viernes, 22 de febrero de 2013

Todo lo que era sólido

Aún no había concluido la “Escatología” de Ratzinger cuando he debido abrir un paréntesis urgido por las reflexiones de Muñoz Molina en su “Todo lo que era sólido”. Qué urgencia tan justificada. Es una maravilla por su clarividencia y el análisis certero de cuanto ha ocurrido, por la ilustración de su crítica y la muy atinada revisión histórica que despliega. Se lee en dos o tres tardes y como libro electrónico sólo cuesta lo que dos gintonics (ahora parece que los precios hay que darlos así).

Hacía mucho que necesitaba leer algo tan claro y tan bien escrito. Uno acaba cansado de la jerigonza infecta de las escuelas de negocios y harto de la polaridad de los comentaristas de radio y televisión. Incluso la prosa de ciertos literatos afamados, tan sembrada de exabruptos, apenas puede considerarse reflexión de nada (más bien esputo). Pero Muñoz Molina sí ha sabido hacer pasar ante mis ojos la película continua de treinta años de democracia y convencerme de que todos los logros, en apariencia inquebrantables, alcanzados por nuestra sociedad en este tiempo, pueden desaparecer. La España de nuestros padres no los disfrutó hasta bien entrada la década de los ochenta, y hay un serio peligro de que la España de nuestros hijos los vea agotar. Lo que ha sido creado, por sólido que parezca, siempre puede dejar de existir.

Sin escatimar ni un solo elogio, Muñoz Molina despliega su crítica libre de arriba abajo, con la sabiduría de quien justamente necesita de esa crítica para desarrollarse, de la discusión sin voces, de la búsqueda de lo que une en vez de la diferencia, y en ella encuentra el único modo de volver a emprender la construcción de un país que sepa pervivir en el futuro. No sólo cuestiona a nuestros mediocres políticos o a los impresentables ejecutivos de la banca: también apunta cuáles han sido los errores y el modo de corregirlos. Lo hace sin necesidad de párrafos intrincados, sin jergas abstrusas, con esa magistral fluidez tan propia de quien sabe muy bien de lo que está hablando.

Cada uno de los ciento y pico apartados de que consta el libro nutriría otras tantas columnas mías cada viernes. Pero me basta con recomendarle a usted, lector, que lo lea. Le dejo un apunte entresacado del libro, uno solo, y en apariencia no de los más importantes: donde hace años cualquier ayuntamiento disponía un Negociado de Aguas, hoy lo más común es que exista una endeudadísima empresa pública para hacer exactamente lo mismo...


viernes, 15 de febrero de 2013

Ingravescente aetate

Concluía mi anterior columna con lo de “dimitir es sólo un nombre ruso”, y prontamente, al lunes siguiente, Benedicto XVI anunció a los cardenales reunidos en consistorio su renuncia al papado con toda seriedad y grandeza, a juicio de quien esto suscribe, así como un imprevisto error gramatical: escribió “ministerio comissum” en lugar del concordante “ministerio commisso”. Pero dejemos a un lado la errata, que en alguna parte ya se ha debatido, y que únicamente sirve de anzuelo para que a usted, lector, bien informado e inteligente, suscite curiosidad y sirva de preámbulo a mis otras reflexiones.

Vaya por delante que si usted, por el motivo que sea, asumiendo legítimamente tesis anticlericales, lo único que tiene en consideración es el modo más rápido de hacer desaparecer el catolicismo de la faz de la tierra, he de recomendarle que prosiga la lectura de este diario por cualquier otro punto, porque es mi intención elogiar, sin exenta crítica, a quien pronto va a abandonar su triregnum.

No pienso ensalzar el papazgo de Benedicto XVI, y me remito a las informaciones que continuamente se publican estos días al respecto. Pero sí deseo ponderar a Joseph Ratzinger: al asceta; al finísimo literato de verbo sencillo y prosaicamente alegórico, al desafiante teólogo capaz de persuadir al creyente (y no creyente) sobre la necesidad de recuperar la escatología inicial en el credo cristiano y disminuir el peso del juicio de Dios (por citar un ejemplo de uno de sus libros, el primero de todos); al intelectual de enorme peso y atinado verbo (ahí quedan sus encíclicas, fue de las primeras personalidades en el mundo que atinó correctamente con las causas de la crisis que aún hoy padecemos, como lo demuestra “Caritas in Veritate”); al ser humano cabal, humilde pese a su capacidad, de charla hilarante (a tenor de quienes le conocen) y fundamentalmente comprometido con sus valores personales, con independencia de que el resto los compartamos o no.

