viernes, 26 de enero de 2024

Discapacitando disminuidos

No sé por qué algunas mentes opinadoras y analíticas insisten en la actual deriva gubernamental hacia los problemas inventados o artificiales o ficticios en que se ha embarcado este Gobierno tan irrisorio y risible que tenemos. En puridad, no deberíamos hablar solo del Gobierno porque el primer partido de la oposición (y vencedor de las últimas elecciones) también se une con alborozo y satisfacción a dicho éxodo. Véase lo de la reforma constitucional para sustituir disminuido por discapacitado en nuestra Carta Magna. Dirán ustedes que no hay batalla pequeña, pero no me digan ustedes que esta aparatosidad no deja de desvelar lo poquito que tienen en sus magines nuestros representantes (¿qué les impide hacer esas modificaciones tan insustanciales de forma sin tanta parafernalia mediática?)

Usted puede trocar, si quiere, una palabra por otra, como en el arriesgado ejercicio de entender lo que hay detrás de los elles (y no me refiero a la denostada doble consonante). Y si no quiere, no lo haga: yo no lo pienso hacer, por ejemplo, que en eso sigo mi propia y mucho mejor coherencia. Pero tenga por seguro que, detrás de ello, se encuentra la convicción politiquera de que ellos disponen de un pensamiento más limpio, más igualitario, más mejor, en definitiva, que el suyo y el mío. De un tiempo a esta parte, la política del mundo entero (al menos del mundo occidental, Europa y USA) se ha convertido en una continuada declaración de acciones salvíficas y moralmente superiores, lo queramos los demás o no. Ni siquiera es sometido a refrendo: de hecho, ni se molestan en consultar nada, del modo que sea, porque ellos son los elegidos y, por tanto, ejecutantes del decisionismo de llevarnos a todos a la m*** si es tal aberración lo que les viene en gana.

Ahora que los disminuidos han sido discapacitados, ¡qué grande vida les espera a todos ellos! Al menos hasta que, en el uso del habla, las gentes vuelvan a peyorar con el nuevo distintivo. Ejemplos hay de sobra: pasó con idiota, imbécil, subnormal, retrasado… Será cruel, pero es creatividad humana. Como le dijo el otro al uno, “denos tiempo”.


viernes, 19 de enero de 2024

Dantesco Tecé (et alter)

Lo de ser un pumpidote es cosa de mucha enjundia porque, quien así se comporta, logra convertir una institución de sólito aburrida y tediosa (el Tecé) en una cueva de alibabá de apasionante devenir por tantos tesoros como esconde, todos ellos ajenos a su insigne misión. Y no solo porque rehaga de arriba abajo esa sentencia ejemplarizante que le endiñó el TeEse al rojillo de las rastas, amigo de patear maderos, no solo porque incluso le haga los deberes, los suyos y los de sus abogados, transformando la interpuesta demanda en una suerte de artilugio pseudojurídico orientado a someter al resto de los anillos de poder, que diría el otro. No. Sobre todo, porque en ese caldero hay caldo para rato, que rabos de lagartija, excrementos de murciélago, pizquitas de cianuro y gotas de exudación tras refocilamiento obtuso. En fin. Que a este paso, el Tecé va a ser capaz incluso de revertir y enmendar la plana a sí mismo, vistas sus pasadas sentencias, como aquella de la no constitucionalidad de los confinamientos que dictó el chulo que nos desgobierna (por aquello de que solo gobierna para quienes lo arropan por la noche en el palacio monclovita, y para nadie más). La pumpidoría es así: un embeleco disfrazado de cosa seria. 

Qué divertida es esta legislatura. Pareciera que llevamos años con ella y no han pasado ni unos meses. Ya puede arder la piel de toro que los legislatureños con mayoría en plaza van a seguir dándonos pan y circo. Pan, en puridad, no, porque para tamañas colosales empresas como pretenden darse a sí mismos han de esquilmarnos hasta la hogaza o la barra; pero lo del circo lo tienen bien controlado, hasta en la cartelería de los encastillados medios que los cobijan se evidencia. Y lo mucho que nos vamos a reír, oiga. De hecho, ya nos estamos riendo, tal vez de puros nervios o de desesperanza, esa de la que uno ha de despojarse al cruzar las puertas del averno, donde reina aquel por cuya causa arribaremos en la ciudad del llanto, némesis de la risa que con tanto fastidio soltamos, y en el dolor eterno, porque profunda y luenga ha de ser la recuperación de tanto como nos están despojando, y al lugar donde sufrimos los condenados, esa raza de ciudadanos y pueblos que ni participa del comunismo de boutique o del separatismo cutre. No sé bien qué poder divino, qué suprema sabiduría creó tanta cogitación dantesca, pero uno empieza a temer que antes de esto no hubo realmente nada, tal vez solo las trochas que fueron construyendo el actual camino.

Fíjense vuecencias que ya no hablamos de tezanías. A eso hemos llegado. Y aún no hemos llegado al final… 


viernes, 12 de enero de 2024

La venganza de la piñata aturdidora

Aporrear un monigote que representa a Su Sanchidad, y hacerlo en vía pública, como toda verdulería que se precie, es de mal gusto y peor criterio. La reacción de convertir en delito tal cutrez es intrínseco a cualesquier sancheces porque jipiar por todo lo que le ofende (y le ofende todo) es una de las normas que el personaje profesa (tal vez la única). Al Rey lo han ahorcado y prendido fuego tantas veces que ya parece modus operandi del paisanaje formado por quienes ahora van a ser amnistiados y tal vez muy pronto los que lo serán en el futuro (como esa tenebrosa recua de egregiados asesinos, los etarras, que son recibidos con honores en la plaza pública por tanto como mataron y tanto como destrozaron). Será que esto del odio solo tiene un sentido: el de Sancheztán, un tipo al que yo denunciaría, a él y a su corte milagrosa, por obligarme a odiarlo tanto si no fuese que me parece una memez hacerlo. 

