viernes, 18 de diciembre de 2020

Queco cumple 16 años

Cuando comencé a escribir estas columnas, Queco tenía solo dos añitos. Hoy cumple dieciséis. Dieciséis. Se dice pronto… Sé que de tanto en cuando les he ido contando cosillas de su infancia o adolescencia. Me honra saber que los lectores que me leen, y cuyo número no importa (desconozco si muchos o pocos: solo sé que están ahí), han sido testigos de mi evolución como columnista (opinador me gusta más) y como padre. Admito que las andanzas y correrías del niño que Queco una vez fue (ese niño siempre sonriente, de ojos encendidos y enormes al que echo muchísimo de menos cuando me invade la nostalgia) resultaban gratas de disfrutar y de narrar. El crecimiento que, como persona en pos de la adultez, Queco está ahora sintiendo en su propio ser día a día, resulta en una difícil síntesis de emociones, trampas y desconciertos, como no podría ser de otro modo.

Sigue siendo cariñoso y mimoso, sigue sonriendo de tal manera que se me encoge al alma en cada gesto, sigue siendo bueno y juicioso, aunque le cueste entender las matemáticas o la física (ay, qué dolor para tres doctores en física y un matemático como hay en la familia paterna), y distingue lo que es comportarse correctamente de comportarse alocadamente. En ese sentido, es un adolescente ejemplar. Pero adolescente. Proyecta lo que quiere ser cuando madure definitivamente sin saber aún que puede llegar a ser mucho mejor hombre y persona de lo que yo haya sido nunca. Lo advierto en sus ojos. Pero él no es consciente.

Me gusta hablar con él desde sus quince años. Lo descubrí alborozado y no quepo de gozo. Queco plantea razonamientos atinados pese a mis frecuentes reproches de que lee muy poco, que juega demasiado (online, eso sí es un virus pegajoso) y que se deja aburrir por las materias que le enseñan en el instituto. Pero todo ello no explica que parezca tan sabio y razonable. Será que, en algún momento, aunque se me antoje del todo inexistente, siente curiosidad por cosas ajenas a su mundo de adolescencia y las sacia. Además, no siente rubor en transmitirme lo que descubre si, por casualidad, hay ocasión de hacerlo.

Él sabe que nunca me he posicionado como su colega o amigo. Siempre he sido su padre. Me he encargado de poner el empeño suficiente en hacerle ver que jamás un colega o un amigo le va a querer y apoyar y defender como yo. Aunque diverjamos. Él hará su vida, desde luego, y yo me sentiré orgulloso de comprobarlo. La única pena que siento hoy es que este ha sido y será el último día que llame, a Javi, Queco…

viernes, 11 de diciembre de 2020

Matemáticas (f)útiles

Se agradece que algunos efectúen estudios comparativos para concluir lo que ya sabemos. En el caso de las Matemáticas, la escasez de alumnos (y profesores) conspicuos. Nos situamos, en esta materia, al nivel de Armenia y en profundidades simadas si nos comparamos con Singapur (lugar fascinante donde, empero, yo no querría vivir). Se da el agravamiento de que el grueso del alumnado español conforma un nutrido pelotón de cola y la cabeza, donde se situaría la excelencia, es constituida por unos pocos, y cada vez menos.

Dicen algunos que la carencia de profesores con gusto por las Matemáticas es razón de su hispánica futilidad. No me sorprendo. Desde que oyera a aquella opositora a profesora justificar su manifiesta incultura porque -decía- lo importante es aprender a enseñar aun sin aprender lo que se enseña, supe que el desastre cohabitaba en nuestras vidas. De ahí que dispongamos de presidentes gubernamentales cuyos mendaces doctorados no han trascendido en conocimiento alguno de provecho. Acaso la solución estribe en regalar los títulos, aun los más egregios, como se pretende en la la última y enésima ley educativa. Aunque luego no sirva de mucho, por lo menos la pared del pisito queda engalanada.

A la gente no le gusta las Matemáticas. Eso está claro. La mayoría la pinta como un hueso duro de roer y es incapaz de hallar dulzura en el álgebra o el cálculo. Ensoberbece pensar que, a quienes sí sentimos devoción por ella, se nos pueda considerar incluso inteligentes. Cosa que no es cierta. Pero algo falla cuando una herramienta tan fundamental, que lo mismo se encuentra en los cálculos para colocar ministros en la termosfera como en las búsquedas de Google, se tenga por enredada e incluso incomprensible. El currículo matemático lleva años achicándose y seguramente aún se pueda reducir más (y mejor), como sucede en tantas otras materias, pero convendría realizar el esfuerzo de evidenciar su utilidad, su importancia, su sencillez (ya sé que suena extraño) y su versatilidad, dejando a un lado el oprobio de examinar con un límite calculado por la derecha o por la izquierda cuando maldita sea si se entiende bien la razón de que deba hacerse algo tan extraño.

Podríamos eliminar las mates y nuestra incultura y analfabetismo funcional no experimentarían diferencia significativa alguna. Ya está pasando con el vocabulario, cada vez más exiguo. Por eso: engrosemos aún más el pelotón de cola, Singapur queda lejos y el buen vivir no necesita conocimientos, solo subsidios.

viernes, 4 de diciembre de 2020

Iconoclastia total

Como la Historia de España es un rollazo, elimínese de los colegios. Está rebosante de matanzas y machistas. Sobra toda salvo, acaso, los pueblos preíberos, cuna de tantos patriotas que hoy día quieren salvar la malhadada piel de toro de su infame destino, y la idílica II República, con su bienintencionada revolución de octubre del 34, aplastada por fascistas, la proclamación independentista de Companys y la poética justicia en Mondragón contra los capitalistas Marcelino y Daboberto. El resto es un deambular de colonizadores, responsables ellos de exterminar las raíces neolíticas; de monarcas absolutistas, como los herederos de los Capetos que, por descontado, no nos representan; de conquistadores sedientos de codicia y xenofobia, malditos sean esos castellanos y extremeños, andobas que, por puro azar, han regido los destinos de todos los demás, con lo guapos y listos que somos los demás: son fascistas y traidores que incluso nos han impuesto una lengua con cuya demolición alcanzaremos la legítima equidad tras décadas de opresión lingüística y religiosa.

Y digo yo. Enardecidos con esta fiebre iconoclasta, actuemos también en las historias de los hechos diferenciales, no sea que un día cambien las tornas y los que vengan detrás los enseñen de modo distinto. Sin libros de texto solo cabe la tradición oral y, por ende, su perpetuación mitológica. Por ejemplo, la historia de Euskal Herria, aun casi inexistente, se puede resumir en un cuadrito al margen de color terroso y sin mención alguno a la ETA. Mucho cuidado con los Blanco: se acepta la grandiosidad de lo de Carrero, pero hay que acallar lo de Miguel Ángel. Y para la historia de Cataluña, que es de recientísima invención toda ella, casi es preferible enseñarla junto con la literatura de ciencia ficción: de tan divertida a lo mejor pasa lo mismo que con el caballo del Benítez, que la gente se empezó a creer aquel disparate de lo bien escrito que estaba.

Del resto de diferenciadores, mejor omitirlos. Total, de los gallegos no se sabe si van o vienen: en lugar de su historia, mejor subvencionamos un concierto de fados y otro de música celta. Y respecto a Andalucía, que casi se nos vuelve nación en tiempos republicanos, la dejamos como paraíso de vagos, guitarras y palmas. Canarias ya tiene bien tiempo y en Valencia hay naranjas. Van sobrados.

 Promúlguese en una nueva ley educacional, que hasta ahora nunca nadie acertó con la clave, y la clave está en ocultar todo aquello que una vez nos condujo a escribir esta columna.

viernes, 27 de noviembre de 2020

La estafa cainita

De esperpento en esperpento, las sancheces consiguen que lo grotesco parezca normal y lo razonable, grutesco. Nuestra tolerancia es como el vientre del boxeador, endurecido a golpes, como su cerebro noqueado hasta no poder distinguir lo que hiere y lo que hiede. Es la pasmarotada en que confluye una impudicia recurrente. Vivimos tiempos extraños, ya lo dije hace unas semanas: los peores han copado el poder, todos juntos, en contubernio, y se dedican a hincar los árboles por las copas dejando las raíces al aire ante el alborozo ajeno. Una descomunal estafa donde las estrategias se inventan cada mañana y las cuentan, ¡oh, castigo!, en acendradas homilías repletas de vaciedad.

