viernes, 9 de septiembre de 2011

60%

Para que nadie me acuse de ser poco técnico: la reforma española aprobada recientemente en el Senado impone el límite de la deuda en el 60% sobre el PIB. No pienso escribir una sola cifra más en toda esta columna. 

A mí, personalmente, esta reforma no me importa ni por su contenido ni por cómo se ha llevado a cabo. Me importa porque evidencia que no podemos fiarnos de los políticos. Da lo mismo que se redacte una ley, un acompañamiento, un artículo constitucional: frases todas ellas que se pueden incumplir. En el caso que nos ocupa algo me dice que se incumplirá y que será escaso o nulo el perjuicio para el incumplidor (yo hubiese incluido una apostilla a lo Warren Buffet: que en el momento en que se supere ese porcentaje, toda la clase política quede inhabilitada de por vida para el ejercicio de la función pública, con pérdida total de los beneficios alcanzados). 

Está claro que manejar el dinero de otros, sea del contribuyente o de los mercados, no es trabajo para cualquiera. Lo sencillo es llenar una ciudad de universidades, de polideportivos, de AVEs: los ciudadanos quedaremos encantadísimos y pensaremos eso de “pero qué bien se emplea nuestro dinero”. Pero si no nos explican que ese dinero es prestado, y que para devolverlo conviene invertir en producción y generación de riqueza, y no en comodidad y lujo, estaremos ciegos ante el cataclismo que se avecine antes o después.

En los políticos delegamos la ciudadanía la gestión de la cosa que es de todos. Por eso produce tanta pena pensar que para frenar su irresponsabilidad la única solución pase por regularse a sí mismos. Como lamentable es que introduzcan el patetismo en la Carta Magna y se queden tan anchos creyendo haber reaccionado ante los prestamistas al pergeñar en dos tardes una propuesta llamada a expiar culpas actuales y pasadas (cosa que no es cierta, por otra parte, y de hecho es algo que no han logrado). 

El paradigma del desgobierno se autorretrata en ese 60% de no sé qué artículo de la Constitución (nunca la he leído entera). Por eso no discuto que sea o no necesario. Lo que sí afirmo es que se trata de otro pasito más por este camino de mediocridad e irresponsabilidad que venimos transitando desde hace 30 años, cuando, de repente, nos volvimos todos ricos. Ahora ya lo sé: hubiera preferido seguir siendo pobre para que mi hijo no lo sea cuando tenga mi edad. Porque lo será y a mí no me quedará otra que avergonzarme, como ciudadano, de mi torpe ceguera. Pero nunca más.