monjes del medievo para comprobar esta afirmación. La contextualización puede resultar difícil, pero dado el mortal aburrimiento de las obras escolásticas, la intención no puede ser menos evidente. Que ahora empleemos los divertimentos de antaño para comunicarnos prueba lo vano que se ha vuelto el mundo de un tiempo a esta parte.
Si tuviese la oportunidad de enmendar aquel criterio que me impedía anotar en los márgenes, hoy casi todos los libros de papel que alguna vez he leído con entusiasmo contendrían acotaciones y comentarios en bastantes de sus páginas. Pero mucho me temo que mi historia como lector acabará enterrada en la misma indiferencia que mereció mi cobardía. Como lector soy intrazable e inconjeturable, lo cual es penoso y por ello deploro la sacralización que ejercí durante tanto tiempo. 

Ahora todo lo que leo es digital y no hay cabida para escribir hipervínculos con bolígrafo. Una lástima.

jueves, 9 de mayo de 2019

Cosifícame


Los hay que no callan ni debajo del agua. Eso pensé cuando leí el fin de semana pasado que Facua había denunciado la campaña del Día de la Madre de nuestro inefable El Corte Inglés. Una campaña, según decían, rancia, retrógrada y machista por cosificar y menospreciar a la mujer con el lema “0% quejas. 100% madre”. El verbo que titula esta columna lo leo siempre en relación al machismo en cualquiera de sus actitudes, salvo que acuda a Marx o a la filosofía, en cuyo caso se refiere a la despersonificación del ser humano dentro del mercantilismo capitalista. Desde esta última acepción es obvio que el Corte Inglés, como todo lo que mueve la publicidad mercantil, nos cosifica; pero desde la primera, no puedo ni debo secundar la repulsa de Facua.
El problema de muchas denuncias actuales (y vivimos inmersos en una civilización que se queja constantemente de todo) estriba en la sedicente altura moral que se arroga quien la ejecuta. Y para disponer de esa altura, o uno es intelectual de pies a cabeza (rol en desuso) o posee creencias ideológicas acérrimas, lo cual es también convertirse uno mismo en cosa. Solo así puede justificarse que haya quien piense que con lo de “100% madre” se parangone a la mujer con un ser que solo sabe cocinar, fregar los platos o hacer las camas. Uno es padre o madre a tiempo completo, tanto cuando prepara la cena para los suyos como cuando vuelve tarde a casa del trabajo por una reunión extemporánea.
En realidad, Facua confunde principios atributivos (énfasis de un atributo de la mujer: ser madre) y principios distributivos (ser madre es tan ser mujer como ser trabajadora o ser empresaria). Me sorprendería que no los confundiesen... Y si lo vocea en alto es porque tal es la tónica de quienes hogaño viven para aparentar ser los más modernos: la denuncia perpetua. Pero son ellos quienes enfrentan los papeles de madre y mujer: los demás no lo hacemos. Son ellos quienes ven machismo por todas partes (si no han censurado ya a Anna Jarvis es porque, presumiblemente, ignoran quién fue).
Este feminismo tan radical, tan rayano en la misandria, se nutre de la misma demagogia “atributiva” de tantos otros movimientos de hoy en día que, desde la supremacía moral, imparten lecciones sobre lo que está bien (lo que ellos dicen) y lo que está mal (lo que nosotros hacemos). Narcisismo colectivo, que diría el otro. Cosificación, que digo yo: Facua nos convierte a todos en instrumentos necesarios de su rabia interior.

viernes, 3 de mayo de 2019

Betacismos

Embebida en suave progresía, la piel de toro irrumpe en un despertar de cánticos almibarados, textualizados con palabras que repican arte y diálogo en sus campanadas laicas del mediodía. Las conciencias han tomado posesión de su terruño rosáceo donde solo rinden cuentas los talantes y discursos, no las imprecaciones ni los estigmas desabridos. Y finalmente, casi eufóricos, los mercados (temible enemigo) alzaron sus copas para brindar por el albor de la surgencia brotada entre las razones que permanecían pasivas.
Qué aburrida es la política. Y qué rápidamente pasó la campaña ante mis ojos por no prestarle atención alguna. Para qué. De cualquier manera, iba a ser como un tiro descerrajado en el pie, lo mismo daba el izquierdo que el derecho. La democracia televisiva, que dirime sus razones en tertulias y espectáculos, porque realmente no hay más (triste lamento), ha aportado poco, muy poco, en esta ocasión. Competían los competidores, pero eran demasiadas las facciones en cada ribera, y eso no hay D’Hont que lo resista. Dos en una, tres en la otra. Por eso el vencedor venció con menos votos que su antecesor en las generales de 2011 (don Alfredo, ¿le recuerdan?), cuando este perdió contra la traca pontevedresa que venía mojada de fábrica. Ya ven: entonces se pierde, ahora se gana. Son tiempos de rebajas, que decía el otro…
De los que no ganaron poco diré. Supe que algo iba muy torcido para alguno asaz bisoño cuando mi madre, votante fidedigno de las gaviotas, afirmó esta pasada Pascua que pensaba apoyar a los que muchos tildan de apestados. Se avecinaba no una tormenta: una hecatombe. Si ha de existir una regeneración en esa vertiente, habrá de ser mucho más profunda que las borrascas del Atlántico. Y los restantes, dos en total, que dejaron de ser nuevos y frescos y ya se venden en los congelados, como los demás, seguirán en oferta: el uno al rebufo del que ha ganado, cosa ya por él anticipada, y el otro seguramente frotándose las manos porque, a su diestra, empieza a no haber sino unos exaltados y en medio la nada.
Bebamos, entonces, por los tiempos que se avecinan, por esta nueva era de pacifismo reformador, por el veganismo y la misandria, por el multiculturalismo y las consonantes en mayúscula. Los que opinamos dispondremos de un nuevo match y eso hay que celebrarlo. Ya lo dijo Escalígero: “Beati Hispani quibus bibere vivere est”. Total, nos hablan como si estuviésemos siempre ebrios: cumplamos su voluntad.