viernes, 26 de abril de 2024

Los sirvientes y el poder

Los presidentes modernos no dimiten. Los presidentes modernos amagan con dimitir, implorando al pueblo que los quiera, como quería la gente a las folclóricas de antaño (eso decían ellas) o las Taylor Swift de hogaño (aunque, bien pensado, dónde va usted a comparar). Los presidentes modernos no tienen reparos en enchufar amiguetes, esposas, amantes, hermanos, sobrinos y sirvientes, porque por algo mandan y dominan el cotarro y hacen y deshacen a su antojo, como si las leyes naciesen de sus meninges para acomodo de sus gónadas. Los presidentes modernos son aclamados por todo ello y aun por mucho más. De la rojería que se compra chalés, a la supuesta fachería que no se entera de nada, todos acaban bajando la cerviz, supongo que por asumir unos y otros la inevitable altivez de estos presidentes modernos, expertos en pagarse títulos universitarios vergonzosos y contratar a negras escribidoras, tan versados ellos en vaciar la caja do yace el exiguo peculio que nos queda a los que ni somos secesionistas ni se nos ocurre siquiera, que son los únicos que se benefician (junto a los modernos presidentes, claro).

Los presidentes modernos disipan cualesquier atisbos de dudanza interna sobre sus acciones y aptitudes, yéndose afuera (allende las fronteras) a reconocer estados inexistentes cuyos habitantes solo piensan en destruir al demócrata adversario (que no es poco) desde el norte (Hezbollah) y desde el sur (Hamas), y también desde el este (Irán), porque, faltando el oeste, vislumbran con nitidez mesiánica cuál ha de ser la postura oficial del país que malditamente presiden (España), y que está ubicado justamente en ese oeste faltante. Y, por descontado, cuentan con las barbaridades léxicas de la rojería que aplaude por aferrarse a un silloncito como sea, véanse los ejemplos ministeriales de quien comparó a los israelitas con los nazis (hay que tenerlos de titanio para decir tal cosa), o el más reciente de quien fue humillada por una ayuso y cuya rojez no evidencia bochorno alguno cuando se trata de abrir la boca, o a la cuidadora de jóvenes e infantes que participa, con alegranza, en las proclamaciones organizadas en suelo patrio por grupos terroristas externos. Los presidentes modernos se rodean de esta gentuza porque, al fin y al cabo, han hallado en los pensamientos de estas catervas el lugar con el que hubieren de pasar a la Historia, perdón, a la historieta. 

Los presidentes modernos sienten muchísima honra en saberse espiados por agentes extranjeros, y también en ser chantajeados por moros más listos que ellos, aunque lo nieguen (lo de ser chantajeados, no lo de que sean más listos, que es cosa bien sabida). Y como las cuestiones de Estado son tan secretas para los de dentro, pero no para los listos esos del sur, que se las saben todas, callan no como raposas del campo, sino como políticos de urbe, no sea que el conocimiento nos ilumine al resto el entendimiento que ahora mismo tenemos dispensado en pagar impuestos y apetecer las vacaciones estivales. 

Los presidentes modernos quieren mucho, muchísimo a sus esposas (y amigos, y hermanos, y amantes, y sobrinos, y sirvientes), y por ellas son plenamente capaces de poner su honra y prestigio en juego, y batirse en duelo con quien sea, que a tanto llega su enamoramiento. Los presidentes modernos son colosales amantes, tanto de sus esposas como de las poltronas, aunque pienso, porque soy así de malicioso, que están mucho más enamorados de las poltronas, que es donde al fin y al cabo asientan sus insignificantes (que no insignias) posaderas para satisfacer los caprichos que sus atavismos e incapacidades intelectuales pergeñan por alivio, codicia o ambición (y, ya de paso, también los de sus esposas, y hermanos, y amigotes, y amantes, y sobrinos y sirvientes).