El Gobierno no cesa de generar conflictos, aunque duerma. Tienen la convicción de vivir en una batalla perpetua donde cada minuto ha de ser de gloria, donde solamente se puede vencer o morir. Se saben dueños de una gobernanza muy débil y sus socios, que ventean en el aire la inestabilidad y a su vez se saben contingentes una vez aprobadas las cuentas, buscan arramplar con todo. Ya lo hacían: lo de la lengua vehicular da risa porque las sentencias constitucionales siempre se tomaron por el pito del sereno y los cuarteles ya iban en retirada (cuestión de símbolos). Si se derriban las estatuas, ¿por qué no esos residuos ancestrales que, al parecer, ya no hacen sino estorbar a unos y otros, menos a los de siempre?

Y en eso estamos, viviendo cada día los incidentes y el pillaje que, desde que el mundo inventó la decadencia, anticipan el hundimiento. Es obsceno contemplar cómo quienes más se regocijan con el cataclismo no dejan de obtener réditos y placer con ello. ¿A quién le importa si los ciudadanos callamos y hasta dentro de tres años no hablarán las urnas? Los de la oposición no oponen mucha resistencia, diríase que ninguna, salvo esos desdichados escorados a la derecha a quienes neutralizan las bien orquestadas campañas de demonización que promulgan tanto el Gobierno y sus socios como los propios oponentes.

No sé cuál será el colofón a tanta agresión. Yo, al menos, me siento agredido, batallando con la voz en un cada vez más yermo erial donde las gentes deambulan, trabajan, aman o mueren, sí, pero con la tristeza de ver a los peores de todos, a los más perversos y demenciales, manejando las riendas de un carruaje que hace rato que se viene despeñando. Es lo que pasa cuando irrumpen las hordas cainitas y destruyen la paz civil, la estabilidad y lo que una vez fue denominado, sencillamente, prosperidad.


viernes, 20 de noviembre de 2020

Anomalías temporales

Lo recordaba el otro día un comunicador bastante agudo. ETA se disolvió hace dos años. Franco murió hace cuarenta y cinco años. La Guerra Civil concluyó hace ochenta y un años. Pese al calendario, la Guerra Civil viene copando el argumentario político desde que un tal ZP nos inculcó la memoria verdadera con los tomazos de la ley, y Franco no dejaba de ser una momia enterrada a la que trasladaron para seguir enterrada en otra parte ante la exaltación de unos pocos y caducos vejestorios nostálgicos que, al parecer, aún quedaban. Ambos simbolizan un resentimiento indefinido en quienes no comulgan con el olvido consciente que representó la Transición. Pero ante el terrorismo no podemos hablar de resentimiento, ni de guerra civil ni de dictadura: los inocentes asesinados (ellos no mataron, fueron matados) por esta peste durante la democracia continuarán extintos y sus padres o hermanos o hijos o amigos seguirán penando su ausencia en esta casi idéntica democracia que, ahora, al parecer, se empeña en limpiar la capa de porquería que aún rezuma por toda la epidermis de sus nostálgicos, que no son precisamente vejestorios. Cuestión de ritmos, supongo…

También suenan cadencias anómalas entre mandamases. Incluso entre mandamases de un mismo signo. A los más caducos (y nótese que así denominan algunos a los que rondamos mi edad) les piden los menos seniles que se aparten, que no malmetan, que se callen la boca, vaya. Los quieren, como mínimo, prejubilados. La edad no es admitida. Imagino que quienes miran la edad como una manifestación de la decrepitud no han de concordar con aquello de la experiencia y lo mucho que sabe el diablo cuando es viejo. En realidad, si pudieran, mandarían callar la boca a todo el mundo para que esas bocas no chisten ni digan lo que ellos no quieren oír. Como no pueden, ordenan lealtad y sumisión porque sí, por el artículo 33, porque un partido político que gobierna (en democracia) no es sino una dictadura donde solo el líder (y sus corifeos) habla, además de mandar, y sin ser momias. Cosa que ya sabíamos. Nos dirigen dictadores de medio pelo. Vayan al resto del planeta y véanlo.

La última anomalía temporal proviene de un desastre que parece pasar inadvertido. El migratorio en Canarias, adonde llegan por miles de Marruecos, que anda a palos con el Frente Polisario, aunque alguno con moño no se quiera enterar. Es anomalía porque, donde hace unos meses dijeron “¡vengan!” ahora hacen el “¡venga ya!”. Y no es lo mismo. Salvo que uno haga sancheces.


viernes, 13 de noviembre de 2020

Sensiblerías

Hace unos días me recomendaron una novela, Nosotros, de Evgueni Zamiátin, precursora de las distopías de Huxley y Orwell. La recordaba panóptica, farragosa, poco seductora. Llegué a ella en su día buscando las fuentes de Orwell, pero esa es otra historia. Lo cierto es que me suscitan mucha curiosidad estas recomendaciones con independencia de lo que yo opine del libro. Necesitamos en este mundo, teñido por un sentimentalismo autoritario y sensiblón, más palabras impresas alejadas de las noticias inmediatas y las posturas ideológicas, y muchas más ideas.

Tengo bastante claro que por todas partes se ha impuesto, como un virus, la antítesis social de cuanto prevaleció en Europa desde la Ilustración. Se mire en una dirección u otra, por las calles solo deambulan mareas de ciudadanos ultrarrespetuosos, tecnólatras, sentimentaloides e iconoclatas del pasado. Sin pensamiento, porque imperan las consignas y las verdades que caben en una foto de WhatsApp. Este sentimentalismo de telenovela turca, por su vaciedad intelectual, es difícil de refutar. Además, quienes lo profesan se ofenden rápido, como aquella cocinera de un colegio que, recién devenida vegana, sostenía llorar a moco tendido mientras cortaba la carne de pollo para la comida. Tenemos al alcance de nuestros dedos, a través de una maraña ingente de información y conexiones, todo el conocimiento y la crítica habidas y casi por haber, pero cuanto más fácil es su acceso, más lo despreciamos en aras de donde nacen las sensiblerías.

Por eso, en este 2020 sensiblero, no solo trágico, no extraña que en el continente donde se redactaron los derechos y libertades del Hombre haya prevalecido finalmente una visión floja y desganada del acontecer humano, cargada de sentimiento, tanto que nos ha privado de casi todas las conquistas humanistas enarbolando injustamente la bandera del autoritarismo, coadyuvado por la polarización extrema de las personas. Hemos acabado donde debíamos: en el absurdo de las guerras pacifistas y positivas.

Debo volver a Zamiátin. Se lo debo a quien me recordó la extraña novela. Como debo volver a recordar aquel pasado mío no muy reciente, cuando me maquillaban antes de pasar ante las cámaras para hablar casi anónimamente de cosas que podrían parecer intrascendentes, pero que iban sin sentimentalismos ni deseos de fanatizar, solo por extender las ganas de saber más, de ser más libres, de pensar de forma independiente, sin dejarnos vencer por influencias, casi todas espurias, ni extremismos.

viernes, 6 de noviembre de 2020

Vehicularismos

Debería redactarse una lista de elementos que el Gobierno (un Gobierno, cualquier Gobierno) no puede tocar. Del modo en que se redactan los poderes notariales. Me dirán ustedes que para eso está la Constitución, pero últimamente vienen apareciendo demasiados agujeros en nuestra Carta Magna y por ellos se cuelan tanto desaprensivos como aprovechados, muchas veces con la connivencia interpretativa de quienes tienen por obligación defenderla. De ahí lo de abogar por escribir una frase que diga: la integridad territorial del país no se toca, y el uso del castellano, tampoco.

Probablemente sea un globo sonda, o una idea descabellada que ha trascendido demasiado, pero negociar que la lengua española deje de ser vehicular solo para dar contento a (ciertos) catalanes, o siquiera contemplarlo, es algo que agota el diccionario de sinónimos. La Constitución, esa que tan fácil es de destrozar por cualquiera si de conservar el poder se refiere, establece que todas las lenguas cooficiales son vehiculares. Luego en las escuelas se enseña casi todo en una y casi nada en la otra, pero bueno, son ese tipo de anomalías que pasan con los regionalismos y sus trampas. Porque son trampas. Los tribunales recuerdan cada cierto tiempo que, entre las lenguas oficiales, en sus respectivos territorios, ha de existir igualdad. Y ahí reside lo irritante para quien inventa maneras de urdir la trampa que permita saltarse la obligación. A los que no somos covehiculares, salvo en la intimidad, o en la radio con frases aprendidas, o por curiosidad (anda que no es difícil el euskera, caramba), los demás, digo, preferimos dejar hacer y no volcarnos en disputas por algo tan evidente como la universalidad del castellano: dejar hacer no es otra cosa que coadyuvar a la lengua cooficial.

