viernes, 23 de febrero de 2018

En el país de Alá

Reino de Arabia Saudita. Dammam. 5:12 de la mañana. Hace dos minutos que, en la habitación de al lado, suena un despertador. Su propietario remolonea en la cama, aún restan diez minutos para que dé comienzo el fayr, la Salat del alba. Me mantengo despierto, en la cama, queriendo contemplar la blancura que, desde oriente, quiere impregnar la mañana. Cuando subo a desayunar al último piso, donde se encuentra el restaurante del hotel donde me hospedo, puede contemplarse un hervidero de coches recortados sobre la calígine que forma el jansim sobre el horizonte. Llevamos varios días con tormenta de arena.
A las 7.30 aparezco en recepción donde me espera Sami, un joven yemení de 23 años que pagó una considerable cantidad de dinero para poder trabajar en Arabia. Conduce con la misma imprevisibilidad y negligencia que recordaba de hace 18 años, cuando trabajaba para Aramco. Conversamos durante el trayecto. Me gusta ser tunante con él. Es musulmán, sí, pero vive completamente excitado por cuanto sucede fuera de su burbuja islámica. Se casó en agosto con una chica a la que volverá a ver dentro de dos años y para entonces, me confiesa, ya habrá entrado en España, que es donde realmente quiere estar. Yo le hablo de nuestras costumbres, las playas, el vino y la cerveza bien fría. Ríe visiblemente nervioso, sobre todo cuando le explico qué es el toples. Me pregunta si en mi país las ciudades son como en las películas, tan llenas de edificios y coches, o es todo una decoración preparada para los filmes. Entonces le miro con pena, pero le explico que no, que realmente es así, aunque no haya demasiadas ciudades como New York.
Él quiere saber más de las playas, pero finalmente se interesa por las cuestiones del visado. Le sorprende que no haya aduanas con los demás países y no acaba de creer que se pueda ir en coche desde Madrid a Berlín sin detenerse más que a repostar o comer. Comienza a admirarse del estilo de vida europeo y yo barro para casa. En el norte no encontrará ni el sol ni el calor al que está acostumbrado. Quién sabe. Quizá encuentre una manera de introducirse como turista y…
Estamos llegando. Callamos. Me confiesa, sin yo preguntar, que ignore las noticias del ISIS, que los musulmanes no viven preocupados por cuestionar otras religiones, sino por el terrorismo que otros dizques musulmanes perpetran de espaldas al Corán. Le agradezco la explicación y me despido hasta más tarde. Y así cada día en el recóndito país de Alá

viernes, 16 de febrero de 2018

Solitude

Llevaba unos días mascullando la noticia del Ministerio de la Soledad en Gran Bretaña. Por motivos de salud pública se ha creado, eso dicen: los episodios de soledad crónica conllevan riesgos afines al tabaquismo o la diabetes. Aunque no deja de ser incongruente que, en un país donde los políticos encuentran sobrados motivos para recortar en el bienestar de sus gentes, de repente les preocupe que los vecinos no presten la debida atención a Eleanor Rigby, quien sigue sentada con el rostro borroso en un banco de Stanley Street, en Liverpool.
Uno de mis primeros poemas de juventud llevaba por título la palabra que encabeza esta columna, más productiva que su sinónima, y un tanto cérvida, “loneliness”. En mi rozagante poética de inmadurez, los verdes prados y la evocación del terruño ejercían en mí notable influencia que, no obstante, nunca he satisfecho. Ni por asomo pretendía poetizar sobre los desastres que inflige la incomunicación al alma humana cuando desespera por compañía. Ahora que ya no compongo versos, ni buenos ni malos, me limito a contemplar, como espectador pasivo, cuán abrumador es el avance de la soledad en el fuero interno de las personas, no así en el externo, y en no pocas ocasiones concluyo que es la propia vida que elegimos vivir los humanos la causa última de la devastadora soledad que a tantos golpea, especialmente por no haber sabido construir herramientas intelectuales efectivas. Consejos vendo.
Ignoro en qué medida un ministerio dedicado a este asunto puede paliar los efectos de un mal que afecta a varios millones de personas en el mundo, de acuerdo a las noticias. Nadie enseña a eso que antaño se llamaba vivir la vida bien vivida y que no solo se refiere a cuanto cantaba Anacreonte en sus poemas, aunque también. En mi pueblo, los hijos abandonan a sus padres ancianos en las residencias para no tener que hacer frente a una responsabilidad que el mundo reclama con la boca pequeña y niega con la grande. Que un anciano muera sin que nadie lo sepa puede parecer dramático, pero no lo considero un riesgo para la salud pública ni tampoco un asunto de Estado. Es más bien un asunto de familia, esa entidad que va desapareciendo a marchas forzadas en nuestros países etiquetados como “desarrollados”. 
Decía un ancestro mío que yendo uno solo y estando a gusto con su presencia es como mejor se va. Yo pienso recorrer ese camino a solas, en apartamiento y distancia, y si muero solo o no, será cuestión solo mía.

