viernes, 8 de julio de 2011

Síndrome DSK

Esta columna no habla exactamente del ex director del FMI (más siglas), aunque se le nombre, sino de un tema que debería de erradicarse con premura: la dejación social de la presunción de inocencia. O dicho de otro modo, la necesidad de acabar con el ímpetu vengativo en una sociedad acostumbrada a lapidar prematuramente a quienes odia, teme, envidia o ensalza.

Esta necesidad de ajusticiar no a quien creemos culpable de algo, sino a quien necesitamos que sea culpable de ese algo, para mayor alivio de nuestras frustraciones, es insano. Fíjense en el ex-director del FMI. Las últimas revelaciones publicadas por la prensa (la misma prensa que lo masacró) tienen toda la pinta de convertir el inicial feo asunto del señor Strauss-Khan en un asunto muy feo para quienes, desde las troneras de la palabra, le han guillotinado, fusilado, apedreado y ajusticiado antes de tiempo. Ya lo discutí con un lector cuando saltó el escándalo: “¿se imagina que sea todo falso o incierto?”. Pesaba tanto la firmeza (y gravedad) de la acusación, tanta repugnancia daban los hechos descritos, que muy pocos repararon en ello.

Esta inclinación nuestra hacia la venganza hace que el mundo se encuentre repleto de difamaciones, mentiras disfrazadas de verdades, calumnias e injurias. Hundir la reputación de una persona, ya sea desde el anonimato o desde la falacia, es una de las más graves injusticias que pueden vivirse. Con frecuencia se oye eso de “no quiero que me juzguen”, pero luego resulta que lo hacemos continuamente. Juzgamos y acusamos, todo al mismo tiempo. Un día son los pepinos, otro día es una atleta palentina, mañana puede ser usted mismo. Y por detrás, los intereses y las razones oscuras. Parece asombroso que aún hoy debamos recordar que la justicia existe para que las personas libres sean tratadas con respeto incluso cuando se cierne sobre ellas la más abrupta de las sospechas. Si usted, lector, motivado por la personalidad del acusado o por cualquier otra circunstancia, se deja llevar por el frenesí de las conjeturas, y luego éstas resultan inciertas, ¿qué hace luego para restituir la integridad y el honor de un acusado que nada ha podido hacer salvo confiar en la justicia, una vez que los focos y los titulares le han arrojado al vacío del oprobio? Yo le respondo: nada. Todo lo más, encogerse de hombros y susurrar algo así como “vaya, quién lo diría”. 

Tal es el síndrome DSK: “le odio tanto, que no puede ser sino culpable, aunque esté yo equivocado”.