Pero la política no es la calle. La política actual maneja propaganda y muy grandilocuentes causas, que suelen ser las únicas de quienes aspiran a ejercer el poder sin entender que no los elegimos para ser dictadores, sino empleados nuestros y para que nos dirijan a buen puerto. Si se remitiesen a las habituales y más pequeñas causas no tendríamos jaleos. Porque esto último que se ha inventado este Gobierno tan pintoresco no deja de ser otro jaleo innecesario más. ¡Y todo por unos presupuestos! Todos sabemos que no se cumplen ni sirven de reflejo de la realidad. Que una contingencia puntual de este año condicione muchos años futuros resulta esperpéntico.

Vivimos el año de los prodigios. Imposibles, pero prodigios, como los crecepelos de feria. Más falsos que Judas. Casi parecía más sensato haber hablado de Trump.

viernes, 30 de octubre de 2020

Fanatismo asesino

Primero degollaron a un maestro. Ayer a tres personas. El asesinato del profesor francés a manos de un checheno, por aquello de que Alá es grande, apenas produjo reacción aquí (no hay más realidad que el virus y sus perimetralizaciones). Algo afín sucederá tras el nuevo hachazo de la inquisición islámica, empeñada en devolver al Medioevo a toda la humanidad. El checheno acabó cosido a balazos. El de ayer también, pero creo que sigue sobreviviendo.

A los musulmanes les encanta crear sociedades separadas en aquellas donde -dicen- quieren integrarse. Las leyes occidentales, repletas de laicismo y libertad, son siempre inferiores a su sharía. En Francia, los guetos islámicos han conseguido expulsar -literalmente- de sus barrios y ciudades a quienes no soportan: el Islam son muchos votos y los políticos acuden golosos a ese caladero, guste o no Alá (eso da lo mismo), a prometer cualquier cosa por mucho que se perviertan los valores que dicen preservar.

A ese mundo islámico dentro de otro mundo, en Francia lo llaman separatismo. Aquí separatismo es otra cosa y por eso se puntualiza con lo de separatismo islámico, no se vaya a confundir. Los matices lasos son lo nuestro cuando hablamos del Islam o de cualquier cosa que venga de fuera: dogma es, el mundo está lleno de gente pacífica, honrada, trabajadora, que solo huye del hambre y la pobreza. Y cuando no rige esta razón, como en el checheno, la culpa es del capitalismo, que es, en esencia, lo que pacíficos y sanguinarios desean disfrutar pese a que en la época del profeta aún no se había inventado.

En ese orinal llamado Internet dieron albricias tras el ajusticiamiento del profesor que enseñaba libertad a sus alumnos. Y me juego lo que sea a que también tras lo de ayer. A Macron, diseñador de toques de queda, le llovieron chuzos de punta desde el mapamundi islámico por apuntar medidas contra esa peste: la defensa de los derechos de las mujeres, la educación laica... No por fastidiar la fiesta de moros y cristianos, sino porque en esos lugares tan modélicos con la libertad como Turquía o Irán, sus mandamases consideran ofensiva cualquier consideración que mencione al Islam y sus valores puros tras cada salvajada igualmente pura. Eso sí, lamentan las muertes. Que nunca tienen que ver con ellos. Decirlo es fomentar el odio.

Celebraría que el mundo entero metiese la religión (la que sea) en casa y no la sacase ni para festejar. No tanto porque Dios o Alá no existan. Sino porque, en su nombre, no dejan de crecer los fanáticos.

viernes, 23 de octubre de 2020

Vox Populusque Hispanus

Ser ciudadanos es esa obligación a la que somos arrojados al nacer porque, en algún momento, la humanidad decidió que nadie puede ser dueño de su existencia social (ni tampoco de una porción del planeta). Sometidos a leyes e impuestos y monsergas, tan solo se permite pensar lo que se quiera sin que nadie lo pueda impedir. De modo que, si usted quiere opinar que un asesino terrorista es un beatífico hombre de paz, o que la matanza de judíos nunca existió o que hubo una vez un reino en cierta parte de una península donde la Historia ha convenido que nunca hubo tal, puede hacerlo. Tal vez le multen por negacionista, como en algunos países, por poner uno de esos ejemplos (los restantes no suscitan la atención de las leyes). Poco más. Pero una cosa es tener opinión y otra creer que, por el hecho de tenerla, la debamos considerar proverbial o iluminación para el bien común.

Vivimos unos tiempos no especialmente felices en los que, desde ciertos flancos estamentales, donde las opiniones han procurado a sus opinantes altura moral autodeclarada, se prescribe continuamente cómo pensar, qué pensar y cuándo pensar. Sirva cualquier insoportable homilía de la ministra de Igualdad de ilustración para este incordio. Aunque no hace falta acudir a la bancada azul. No son pocos los individuos que se arrogan el derecho de educarnos en el civismo que ellos profesan con denuedo, independientemente de su credo particular: animalistas, veganos, no-gubernamentales, etc. Empiezan a ser bastantes. Y como forman una piña bastante elocuente en sus manifestaciones, al cómo, qué y cuándo, le añaden el anatema con el que condenar a quien se pase los anteriores adverbios por el forro de sus caprichos.

Todo ello produce una reacción newtoniana. El patrón lo vemos en este Gobierno que se dedica a todo menos a gobernar. Tarde o temprano los vórtices del descontento se ponen de manifiesto. En ocasiones, con exageración y neurosis. Nada que objetar a lo primero, pero todas las objeciones a lo segundo. Es lo que ha pasado con ese partido político, el tercero en número del hemiciclo, que han hecho uso de su facultad congresual para opinar (y censurar) hasta ejercer el desatino de opinar justo lo que siempre se ha de censurar.

No seré yo quien diga que sus ideas e ideales han de ser limpiados con lejía (otras hay más peligrosas y sucias), pero sí seré yo quien advierta a sus acólitos que, por mucho que quieran seguir opinando, una cosa es la opinión y otra la irrelevancia. Y ellos acaban de unir ambas.

viernes, 16 de octubre de 2020

Titanic naufragado

No necesitamos un virus para hundirnos, como sociedad y país. El virus ha sido un catalizador: ha acelerado el ritmo de desintegración que suena desde la bajísima política (denominarla alta parece un mal sarcasmo).

Seguimos siendo sociedad por definición y porque no queda más remedio. Pero somos ya una sociedad extraña, donde no menudean ciudadanos, cada cual con su jaleo y su locura a cuestas, sino identidades y sentimientos sin limitación alguna. Sentirse algo es tan importante que no sentirse nada ha dejado de tener sentido. No sé si me entienden. El caso es que, con tanto saragüete sentimental, hablar de ser un país comme il faut resulta surrealista. Del calificativo de cuestionable y cuestionado, que dijo el otro (menudo portento aquel otro) hemos pasado a la mesa de “tócame, Roque”. Así son las genialidades de estos seres ínfimos, irrisorios, insignificantes que, por arte de birlibirloque, han acabado ostentando juntos un poder casi omnímodo. Por separado, no dejan de ser alfeñiques. Fusionados, ya ven lo que nos deparan. Pésima gestión, caótico desgobierno. Desmembraciones a la carta de todo lo anteriormente urdido con esfuerzo en esto que quiso ser un país moderno y decente.

Mire donde se mire, prevalece lo gris y mediocre. Con el menor apoyo ciudadano obtenido en democracia, unos y otros han urdido un consorcio donde tiene cabida hasta el más desquiciado, ignorante, desmemoriado o revanchista. Lo peor es que los suyos, los adláteres que los respaldan, lo aceptan jubilosos o callan como cobardes. Los que son contrarios no parecen encontrar ni palabra ni ocasión (hay que ser medianía…). Y los que otrora tildábamos de poderosos han apostatado de su catalogación para trocar en meros lacayos (ya ni siquiera dudamos si observan algo que a nuestros ojos inexpertos queda oculto). Y qué decir de la prensa, entusiasta del pronóstico, suscrita al futuro imperfecto de indicativo para indicar las actuaciones venideras de los mandamases porque el presente ha dejado de ser noticia.