En todo el texto, he llamado sirvientes a la rojería y peneuvismo y golfería catalana que sostienen el poder que poseen los presidentes modernos. Era una ¿metáfora?


viernes, 19 de abril de 2024

Lo vasco y la memoria

Uno se da cuenta de lo mayor que es al advertir que vivió determinados sucesos que aún permanecen en la memoria, como si hubiesen ocurrido ayer mismo, cuando en realidad forman parte de unas páginas de la Historia que las generaciones posteriores o desconocen o encuentran plúmbeas. Al parecer, para eterno desasosiego de nuestros padres e incluso de nosotros mismos, los que aún rememoramos ciertos asuntos vívidamente, la época de los crímenes de ETA es uno de tales sucesos. 

A veces me pregunto por qué ocurre, por qué la sangrienta y estólida laude del terrorismo parece aburrir o fastidiar o incluso embromar a muchos. Y no me estoy refiriendo a los hijos e hijastros de quienes siempre profesaron un separatismo de corte vandálico, por decirlo suavemente, como si cualquier terruño del planeta debiera defenderse con uñas y dientes y bombas y pistolas vaya usted a saber por qué, puesto que se trata de apropiarse para sí mismo de aquello donde uno nació o se crió. Estoy, más bien, pensando en los hijos (e hijastros) de quienes un día sintieron en sus carnes el miedo que produce la incivilidad de los terroristas, sus acólitos y demás patulea. Los primeros, se sienten orgullosos de haber derramado sangre ajena por las calles; los contemplamos como los monstruos que son, un hato de sinvergüenzas, viles y detestables, alevosos hasta la náusea, por quienes es imposible sentir la más mínima comprensión por mucho que se esfuercen en reclamar la derechez de su abyecta ideología. Los segundos, por no sentirse amenazados de muerte, parecen haber abrazado con alegranza la transformación de lo repugnante en política, convirtiéndolo en algo parecido a un sedante o barbitúrico que se toma después de la cena, antes de irse a la cama, para poder conciliar el sueño y evitar soñar con todo aquello que una vez produjo pesadillas. Esta, y no otra, es la metamorfosis que ha experimentado la sociedad vasca desde 1981. 

Dicen que ETA ya no mata, y eso es algo que parece justificar el olvido perpetuo de los muertos (muertos hay por todas partes, el planeta en que vivimos es un colosal cementerio de desconocidos exangües, como estaremos todos algún día). La reconciliación. El pasar página. Lo de mirar al futuro. No es tiempo éste para causas épicas, y lo del terrorismo de ETA tiene muy poco de epopéyico, salvo para algunos, como ese nefando ser que ha encontrado en la Venezuela abandonada por el destino su filón de oro (siempre hay un potosí aguardando a que los inútiles se vuelvan pretenciosos), y que se adjudica para sí mismo, con no poco regodeo, la autoría del final etarra. Los suyos, lo aplauden como cierto: pero me pregunto qué murmurarán en las tumbas quienes allí yacen por causa de esos extorsionadores, mafiosos y narcotraficantes que una vez pretendieron ser ejército de salvación de lo vasco y aniquilador de lo español, y ahora quieren hacer reflejar concienzudas y afanosas políticas sociales y medioambientales en los edictos del heredero plagiador de aquel patán de la progenie gótica. 

Tiempos de nueces caídas. Los que se aprovecharon de ello, tanto fruto quisieron recoger, y tan a manos llenas, que acabaron infiltrando en su código genético las terribles mutaciones que convirtieron el nogal en un monstruo aniquilador y despiadado. Miren, si no, al gordinflas ese que acaudilla a las huestes nacionalistas, las mismas que han quedado para partidas de mus o tute en el asilo de ancianos políticos. Los vascos, ante todo, votan a los nombres de los partidos que figuran en las papeletas sin fijarse en los nombres de los candidatos, que hoy mismo son de imposible recuerdo. ¿Quién es Pradales? ¿Quién Otxandiano? Y si la política separatista lo ha entreverado todo, y ya todos, por el simple hecho de hablar vascuence, quieren ser separatistas, ¿no será mejor acudir a las fuentes, por muy teñidas de rojo sangre que se encuentren, y en el ínterin agregar litros de lejía con objeto de potabilizar sus aguas? Total, el indocto de la esposa conseguidora ha tiempo que empezó con la campaña blanqueadora. Solo queda incorporar el suavizante.