Y mientras el ataque de nervios pulsa los botones de un Gobierno infartado desde mucho antes de haber sido constituido, las noticias falsas y una nada silente encomendación presidencial a ministeriales y partidistas para atacar, despreciar, insultar, condenar, acallar, avergonzar y amenazar a quienes intentan (intentamos) colocar las cosas en el sitio donde nos parece justo que estén, sigue levantando barreras cada vez más altas a la expresión libre, la crítica, el librepensamiento y el juicio propio. Basta escuchar a una cualquiera de las siempre enchufadas vicepresidentas, o al caradura de vicepresidente (que lo es de momento y mientras su jefe quiera), o a esos fantoches malogrados que fueron, uno alcalde vallisoletano, el otro lehendakari vasco, la otra opositora de una ayuso que siempre le daba por donde más dolía, para darnos cuenta de hasta qué punto no estamos ante un Gobierno que explique sus actos, sino de una caterva de adoradores del líder que lo seguirán siendo hasta que este último se vaya a hacer puñetas de una vez de aquí.

Y mientras todas estas lumbreras campan por sus respetos, en ocasiones a lomos de aquellos enemigos que dicen estar ahí para derribarlos, porque son así de tontuelos (¿verdad, discapacitantes minusválidos de lo político?), los demás nos hemos resignado ora maldecir nuestra bendita suerte, ora pasar de todo en plan indolencia suma, ora no estar a nada salvo al Netflix o el Instagram, que es, por cierto, lo más habitual entre la borriquería. De modo que, no solo son autócratas (en realidad, son indignos) y no solo buscan silenciar cualquier voz que les parezca impropia (con un sentido de lo impropio capaz de abarcar su más altas cotas de ambición, nepotismo y chulería): también quieren censurarnos tanto que acabemos desapareciendo del mapa (como la Cenicienta original o los Diez Negritos de la canción).

Y no va a pasar.


viernes, 5 de enero de 2024

2024

Hace un siglo corrían los felices años 20. El mundo se acababa de despertar de la arroz pesadilla de la Gran Guerra y la Gran Gripe, la española, así de mal nombrada. Los padres acostumbraban a sobrevivir a varios de sus retoños. Aún no despachaban antibióticos en las boticas y hospitales. La sociedad de consumo no existía porque, ante la gran crisis de aquella posguerra que había cambiado los mapas políticos que se enseñaban en las escuelas, nadie había urdido el plan de conseguir que todo el mundo, en lugar de ahorrar, se dedicase a gastar todo el dinero que ganara. Había millonarios, y banqueros atroces, e industriales todopoderosos. Pero vivían a lo suyo, desconociendo de qué materia ocre estaban construidos los caminos. Morirían igualmente en el Titanic, aferrados a sus copas de afrancesado cognac, pero morirían diferentes. No influían en el devenir de las gentes, acaso proporcionando un trabajo, y nadie, salvo los más exaltados y extremistas, pretendía regir la vida de los demás ordenando, con tono paternalista y arrogante, cómo se debía actuar. Uno de aquellos exaltados era un pobre diablo, artista menor y trabajador mediocre, que había estado consumiendo los panfletos antisemíticos que inundaban las calles de Viena o Múnich. Aquel tipejo que tuvo la suerte de frente en casi toda su existencia, se haría millonario con las ventas de su primera y horrorosa obra, unas memorias escritas por sí mismo, tergiversadoras y zafias, que en aluvión comprarían más tarde los ciudadanos que llegaron a creerle un líder mesiánico. Y fueron millones.

Hace un siglo, en el sur, en la Argentina de mucho antes del populismo peronista y del egoísmo social que lo sustentó, Buenos Aires disputaba el liderazgo entre todas las magnas urbes del mundo sin sospechar que se encaminaba a su destrucción. Y aquí, en España, ese país inculto y atrasado que décadas antes había luchado contra el liberalismo y la cultura por provenir de Francia, alumbrando héroes de bajísimo relumbrón y políticos sin lumbre con que cobijar a su pueblo, se debatía entre una monarquía decrépita y un sistema político anticuado y ruin. De aquella ruindad continuada sobrevendría un estigma que, un siglo más tarde, aún ponzoñaría las mentes del pueblo. Pero por entonces, con el tardío desarrollo de las carreteras, el ferrocarril y la administración territorial de las diputaciones provinciales, que el tiempo volvería a convertir en taifas regionales, las gentes salían adelante como mejor podían. En algunos lugares seguía larvado en las almas de algunos el sentimiento xenófobo que todo nacionalismo regionalista lleva consigo. El embrutecimiento de los pueblos, repletos de egoísmos y mezquindad, haría el resto. 

Hace un siglo,  más o menos, cuando aún mis padres no habían nacido, el siglo de las luces dio a su fin, y de tamaña oscuridad seguimos aquejados, porque el breve destello de luz de una transición modélica fue prontamente mitigado por la pertinaz maledicencia de los que nada más que odio llevan dentro.