Concluyo como empecé. No necesitamos un virus. Solo callar cuando alguien del Gobierno alza la voz para decir, en pleno demolición de la economía, que lo fundamental es avanzar hacia la República.  Aguantar estas tropelías y mirar hacia otro lado, sin discutir siquiera, ni plantear batalla, es franquear la puerta al desastre. Cuando en la sesera de los de arriba no hay nada, ni tiempo en ejercer algo útil para el bien común, lo único que puede escucharse es el sonido de la orquesta del Titanic

viernes, 9 de octubre de 2020

Otoño sin techos

Hace un siglo nuestra humanidad afrontó una pandemia mucho peor, más mortífera y apocalíptica que la que nos asola. Casi cien millones de muertos dejó a su paso, y un reguero de cambios y venturas que aún perduran. La gripe española, la llamaron, y de sus rescoldos surgió el estado del bienestar, la seguridad social y también la fortuna de Donald Trump.  

No sé cuáles serán las futuras benignidades que han de surgir de esta malignidad que venimos padeciendo, pero tengo la sensación de que va a causar en nuestro país una homérica e inexpugnable quiebra, y que lo hará en este presente de aquí y ahora. Lo deduzco tras la extática homilía publicitaria del Presidente del pasado miércoles, quien, sin concreción alguna, prometió suntuosidades y despilfarros sin fin para la España venidera, a sufragar con los dineros que la contabilidad creativa prometió como cientos de miles de millones de los euros europeos. Claro que esta cifra la ensombreció el propio discurso presidencialista al anunciar ochocientos mil felipistas puestos de trabajo. Esa canción ya sonaba en tiempos de la Trinca y miren en qué se quedó.

Mucho virus a derrotar, mucho futuro verde, mucha digitalización e igualdad feminista, son descubrimientos mágicos de un gobierno desquiciado que solo podía contemplarse desde la orilla más a la izquierda con el destrozo de lo que cualquier casa cuida como oro en paño: la sensatez, el techo de gasto. Ahora ya tenemos nuestras tonsuras al descubierto. Vengan millones y olviden todas las administraciones la prudencia, el sacrificio y la economía. Aunque esta otra canción de la reconquista social también sonaba cuando aquel desastre que dilapidó la ruina de los españoles en cosas que solo servían para poner cartelones con una e mayúscula a las entradas de los pueblos y miren lo que pasó luego.

En fin. Qué tan humillados debemos estar los españolitos a estas alturas que no nos creemos ya nada. Por fortuna para nosotros, se anunció por la otra línea un nuevo capítulo del serial venezolano que viene protagonizando el vicepresidente, ese lío cutre de amoríos e intrigas que mantiene absorta a la parroquia. Y fue esa noticia y no la de los millones la que nos cambió el semblante: a unos -los menos - para restituir la periclitada indignación encastada; a otros -los más - para descojonarnos de la risa, con perdón, que andamos faltos de ello. Y eso que el otro lío, el de los cierres y reaperturas que se sucedieron al día siguiente en los Madriles, aún no había sido anunciado.

viernes, 2 de octubre de 2020

El mundo del sur

Montevideo nos contempló al llegar bajo una borrasca lúgubre. El gris plomizo, la penosa sensación de acromatismo, impedía percibir el abundante verdor de una ciudad bohemia y liberal que despierta en primavera. El vuelo fue tranquilo, azaroso en turbulencias, especialmente con una T4 vaciada de gente. Los aviones han pretendido burlar su debacle económica ofreciendo estrecheces y miserias, como el infame servicio a bordo o la gélida frialdad de sus excusas innecesarias. Los viajeros nos hemos convertido en seres sospechosos de la noche a la mañana.

Cuando salió el sol, Uruguay deslumbró con lozana herejía y los parques se llenaron de gente y las calles de una tranquilidad consuetudinaria. Causa asombro observar a su población, comprometida y valiente, acostumbrada a ser consultada sobre cualesquier leyes que se promulguen (bastan doscientas mil firmas para obligar una votación). No hay obligación de usar tapabocas en la calle y el país entero parece una isla de salud inobjetable: desde el principio de la pandemia “solo” se han contagiado un millar corto de personas y han perecido menos de cincuenta individuos. Nosotros, españoles con constancia consular, al PCR obligado para entrar en el país hemos debido sumar otros dos más solo por provenir de donde provenimos. Es fútil tratar de explicar que han concurrido en la madre patria, en el mismo periodo de tiempo, un virus y la más inútil clase política en siglos sin eximente de ningún tipo. Alrededor de Uruguay blanden su tétrico ejemplo la sempiterna crisis argentina y el cráter lunar en que se va convirtiendo Brasil.

Qué gusto pasear con sol y aire del Atlántico en el rostro (qué hartazgo arrastro de máscara y cómo duelen los cartílagos de las orejas por su uso). La labor profesional que hemos venido a realizar va viento en popa porque, como suele ocurrir en el nuevo mundo, la industria aún no tiene ensoberbecido el seso y presta atención a los profetas. Por todo ello, vida y trabajo, entorno y ciudadanía, quisiera uno quedarse en Uruguay mucho tiempo. Pero no es posible, no se puede. Anuncian que, al regresar, quieren encerrarnos como vulgares infectos que solo saben arruinar tendencias de curvas o, aciagamente, morir. Enfermar de virus es un tedio antiestadístico. Personalmente renuncio, por ahora, a pensarlo siquiera. Prefiero seguir deslumbrándome con esta tierra lontana donde a quinientos metros de desnivel lo llaman monte y en los pastizales del norte, donde hace demasiado calor, solo hay vacas y ovejas.

viernes, 25 de septiembre de 2020

Cuanto haga falta

La más cruenta tragedia del siglo XX no fueron las muchas guerras: fue la gripe española. Los libros de historia la omiten con descortesía. Una gripe no parece un hecho relevante así aniquile 40 millones de personas. Entre aquella, que decoloraba a los moribundos de todo el planeta o producía acromatopsia en los enfermos que se recuperaban, y esta de Wuhan hállanse asombrosos parecidos y sidéreas diferencias. Como entonces, hemos tenido la mala suerte de toparnos con una enfermedad nueva. Somos como los nativos del Perú luchando contra Pizarro y la viruela. Gana siempre Pizarro.

Una cosa es doblegar la curva (las veces que haga falta) y otra doblegar un virus. La curva quiere no alcanzar el punto de congestión de los hospitales. El virus carece de conocimiento y le importa poco la angustia de los humanos. Con él nadie está pudiendo porque no se puede, por mucha medicina y tecnología que quieran inventar (las veces que haga falta). Enfermaremos, sanaremos o nos moriremos. No hay otra. Es lo que siempre ha pasado. Con antibióticos y sin ellos. Con vacunas y sin ellas. Porque esa vacuna esperanzadora, la misma que el 40% de la población no quiere inocularse, no llegará antes que la inmunidad de grupo o el debilitamiento vírico del bicho infame. La simplicidad de la naturaleza es sorprendente: solo necesita sesenta mil millonésimas de metro para desmontar nuestros colosales castillos de arena. Por mucha propaganda, por más fuertes que digan que saldremos (las veces que haga falta), seguiremos a merced del patógeno.

Dice Juanjo que también detesta la ineptocracia que el virus ha manifestado. Yo le replico que está instaurada en el planeta, mas no en todos los países. El nuestro destaca por haberse trocado en un virus mucho más agresivo. Yo quisiera no estar al arbitrio de un Gobierno que solo sabe echarle la culpa a Madrid y que se alegra mucho de que la economía haya retrocedido un 17,8% en vez del 18,5% previsto. Qué afortunados somos. Acabaremos en un erial, pero qué progresista y qué igualitario el erial. En el ínterin, nos colarán indultos, retorcerán leyes, impondrán vetos republicanos y enviarán pésames a Bildu. Y nadie, entre ellos, dirá nada porque la población afín está bien aleccionada. Y nadie, enfrente, levantará la voz con inteligencia porque la población ajena cree seguir durmiendo en una pesadilla de indecencias que parecen justas y probas, donde la memoria se destierra de inmediato y se cambia por lo que unos incapaces dicen cuantas veces haga falta. 

viernes, 18 de septiembre de 2020

Estío concluido

Con sinceridad deseaba consumar estas columnas que vengo dedicando al estío que aún transitamos. Sin vacaciones, el verano sobra, desaparece. Y, contradiciendo el transcurso astronómico, es otoño, la estación que devuelve la ropa a los cuerpos y desprende la seroja al suelo.