Con la sintaxis moderna de hacer política, la elección de un lendakari se disfraza de debate territorial. Las instituciones fueron creadas y funcionan por sí mismas, haya gobierno o no, y casi mejor que no lo haya. Y en eso que llaman debate, el de los territorios vascos, se discute sobre la importancia de la misión mesiánica de convertir lo autóctono en estado con derecho propio. Pero, créanme, no se trata de los valles angostos, de los ríos escasos, ni siquiera de la pescadería o los juegos de vascos. Se trata únicamente de la lengua. Ya han anunciado que tres docenas de negros quieren aprender euskera.


sábado, 13 de abril de 2024

Laconismo vernal

Han regresado los amaneceres nítidos, vítreos, diáfanos. 

El frescor de la mañana, proveniente de las entrañas de la naturaleza, limpia las asperezas del alma, sus agruras y acedías. 

Desde los altozanos de la campiña, siempre hacia el este, despunta el alba recortando hayedos y robledales contra la luminosidad pálida del horizonte donde, allá en su centro, se adivina el éxtasis encarnado de la heráldica helíaca, semejante al despertar del sueño. 

En las lomas, las infinitas salpicaduras de luz humana brillan descolmadas de su nocturna jactancia, rindiendo respeto al alba. 

Por encima, siempre acogiéndose a la protección del cielo, los luceros, facultados para ser, a un mismo tiempo dijes y atalayeros, despuntan aquí y allá, estableciendo su potestas bajo las arreboladas nubes ligeras, altas, dispersas, embellecedoras de cuanto se percibe en el cielo, que así llamamos a aquello que todo lo cubre. 

Mas no concluye el éxtasis con el amanecer. 

Los días vernales son de una belleza sin parangón. A la dulcísima pigmentación de la aurora se aúna el esplendor y colorido de los campos teñidos de primavera. 

En las feraces praderas despuntan verdísimos los cereales. Los campos de colza en flor, con su amarillento esplendor, tan vivificante, aportan un contraste suntuoso que deja al espectador boquiabierto, atónito por tanta maravilla como puede ser contemplada por los humanos ojos. 

Y cuando finalmente acontece el crepúsculo, queda el alma contrita por estos días hermosos, perfectos, reparando en que, más allá de los míseros aconteceres del hombre, existen no uno sino incontables universos de inextinguible sublimidad y lindura, tanto en lo más próximo e inmediato como en lo más lejano e inabarcable.

viernes, 5 de abril de 2024

Paganinis

Como el cristianismo anda de capa caída y al islam se le cayó hace tiempo la capa, los posmodernos de barriga llena y extravagancias frecuentes han abordado una forma no demasiado creativa ni original de paganismo como nueva profesión de fe, una fe por lo demás asaz extremista, cuando no extravagante. Conviene recordar, e ilustrar con ello, que en la Antigüedad los paganos adoraban a la Tierra aún más de lo que podrían adorar a su prójimo. Los griegos inventaron a finales de la edad de bronce aquello de Gaia, o Gea (mejor aún), rescatada en pleno siglo XX por Lovelock en su planteamiento de que la Tierra es un organismo vivo que se regula a sí mismo (pero que aún no se ha decidido a aniquilarnos: este escolio es mío). Los andinos, varios miles de años más tarde, veneraron a la Pachamama, con tanta devoción que aún lo siguen haciendo en la actualidad, también en occidente, donde importamos cualesquier prácticas que se nos antojen profundas u originales (o simplemente nos parezcan distintas), menos las nuestras propias. Allá donde los incas, la Diosa Tierra se sincretizó con elementos cristianos llevados por los españoles, como es el caso de la Virgen de la Candelaria, advocación mariana trasunta de la diosa Chaxiraxi, que era guanche. 