viernes, 9 de febrero de 2018

Entre dos caminos

Hay veces en que los caminos se juntan y veces en que los caminos se alejan. De un tiempo a esta parte vengo soñando que el enano se aleja de mí, que se lo lleva la vida y que todas las pródigas ternuras con que se engalana mi existencia a su lado de repente dan paso a otra etapa. El sueño me recuerda, con gélido desafecto, que mi peque ya pronto ha de iniciar, acaso sin él advertirlo en demasía, su propio periplo. Y cuando lo cuento, porque para estas cosas siempre hay gentes con mayor experiencia, aunque no siempre mayor sensibilidad, recibo por acostumbrada respuesta que la vida es así, que lo mismo un día se muere mi gatito como otro día desaparece mi hijo para encontrar su propio rumbo; y, por supuesto, que yo hice alguna vez lo mismo, aunque no lo recuerde.
Claro que lo recuerdo. Como si fuese ayer. Tan nítidamente que aún siento la misma pena profunda que sentí en su momento al advertir la consternación resignada de mis padres. Y, pese a que el ejercicio de la memoria es menos lúgubre y más susceptible al propio antojo, permite reflexionar sobre el valor que posee la juventud para afrontar la madurez del alma con determinación y audacia. En mi caso, cuando me fui del abrigo paterno, lo hice para alejarme por muchos años a otros países. Supe que me iba sin saber, ni por asomo, cuándo volvería. Y supe también que se trataba de una certeza larvada tiempo atrás, en los momentos de mi adolescencia, cuando tenía la mente colonizada de aventuras y creía que el mundo entero habría de poner a mis pies.
No sé por qué temo o, mejor dicho, por qué me apena ese momento que me corresponderá vivir esta vez desde la otra orilla. Pero me entristece de manera infinita aunque sepa que nunca he dejado de alejarme ni tampoco de encontrar motivos sobrados para seguir volviendo sobre mis pasos, siquiera para otra vez marcharme de nuevo. Será que, por eso, algo dentro de mi alma se remueve al sentir que el niño del que siempre he vivido enamorado se va diluyendo en la vida y, en breve, no sé cuándo, solo tendré de él su recuerdo cuando contemple al hombre en que ha de convertirse.
Ya ven. Hoy no tenía ganas de hablar de la nieve o de Cataluña, ni del Banco Central, ni de los carnavales tampoco. Hoy me apetecía contarles que mi mente se prepara para el momento en que vea ante mí dos caminos, de los que solo uno elegiré, sin más remedio, y no precisamente aquel hacia el que se dirija mi Queco, desoyendo el lamento lacerante de mi alma.

viernes, 2 de febrero de 2018

Virtual

El Carles ha confirmado la teoría sociopolítica moderna de los mensajes breves, las reflexiones breves y las añoranzas profundas. Los muertos, en política, encuentran comodidad en la sinceridad cuando esta se produce en la intimidad de las palabras sin miradas.
No es infrecuente, al contrario, es muy frecuente, que mis interlocutores, tras la fiebre de la comunicación que denominan virtual, se pregunten sobre el alcance y verosimilitud de ese diálogo humano establecido a través de los canales que, hasta hace poco, se denominaban “nuevas tecnologías”. Es el imperio de lo virtual, y estoy convencido de que usted, lector, sigue empleando esta terminología con cierta profusión. Lo virtual. La imagen formada por la prolongación de los rayos reflejados en un espejo que intersecan tras este. Lo que no es real, sin existencia aparente y, sin embargo, está ahí. O como dice la RAE (porque en estos tiempos que corren, no hay mayor prestancia que citar al diccionario académico para demostrar virtual erudición), aquello que tiene virtud para ocasionar un efecto aunque no sea la causa que lo produce. Mutatis mutandis, todo el lío independentista catalán.
Ahora me da pena el “Puchimón”. Y ya lo siento. Por él y porque la realidad que han estado contemplando él y dos millones más de personas, a consecuencia de la algarabía que cobró tal fuerza que ya nadie fue capaz de confesar que el rey iba desnudo, no existía salvo como reflejo prolongado del espejo del mundo del que una ya vez hablé (hace ya nueve años) en términos borgesianos, porque el independentismo, violento (como era en Euskadi) o solamente fútil (como lo es el catalán), solo entiende de imágenes virtuales que se reflejan una y otra vez en un espejo plano conformando un laberinto del que es complicado salir si uno opta por sumergirse en él.
Ha sido un SMS, o un whatsapp (qué más da). Ha sido una comunicación virtual pergeñada entre entidades muy reales la causante del desbaratamiento del laberinto especular que, no obstante, seguirá formándose porque muchos son los engañados y más aún quienes sopesan que la virtualidad del independentismo regional tiene algún sentido, no importa cual sea la deriva del mundo.
Querido Carles. Yo, de buena gana, te perdonaba la cárcel previa confesión de que despiertas de un sueño de locura ocasionado por la lectura de tanto libro de caballería. No porque reveles que simplemente has fracasado. La hidalguía, tal cual la entiendo, no es eso.