Y sí, concluye el estío. Pero el virus no, que nos va a acompañar un par de años largos aún. Tómenlo con paciencia. Y cuidado. Su enfermedad seguirá sin cura hasta quién sabe cuándo. Los gobiernos enloquecieron tiempo ha y dicen poder someter al patógeno. Ilusos. Diría que se comportan como adanes. Y muchos ciudadanos también. Pero este grado de estrés no puede sostenerse: las economías no van a sobrevivir con esta locura que tampoco conduce a nada. La subcepa B3a del virus, que entró en España por Vitoria, y la subcepa A2a5 (italiana) explican y siguen explicando lo que está sucediendo aquí, en Reino Unido y en Sudamérica, donde las cifras son peores. Pero claro, no es fácil que encuentren ustedes estas explicaciones en la tele…

Acaba el estío, sí, y antecediendo al otoño arriban las borrascas históricas y las memorias imperecederas, que ahora tildan de democráticas. Nos lo recuerda sin descanso el señor cuyo padre militó en un grupo terrorista y que se reúne con los que jalean al desaparecido grupo terrorista vasco bajo un póster de ese ejército popular cuyos crímenes en el convulso periodo de la España fratricida parece que no existieron. Como nos lo recuerda el otro señor, más importante, que prefiere negociar el futuro inmediato de todos con quienes no quieren que haya un futuro inmediato para todos. Lo peor, que nos lo recuerdan con espumarajos en la boca.

Esta sensación de enfrentamiento pertinaz del Congreso, con lesivas alusiones del Gobierno al imperativo legal que les obliga dirigirse a ciertos grupos de enfrente, o calificando las actitudes opositoras de inconstitucionalidad, esta sensación produce mucho frío. No solo porque califique de atroz al Gobierno, cuya inepcia y descontrol comienzan a ser proverbiales, sino porque es recibida en las calles con alborozo por turiferarios acérrimos. Creo que la sensatez quedó infectada de virus y se halla luchando por su vida en la UCI. Yo, personalmente, detesto que un Gobierno considere ilegal todo lo que no sea de su gusto o agrado. Por ello no solo les tacho de ineptos: siento auténtica detestación, y al hacerlo reflexiono si no me estarán llevando a ese terreno bifronte donde quieren que nos situemos unos y otros hasta acabar a garrotazos.

viernes, 11 de septiembre de 2020

Estío corrompido

Los coletazos del verano van dejando en el panorama político nacional algunas perlas sucias, negras como la pez. Lo de nuestros representantes en las Cortes es de una finura tal en el análisis inductivo que cabe preguntarse si el hemiciclo no se ha ido rellenando, paulatinamente, con lo peor que se iba encontrando en cada casa.
Unos anuncian imputaciones a los de enfrente e incluso aventuran cuál será la sentencia: que aprendan los juzgados lo que es rapidez, qué diantre. Otros, queriendo escapar del estigma que han heredado, denuncian orquestaciones maniobrables en lo más oscuro del banquillo contrario. Unos y otros aprendieron el otro jueves, como quien dice, que el pasado en política es un bumerán lanzado hace siglos para que le sacuda en el cogote a quien, medio milenio después, tome el relevo, se halle enterado o no del asunto. Cierto es, muy cierto, que ese señor de Palencia que ha recibido el fenomenal golpetazo se encontraba por allí, entonces, pintando muy poco. Casi como ahora, por mucho que parezca importante porque le han dicho que guarde turno a ver si el poder le cae sobrevenido: es decir, encima, como un costalazo bien dado.
Ya que estamos aún en el estío, aunque no lo parezca, podríamos aprovechar el singular del apellido en plural del señor a quien casi habíamos olvidado pese al escándalo que montó en su día con los suyos por unas cuentas dobles o múltiples, las del partido que preside, de momento, el palentino. Ese apellido, en singular, evoca a un encantador pueblo cántabro percibido de verdor y frescura, tiznado con la huella evocadora que estampan, en lontananza, los montes. Pero claro, hablar de frescura y frescachones es remitirse nuevamente al hemiciclo, donde abundan los peces que beben en el río de las sinecuras partidistas. Porque si lo que se cuece en el banquillo del principal opositor es tórrido, lo que lleva hirviendo unas cuantas semanas en la bancada aliada del Gobierno es nauseabundo hasta decir basta.
De una manera u otra, el patio se encuentra divertido y lo que se percibe desde el proscenio casi es más interesante. Por un lado, soplando en contra de los que fueron suyos, un secretario de Estado; por el otro, a favor, los vientos de una fiscalía que pagamos todos los ciudadanos para que el Gobierno crea que es suya y solo suya. Y aunque el de Palencia esté sufriendo, el asunto (grave) no va con él. Pero el prescriptor de jarabes sigue esperando un milagro que le alivie del oprobio de haberse encastado tanto él como su partido.

viernes, 4 de septiembre de 2020

Estío septembrino

Aun siendo verano, parece concluido el estío. Septiembre surge, todo él, otoño. El calendario nos arrebata casi un mes de esparcimiento para introducir el duelo en nuestras almas.
Llevaban avisando los medios que este mes sería una carnicería de esperanzas y futuros.  Y lo entiendo. Todos quieren hacernos creer que esta pandemia es excepcional y que no hay registro alguno en la historia reciente que se le asemeje. No importa que las pandemias sean recurrentes y no haya generación que se libre de alguna. Lo insólito de la nuestra es que, a escala mundial, la hemos afrontado desde un pánico desmedido. Y así nos va. Apocalípticamente. Ni el ébola en África ha sido gestionado como este coronavirus al que envuelven recurrentemente en prognosis armagedónica.
Mientras esto pasa a la única escala límite del ser humano, en la nuestra, la de nuestra piel de toro, tan troceada y malinterpretada, los discursos siguen rellenándose de vaciedades: por ejemplo, la urgencia de la unidad, reclamo perpetuo que se proclama más cuanto mayor es el deseo de división, como sucede ahora, en una sociedad cercenada en dos bloques cada vez más antagónicos. Lo peor es que no nos deberíamos extrañar. Nos gobierna un individuo que no solo miente, también hiere de forma constante las sensibilidades e inteligencias de los ciudadanos a quienes se debe. Vive tan campante, ha confundido tanto la gobernanza con la propaganda, que solo sabe dedicarse a la única inutilidad de la que es capaz. No importa que un país entero, el nuestro, desde todos los frentes, se halle encogido, con el corazón contrito, no tanto por los rebrotes (tan previsibles y obvios que espanta que resulten tan lesivos para el sosiego común) como por la crisis que se avecina, y no se ha avecinado ya sin darnos cuenta.
Mal asunto el reciente espectáculo con el Ibex presentando armas. Lo mismo que esas vacaciones a cuerpo de rey (del rey que echó) tan soberbiamente interrumpidas cuando el bronceado no admitía más tono para mantener reuniones y conferencias tan inútiles como su gestión de todo. Somos, ahora mismo, un país sin futuro. Por eso mismo me siento convencido de que uno a uno, quienes no atendemos proclamas ideológicas ni partidistas, especialmente sin estas últimas, haremos aquello que debemos hacer pese al ruido entorpecedor de las altas esferas.
No se dejen humillar por este teatro del ridículo en que ha tornado los asuntos del Estado. La propaganda no cesará. Pero los demás podremos dejar de escucharla siempre que lo queramos.