Esto de la divinización de la Tierra no es nuevo. Pero tampoco porta consigo un opus revelador en forma de Biblia o Corán. Como en tiempos antiguos, este asunto trata más bien de prácticas que sustentan unas ciertas creencias que, algunos, tratan de normalizar con extravagante cientifismo. Es, por tanto, parecido a una religión, pero con bases mucho más etéreas y sin un definidor mesiánico o profético concreto, ni tampoco creador (la Pachamama es protectora solamente). Para los neopaganos, los humanos somos poco más que unos convidados partícipes de la naturaleza (cuando no, unos virus rematadamente nocivos): esta es la piedra donde se cimentan sus creencias (por cierto, Aristóteles dijo lo mismo, pero mucho mejor). Para los demás, lo piensen o no, el ser humano es la cúspide de lo creado y, por tanto, libertino dueño de todo lo que en la naturaleza transcurre. Con el tiempo, de la antropología filosófica se saltó a la ética y de ésta al derecho. Ahora estamos en plena efervescencia de lo natural, y se dota a los animales hasta de derechos, pero esta cuestión tampoco es nueva, porque los pitagóricos y Empédocles ya reconocían a los animales como sujetos de derechos y la cuestión en sí se puede remontar a Anaximandro. Para bien o para mal de los animalitos, porque en la Edad Media, a causa de ello y mediante tortura, se logró la confesión de un cerdo. Lo de los animales como “seres sintientes” proviene del siglo XIX, y en esa época, un tal Spencer defendía que no pueden ser titulares de derechos ni los animales ni los humanos inferiores (y no estoy mencionando al del bigotito).

Para muchos, la tutela del del medio ambiente es, básicamente, un derecho humano, pero con cierta afectación que trasciende hasta las generaciones futuras, que aún no existen, y esta es la senda que conduce a la explosión panteísta (neopagana) con que muchos orientan no sé si sus vidas, pero al menos sí unas cuantas reflexiones y no pocas praxis. La hipótesis Gaia, tributaria de un evolucionismo a lo Darwin, no a lo Spencer, ha llamado mucho la atención de los teístas, y sobre todo de todos quienes piensan que el devenir humano es el principal obstáculo para la salvación de la humanidad y de la propia Tierra, razón por la que el ecologismo se ha convertido en una religión: vivimos oprimidos en una forma de vida que nos exilia de la propia naturaleza y nos impulsa a perder la reverencia ante la sacralidad y la majestad del universo. Lo plantean abiertamente: la consecuencia de esta manera de pensar (y vivir) pasa por considerar a la Tierra un organismo vivo (y una madre: como la Pachamama indígena, la Gaia de los contemporáneos... nadie lo considera un padre, lo que la desdiviniza) y que nosotros, seres humanos, nacidos del humus, no somos sino la propia Tierra que ha llegado a sentir, a pensar, a amar, a venerar e incluso a suicidarse. No vivimos sobre la Tierra: somos la propia Tierra, y entre todos los seres, vivos o inertes, océanos, montañas, biósfera y la antroposfera, se produce organicidad, no simples y meras adiciones por muy complejas que sean (a quienes así piensan les encanta saber que el cerebro se construyó mediante simbiotización de bacterias durante millones de años). Hay ejemplos de cómo esta manera de pensar ha devenido bien común: en 2009, el estado boliviano votó una constitución que decía, expresamente: “Cumpliendo con el mandato de nuestros pueblos, con la fortaleza de nuestra Pachamama y gracias a Dios, refundamos Bolivia.”. Ecuador, en 2008, estableció en la suya que “Celebrando a la naturaleza, la Pacha Mama, de la que somos parte y que es vital para nuestra existencia, construimos una nueva forma de convivencia ciudadana, en diversidad y armonía con la naturaleza, para alcanzar el sumak kawsay” (este nombre recuerda a Dune, una obra de ciencia ficción construida directamente sobre el ecologismo, pero se trata de una expresión quechua que significa buen vivir y su ética rige cómo deben relacionarse las personas entre sí y con la naturaleza). 

En fin. Que, como siempre ha ocurrido, desde el principio de los tiempos, la humanidad necesita creer en algo. Y ahora cree en este paganismo que prospera porque las religiones tradicionales van a la deriva (aunque el islam aún no). Es una alternativa, y pese a que debería aceptar a la humanidad tal y como es, no lo hace: promueve su cambio (y con ello desea, silentemente, su destrucción).