Imagino que la Historia, sobre todo la que discurre en boca del común de los mortales, trascenderá que Ratzinger fue un Papa mediocre y débil. No lo sé, ni me corresponde valorarlo. En lo que respecta a mi historia personal, he terminado de leer dos libros suyos y ávidamente me dirijo al tercero (desplazando con ello a mi admirado Pla y su cuaderno gris), y en cada línea que descubro de Ratzinger no encuentro sino a una personalidad magnífica y ejemplar. Le deseo lo mejor desde este momento.


viernes, 8 de febrero de 2013

El guiñol del presi

Hace tiempo que les perdí el respeto a los políticos por la contumaz insistencia con que se empeñan en mostrar la poca vergüenza que tienen. De hecho, verles reaccionar estos días ante los últimos tinglados que han emergido a la luz pública provoca hilaridad. A veces no sé muy bien qué nos quieren decir cuando agarran un micro y comienzan a largarnos su intrincada retahíla de tonterías, las mismas que más pronto que tarde son desmentidas con rotundidad en los titulares de prensa. Pero no importa: siempre es un galimatías insustancial.

Yo doy por descontado que en los partidos políticos hay tejemanejes oscuros. Igualmente me resulta obvio que en ellos algunos se lucran con actividades negras. Y si bien no creo que todos sean corruptos o corruptibles, sí creo que todos callan cuando observan estas y otras andanzas en sus respectivos partidos (aún no he visto a un solo político querellarse contra un colega corrupto sin que la prensa lo haya aireado antes: ¿se dan cuenta de que nunca se enteran de nada?). Sin embargo, hay algo con lo que yo no contaba: el pantallazo presidencial.

Huelga decir que esta modalidad con la que el presidente decidió declarar ante los periodistas sobre la corrupción en su partido es de vergüenza, y que le cubre de todo menos de gloria. A mí me recordó a los teatros de guiñol, pero sin cortinilla: fue tal el esperpento que sólo faltó que apareciese la Cospe, porra en ristre, preguntando al coro de periodistas si habían visto en alguna parte al Bárcenas, por aquello de trajinarle las costillas al grito de “malo, malo, malo y remalo”. De risa.

Y es que la cosa, pese a la pretendida severidad del discurso, tuvo en el guiñol del pantallazo, bien mirado, su comicidad y gracejo, aunque no alcanzase ni de lejos las cotas de la posterior ocurrencia “todo eso es mentira... bueno, salvo algunas cosillas” con que deslumbró a propios y extraños, al lado de doña Ángela, nuestro colosal prohombre que habita en La Moncloa.

Me pregunto por dónde saldrá cuando, más adelante, el navajeo cruzado en que se desenvuelven unos y otros obligue a nuevas intervenciones. Porque hasta el momento, este presi sin gracia se ha limitado a emular a Les Luthiers y su archifamoso Adelantado Don Rodrigo Díaz de Carreras, que se enfrentaba a los indios comechingones al grito de: “¡Mi honra está en juego y de aquí no me muevo!”. Claro que no. De ahí nunca se ha movido nadie. Bien se sabe: dimitir tan sólo es un nombre ruso.



viernes, 1 de febrero de 2013

El Duque Palmado

Monárquica y socialmente, Urdangarín ha palmado. Y no por la procacidad estúpida con la que despreciaba en la firma de sus correos el título de su esposa, la Infanta Cristina, sino por el cúmulo de informaciones que de su comportamiento venimos siendo informados por la prensa. Digámoslo claramente: de entre los muchos rastros que el asunto Nóos va dejando tras de sí, es el de la firma erecta quizá lo que más burdamente define su inepcia a la hora de asumir el rol al que accedió por matrimonio. Y no hace falta exceso de magín para unir los puntos del dibujo punteado en informaciones y secretos, y que esconde a un tipo bosquejado cual chulo de barrio toda vez que, por aquello del destino, abandona el talento de anotar tantos con una pelota en la mano cuando accede a los mucho más suculentos entresijos del poder, la fama y la influencia. Un listo de los que hablaba la semana pasada. Un listo en sentido peyorativo.

Dicho en plata. Que este individuo, en el momento de hollar el altar donde se consumaba su desposorio, debió pensar: “y ahora me forro”. Es probable que tardase un tiempo en concentrarse en el asunto monetario que transitaba el espacio de sus meninges. Al fin y al cabo, ser parte de la Familia Real le desubica a uno, y bastante, creo yo. Pero el momento siempre llega cuando uno lo busca. Le bastó pasar por un MBA, un máster de esos que le enseñan a uno todas las sutilidades que conducen a la sociedad a una crisis como la que padecemos (lo sé porque yo mismo hice uno de esos y puedo corroborarlo), para que se le iluminase el entendimiento y urdiese, con las ayudas ajenas que consideró necesario, todo el entramado del Instituto Nóos. El resto son los titulares presentes y futuros, y alguna que otra sentencia un buen día de estos.

A mí lo que me espanta, de verdad, no es la corrupción que encierran las actividades del duque consorte (de las ansias de dinero solamente la pobreza atesora remedios). Lo que me repugna más es su manifiesto menosprecio por la Familia Real, por el destino al que libremente accedió al prometer monárquico amor conyugal frente a toda la sociedad, la chulería e indignidad en quien debió comportarse siempre con una pulcritud y una honestidad inmaculadas precisamente por disfrutar de la posición que le fue encomendada. El dinero hubiese llegado igualmente, aunque con más lentitud. Pero nadie hubiese levantado el índice acusador hacia él (y es que eso de levantar parece ya marca de la casa).