viernes, 28 de agosto de 2020

Estío agostado

Anuncian descenso de temperaturas, pero aún no acabo de sentir el frío agosteño en el rostro, como dice el refrán. Tal vez en este 2020 debamos referirnos no a la climatología del mes de Augusto, sino a los titulares de prensa. Se le hielan a uno hasta los cancanujos con lo del virus, ese condenado bicho que está propiciando representaciones esperpénticas en la política mundial, y con las restantes noticias: la economía, los okupas, el apego ruso por envenenar adversarios...
Como va acabando el mes, toca pensar en ir recogiendo. Es mejor hacerlo despacio, cada día algo distinto, para que no se note, que las paredes no lo adviertan porque las casas, especialmente las de pueblo, son muy sensibles a los gestos. Es preferible adoptar un ademán sigiloso y silente que preserve la calma y el orden y deshaga la invocación al caos. El final de cada agosto, que no del verano (aún queda, aunque no lo parezca), es un difícil equilibrio entre ambos elementos.
Mi hermano y mi cuñada ya se fueron. Tal vez regresen un día de la próxima semana a comer, solo a comer. Lo entiendo. No es sencillo el desapego a los enseres que pueblan la memoria. Uno siempre quiere retornar a ellos, tanto con la vida como con el pensamiento. Lo realmente curioso es que, de alguna manera, ninguno de nosotros ha percibido que este verano fuese único y distinto por el patógeno planetario. Y extrañamente, en el primer verano de todas las ausencias, este ha resultado mucho más tradicional de lo previsto: ha habido que regar los tomates y calabacines en la huerta; ha habido que recoger las patatas, aunque salieron pocas… y ha habido que suplir los vacíos con alguna sustancia. Y lo hicimos. Aún no sé si se trata de estoicismo o de una simple y repentina cordura.
Las carreteras van trasegando vehículos hacia las ciudades. La España vaciada reniega del ruido estival y aplaude quedarse sola, tan sola e íngrima como su propio destino avanza. En breve regresarán las lluvias y los primeros fríos. En los riachuelos y regatos prosperarán los rebalajes, aún obstaculizados por la estación seca. La tierra abandonada arará las tierras y se preparará para afrontar el invierno como todos los años. Para entonces, en las ciudades, en la tierra que de continuo recibe el éxodo, seguiremos con miedo por el bicho y preguntando qué hace el gobierno para frenar los apocalipsis que se avecinan.
Déjenme que hoy siga pedaleando. No me quedan pocas rutas por transitar. Me he atrevido con todas ellas. Pero aún no a meterme en harina…

viernes, 21 de agosto de 2020

Estío mediado

Este pedalear mío por los campos charros que bordean al Duero porta remembranzas de otros veranos, tiempo atrás, cuando solo menudeaban los carros y los remolques, repletos de manojos y paja. La festividad de agosto se celebraba con júbilo por la obligación eclesial de suspender las tareas de la recolección. Cuando éramos jóvenes deseábamos con fervor que acabase o se detuviese la cosecha para coger las bicicletas y salir hasta donde quisiéramos, sin reparar en kilómetros ni en vueltas escarpadas del camino, solo en llegar a cuanto se hallaba en derredor y que deslumbraba por su belleza ignota, de la que sabíamos porque nos lo contaban, como una reliquia o un tesoro oculto. Aquello sucedió mucho antes de que los Arribes fuese un destino para el turismo y un barquito para navegar entre peñascos. Por eso, mucho antes de que los vestigios quedasen desenterrados, solo del agrado para quienes viajar significa descubrir lo publicitado, las dos ruedas simbolizaban lo más sacro de la liturgia estival en un territorio atrapado en el pasado.
Mientras recorro las renovadas carreteras, no empleo el tiempo con cavilación alguna sobre los asuntos que vienen ocupando las aburridas portadas de la tediosa prensa de agosto. Todo eso del monarca viejo, de la portavocía del primer partido opositor o de los jarabes a quienes llegaron para forrarse al grito de conquistar los cielos, son menudencias de las que ya me volveré a ocupar, acaso, en un par de semanas. Ahora me preocupan lo malas que han salido este año las patatas (escasas y contritas), la tardanza en madurar de los tomates y los pocos zorrillos (íngrimos) que avisto en los extensos campos donde pace el ganado. El viento ha cambiado, sopla mucho más fresco desde hace días, y arrastra lluvias vespertinas que reflorecen las sandieras, que así es como llaman en este terruño al tallo de las aguanosas cucurbitáceas. Ya no está mi madre, quien dejó de cumplir años, y esta es afectación que produce lastimosa añoranza y por eso las mañanas, todas ellas, por mucho que se madrugue, son silenciosas. A veces discuto con mi hermano por el modo de llevar la casa, aunque acabo imponiendo mi criterio, pues a él, en realidad, le basta con esperar a que me vaya. Eso sí: quien sigue disfrutando del terruño como si tal cosa es Queco, y acaso por ese motivo soy casi igual de feliz que siempre.
Ya medió agosto. Lo tenemos prácticamente terciado. Las noticias no cesan. Allá usted si por ellas aún arrastra miedos estivos: yo pienso seguir pedaleando.

jueves, 13 de agosto de 2020

Estío recordado

Me pregunta Alfonso si me encuentro en las Arribes del Duero, en mi terruño. Claro, como siempre, le respondo. Los asuntos de las coronas quizá hayan distraído la reflexividad estival que, todos los años por estas fechas, derramo en la columna que escribo. También menciona Alfonso que en la nueva foto aparezco grueso. Y sí, lo estaba en el momento de hacer esa instantánea, la misma que ahora todos pueden advertir. Le señalo que con ella no me reconocería: durante los tres meses del confinamiento perdí 15 kilos (acaso otro día les cuente cómo). Un poco de firmeza resulta provechoso: este año pedaleo por las rigurosas carreteras de mi tierra con una fuerza y ligereza que me tienen asombrado. Hacía varios años que no me atrevía con las más encaramadas. Me siento rejuvenecer.
Esta mañana sentí frío cuando salí con la bicicleta. Estos días de atrás notaba el viento cálido en las piernas nada más empezar a rodar, pero hoy ha sido distinto: parecía haber hielo en el aire. Cruzando por la vereda del monte, un zorrillo precioso vino a hozar junto a la calzada, atraído por el ronroneo de la cadena. Al atravesar los pueblos me he percatado que este verano acogen a un desusado número de visitantes. No acostumbraba a ver ciertos gentíos en lugares que parecían anticipar la despoblación. La España vaciada agradece así al virus los servicios prestados y el miedo a las playas. Pero igual que el patógeno será doblegado, y no por la inteligencia de los políticos que le han cogido el gusto a eso de prohibir y multar y amonestar y reconvenir a las gentes, inequívoca demostración de sentirse superados, este amplio interior de la piel de toro sí acabará desierto. Entonces no habrá nadie a quien multar.
Pensaba que serían canceladas, pero se anuncian fiestas en agosto. Son (olé por la audacia) principalmente culturales: teatro y proyecciones de cine en las plazas, música clásica en las iglesias, verbenas sin baile y ausencia de vaquillas y encierros, engendros que muchos abominan y muchos disfrutan, aunque luego los rechacen. Por cierto. La última vez que bailé un pasodoble en mi pueblo no había defendido aún la tesis doctoral. Y no he vuelto a hacerlo. Soso que es uno. Tampoco he vuelto a doctorarme. Quien sí lo ha hecho es aquel ex ministro de defensa alemán que plagió su tesis, dimitió por ello y, hogaño, ha defendido una nueva, original esta vez, para recuperar el título. Ya ven. En España esas cosas no preocupan en absoluto. Uno puede llegar incluso a presidir el Consejo de Ministros.

viernes, 7 de agosto de 2020

Estío derrocado

Es a una cazafortunas a quien los fiscales suizos investigan, por muy princesa que ella se llame en lugar de comisionista o querida. El sustantivo es lo de menos: todos parecen apropiados. De sus fauces han brotado revelaciones, pero no ante un juez sino ante la grabadora del comisario que está en todos los líos y a quien todos han recurrido en este país para los más variopintos asuntos. Este señor causa más revuelos que la indigencia intelectual del Gobierno y en este extraño verano de 2020 ha hecho saltar las más altas costuras de la nación.
A Juan Carlos de Borbón le llueven palos por todas partes y apenas nadie ha alzado la voz para contrarrestar las acusaciones. Su pecado es la arrogante falta de ejemplaridad con que ha desenvuelto su vida privada, que no la pública, cosa que se olvida. El gusto por las faldas y el dinero suele producir pesadillas aciagas en los varones que dejan de saber resolver la ecuación que combina ambas. Siempre llegan por el maldito parné, no por la perdida prestancia, alguna vez exhibida. Un “venerable” anciano de 80 años, con dificultad para moverse, aunque sea Rey, solo puede aspirar con el tiempo al olvido plácido de las faldas, por muchos proboscidios que haya cazado en su compañía. Y hay que urdirlo con audacia o luego pasa lo que está pasando.
Muy pocos han reclamado prudencia a los sucesores de Marat. Felipe González y poco más. Nadie, desde luego, en este Gobierno de jacobinos que manifestó inquietud y preocupación por un asunto que siempre debió ser menor y tratado con discreción. Al final parece que tienen a Felipe VI donde querían, plegado a una sociedad que vocifera con indignación de chusma republicana, olvidando que un Estado constitucional no puede tambalearse, cosido a navajazos, solo porque a una cualquiera con secretos de alcoba le hayan puesto un micro delante.
Esto de la vida privada es cosa que nadie respeta desde que las televisiones descubrieron la zafiedad del ciudadano de a pie. Es cierto que Juan Carlos de Borbón ha cometido errores, uno tras otro, hasta quedarse solo, como ahora se encuentra. Como cierto es que, en un mundo de redes sobreactuadas, con millones de idiotas exhibiendo su incultura con memes constantes, no hay lugar para comportamientos impropios de soberanos, por privados que sean. Le juzgan ya la desmemoria, las verdades falsas y el desagradecimiento atroz, no la justicia, en quien ha de recaer, si toca, el correctivo, si es que Juan Carlos de Borbón ha faltado a sus deberes con el fisco.

viernes, 31 de julio de 2020

Estío rendido

Se despide julio con el amargor de la impotencia. De todos los sabores acres, el de la resignación es con el que peor se deglute. Solo parecen alegrarse los turiferarios habituales, a quienes solo importa agitar lo mismo un gintonic que este verano extraño para extrañados. Tan insólito, que han bastado unas elecciones para que fuesen arrasados los espejismos y casi aflorasen cadáveres bajo los escombros.
Y, maldito Sísifo, siempre el virus. Les vengo diciendo que los mandamases solo saben aferrarse a los bailes de máscaras y a las multas: es decir, fingir rectitud y empaque. No imaginan que se pueda hacer otra cosa. O, de imaginarlo, saben que es harto difícil coordinarse entre los taifas. Lo de que no hay alternativa, argumento manido de los sicofantas habituales, es como un cacareo gritón de corral de gallinas viejas, sin perspectiva ni ilusión ni esperanza en el futuro. Por eso los jóvenes lo tienen claro: antes muertos que enmascarados. Si hay que palmar, que les quiten lo “bailao”. Esto de apagar la economía no ha sido buena solución. Sale más barato morirse.
Las penas, con pan, son menos. Los nubarrones de millones por caer se vislumbran en lontananza. Aún tardaremos en ver un solo ochavo de esos euros, pero da lo mismo. Los políticos, esa clase de ciudadanos que, sin haber gestionado nunca nada, de repente tienen el control de cantidades obscenas de dinero, siguen atestiguando que, por ser público, la millonada no es de nadie. Y lo mismo que los ganadores de la lotería bailan ante las cámaras sin saber qué hacer con el regalo inmerecido (por no conllevar esfuerzo), estos montan una coreografía de aplausos porque, de repente, les ha tocado un premio gordo que, de otro modo, jamás hubieran venteado. No digan que no es obsceno. Fue desatar los aplausos y los del Concilio de Elrond recomendar que no se venga a España. Y nosotros, resignados, menos don Simón, el experto, el que no se entera ni de lo que se tiene que enterar. Lo que hace ser yerno.
Mansos, sin turistas, el país se hunde y de los que mandan seguimos sin saber las intenciones. Algunos andan distraídos con los escraches que inventaron porque ahora les ha tocado a ellos. Pero mejor que sigan así. Otros se postulan para salir de un Gobierno al que en nada han contribuido, quizá por estar pensando en las estrellas. Y del que más manda, ese a quien encanta que lo adulen y vitoreen, de quien nunca hemos sabido lo que quiere porque quiere distinto a cada momento, menos. La resignación ya venía de lejos.

viernes, 24 de julio de 2020

Estío acallado

Avanza el verano a trancas y barrancas, como si no quisiera serlo en absoluto. El deífico virus se perpetúa como problema sanitario, social y ahora también ontológico: necesitamos teología fina y esa es inexistente. Los rebrotes dejaron de ser verdes, si es que alguna vez cupo esa esperanza, para devenir púrpura, acaso celestes en cierta prensa que reserva lo rojizo para otras catástrofes, como los incendios. Todos ellos, casi sin excepción, simbolizan los nuevos contagios con enormes círculos que todo lo cubren por completo. De repente vivimos en una península donde gigantescos globos se han espanzurrado contra el suelo. Si nos fijamos en los numeritos de las leyendas se comprueba que los diámetros están muy exagerados. La piel de toro debería ser como un vestido de pequeños lunares, de topos más bien diminutos, salvo en Barcelona o Aragón, donde parece que se les está yendo de madre el asunto. Algunos rebrotes parecen la batalla entre las autoridades y las obstinaciones individuales.

Este verano hemos descubierto para qué sirve un doctorado en diplomacia económica, título asaz snob que plagió el morador monclovita: sirve para saber permanecer sentado y sin abrir la boca. Hay quien se extraña de esas fotos donde el inefable Sánchez parece escribir con la zurda sobre el tapete de la mesa, acaso porque olvidan que nada de lo que ha publicado con su nombre ha sido alguna vez escrito por él mismo. Yo agradezco que en el Concilio de Elrond del pasado lunes no dijese gran cosa. Estaba claro que los líderes iban a dejar caer café en el campo en forma de chaparrón de millones de euros. Incluso cayendo muchos menos también hubiésemos aplaudido el silencio. Las batallas entre cerdos y frugales tenían más de escenografía que de disensión. Por eso bien olvidado queda lo mucho que Moncloa sugirió a Europa desde el mes de abril en cualquiera de sus locuaces sancheces (como lo del engendro de la deuda perpetua). La pena es que solo saben estar callados allí.

La canícula política es un encendido canto de cigarras que desvela la triste miseria de los muchos taifas de esta tierra. Unos no saben qué hacer con el virus, como si les hubiese pillado de nuevas, igual que en los idus de marzo, y otros aún no saben qué hacer con tantos millones como se van a arrojar desde el Olimpo. Para el virus todos se aferran a los trapos con los que nos tapamos la boca y la nariz. Y me parece que con los dineros, que son calidad, habría que hacer algo parecido: volvernos doctores en diplomacia económica.

viernes, 17 de julio de 2020

Estío desunido

Me sigue picando el cuerpo. Ya les comenté la semana pasada que las noticias del coronavirus me producen urticaria. Digo bien: las noticias, no el patógeno, que no deja de ser una esfera nanométrica que hace lo que tiene que hacer: propagarse y contagiar. Carente de cerebro (intelecto), su ontología se resume en una máquina natural sin bases morales. Infecta y enferma al huésped, incluso lo hace fenecer. Ignora cuanto su manifestación provoca en el mundo que existe siete órdenes de magnitud más arriba. Y ahí comienzan nuestros problemas.
Si el virus ignora que lo es, ¿por qué lo convertimos en un ejército correoso e incluso lo deificamos? ¿Tal vez para encubrir nuestras deficiencias? Fíjense en la geometría del funeral de Estado celebrado ayer en Madrid. Recordaba con su solemnidad circular a otros rituales similares del Holoceno, excepción hecha de las fosas y campos donde los genocidios y guerras tribales han cristalizado su barbarie. Los círculos concéntricos y su ordenación cuasi astrológica de autoridades, y el pebetero central ante cuya llama (ay, la simbología ancestral del fuego) se manifiesta la salmodia laica y sin responsoriales del sufrimiento, ostentaban con sobriedad asaz impostada (para qué engañarnos) la unidad sin fisuras de la que hablan quienes no saben emplear mejor las palabras. Pero, oiga: unidad, salvo ayer, apenas ha habido y tampoco se la espera en mucho tiempo. Por tanto, se trata de una unidad fingida, ilusoria, falsa; una ofrenda ancestral de respeto hacia los fallecidos, no una concordancia. En ausencia de vida eterna, tan pronto se extinga la llama del pebetero, se extinguirá lo unificado.
Al virus (elevado ya a categoría de deidad maléfica) le da igual lo que hagamos. Y a las víctimas, por desgracia, ya también. No deberíamos congratularnos en manifestar la unidad de que carecemos, sino en mantener la más constructiva disputa. Lo que se encuentra al otro lado no es el capricho de una divinidad antojadiza, sino nuestra incapacidad por articular soluciones para preservar el bienestar y la convivencia. No ha de avergonzarnos, por tanto, reconocer que estamos desunidos: pero sí que somos ineptos o incapaces. A mí no me avergüenza la disparidad que mantengo con buena parte de mis coetáneos. Es más, la considero utilísima. En cuanto deje de ser útil, callaré (o extasiaré, que es lo que prefiero). E idéntico éxtasis sentiré el día que este Gobierno por fin convierta su labor en algo útil y digno tanto para los vivos como para los muertos.

viernes, 10 de julio de 2020

Estío culpable

Acogotado por este calor pegajoso y graso, hace muchos días que todo lo relacionado con el virus me produce urticaria. Quizá sea uno de sus efectos secundarios menos conocidos. Directa e indirectamente sigue llenando casi todas las páginas, salvo las que mencionan el vergonzoso asunto de la tarjeta de móvil primero robada y después entrampada. Todo se encuentra tiznado por el coronado rastro del patógeno criminal que, pese al goteo incesante de curvas sin doblegar, aquí y allá, ha acabado siendo menos letal de lo que todos pronosticaban en marzo y mucho más infernal de lo que ninguno hubiera querido desear para su peor enemigo.
Lo lamentable quizá sea que, en este verano de 2020, la sociedad civil no solo ha dejado de ser libre para ir o venir y juntarse: de repente todos nos hemos vuelto sospechosos, potenciales homicidas involuntarios, tanto los asintomáticos como los simplemente irresponsables. Como el virus no se ha ido (eventualidad que jamás iba a acaecer), describe cada amanecer un horror que retorna cíclicamente, como el nihilismo. No vean cómo atraganta que el noticiario diario siga desgranando, sin desaliento, las muertes de las que ya nadie habla y los rebrotes que, pese a su previsibilidad, parecen el resurgimiento triunfal de un virus que todos hemos padecido, de una manera u otra. Y sobre todo atraganta que, de manera incorregible, el discurso político acabe siempre en la velada acusación de lo irresponsables y potencialmente irresponsables que somos los ciudadanos.
No sé qué pensarán ustedes, pero no es lo que toca. Aquello tocaba en marzo o abril. Desde entonces, cada cual ya ha deducido la verdad que cantan las estadísticas que ellos han manipulado y ya sabe cómo afecta y cuál es el riesgo existente, pero no alarmante, de perder la vida en ello. Dicho de forma cruel, los jóvenes del botellón o los paseantes sin enmascar sospechan que la parafernalia protocolaria no es garantía de vida eterna. Han efectuado un rápido análisis de riesgos y alcanzado la conclusión de que el virus es algo que solo jode a unos pocos, los más desgraciados.
Si se piensa bien, resulta impúdico exigir que nadie lleve la mascarilla en el codo mientras en las altas esferas aún no se sabe articular una defensa más moderna y contundente contra el patógeno. Como es impúdico colocarnos el sambenito de la culpa cuando ellos siguen arrojando a la cara, sin vergüenza alguna, que todo ha pasado gracias a su intercesión casi divina.

viernes, 3 de julio de 2020

Estío tribal

Pongo a Queco un trozo de bizcocho de chocolate para desayunar. Empapado en el café con leche, resulta delicioso. Cada vez los hago más ricos. Le dejo también un vaso de zumo bien frío antes de ponerme con mis cosas. En casa no existen más labores que las mías. Orgulloso me siento de haber convertido mi hogar en un remanso de paz, con solo bruñida penumbra y límpido silencio entre sus paredes. Afuera, las calles se han vuelto a poblar de ruidos, músicas horrendas y estridencias insoportables: la mediocridad de siempre. Mientras el virus nos mantuvo a resguardo, no fuéramos a morir todos, la espesura del miedo desprendió una quietud ingrávida sobre las existencias, pendientes solo del boscaje de mentiras que se fue extendiendo ante nuestros ojos por quienes jamás atesoraron una sola certeza.
En el verano de 2020, el de la pandemia, miles de millones de seres humanos han descubierto, por enésima vez, que el mundo es un lugar atrofiado y repleto de miedos que se han de arrostrar. Es tan atávico el terror, y tan atemporal con su devoración de siglos y eras, que seguimos reaccionando como en tiempos cavernarios, salvo en lo de honrar y dignificar a la naturaleza (provisora) y a la muerte: siendo tribales. Y es una cuestión extraña, porque desmiembra uno de los pilares fundamentales del individuo: su derecho a serlo, en libertad, sin tener que ser deglutido por colectivo alguno.
La deglución, no obstante, tiene su lógica. Las tribus buscan privilegios para sí mismas, arrebatándolos a los demás, y un poder omnímodo. Cualquier cosa que atente sus reglas incomoda: como no pueden derrocar la Historia, pero sí pintarrajear estatuas, reclamar nuevas regalías o enmendar la plana en leyes y libros de texto, se dedican a ello con frenesí. Por eso el verano de 2020 lo recordaremos como el de una pandemia que no cambió nada en el mundo, salvo el uso de las palabras.
Como siempre, las opciones pasan por sumarse a la tribu y su sempiterno juego de imposición lingüística (a eso ha quedado reducida la política, a un juego autoritario) o dar la espalda a todo y buscar, como sea, un reducto donde solo entre la penumbra y el silencio. Recuerde que los conceptos políticos son como las matrioskas: dentro esconden otras nuevas, cada vez de menor entidad, pero de mayor expectación (afectada). Recuerde que la libertad le permite pensar y creer como quiera, sin maldita la falta de tener que verbalizar cada cosa que piense o sienta. Por eso, hace tiempo, elegí cocinar bizcochos de chocolate.

viernes, 26 de junio de 2020

Estío exacerbado

Estamos en verano. Las playas llenas, que hace calor, y más que se van a llenar. De gente, claro. Dirá usted que es una irresponsabilidad. Y estoy de acuerdo, pero no por el virus. No debería ir nadie: el mar siempre es bello y solo pertenece a las sirenas, cuya armonía es consustancial al agua. No debería permitirse el baño a los cuerpos deformados por el trabajo diario, suficiente para hacer que los peces lloren (esto tan simpático no es mío: lo dijo Debussy; guarden las garras afiladas). Obliguemos coercitivamente a los bañistas y a quienes, en cualquier otro ámbito, no respeten los dos metros de distancia física (la llaman distancia social, en fin…) con multas y abucheos y escarnios y la foto en todos los portales, cuando no mamporros y una buena hoguera donde reprender a todos esos fascistas, machistas, racistas, irresponsables, homófobos, negacionistas y poco patriotas que no hacen caso de las verdades omnímodas.
Esto tan bronco no solo ocurre en España, como reflejó Goya. Es el planeta entero lo que está exacerbadísimo. Pero aquí, como siempre, un poco más. Y así no hay quien imagine el porvenir. Pero de ser algo, será polar: de gélido y también de intolerante. Da igual que las encuestas reflejen nuestra querencia por la conciliación y el consenso. La realidad se disfraza de valores, pero, una vez despojada de disimulos, se muestra más sectaria y zafia que nunca. Para comprobarlo no hace falta que acudan a las redes sociales, pueden echar un vistazo a las actas de nuestra Cámara Baja y, ahora también, a las estatuas de los parques y paseos, donde cagan las palomas y los idiotas que en el mundo son (y son unos cuantos, cada vez más).
Y mientras el virus sigue, inasequible a nuestras tonterías, los calores del estío han concitado que muchos organismos monetarios anuncien para España perspectivas agoreras. Este pronóstico debería ser suficiente para que nuestros prebostes trabajen como posesos. Pues no. Aunque tienen invenciones: Moncloa se saca de la chistera una colección de economistas (anuncio sin chicha, rápidamente oscurecido por la reunión de la CEOE) y el Parlamento sigue con su comisión reconstructiva que tampoco sirve para nada, salvo para que algunos escriban documentos a la altura de las redacciones de los críos de 2 ESO. Como los micrófonos no descansan nunca, tampoco con la calor, se anuncian brotes verdes y rebrotes nigérrimos. Todo ello en plena campaña de recolección de la infamia, que abarca no solo el estío sino las cuatro estaciones.


viernes, 19 de junio de 2020

Contadurías

En las Arribes del Duero esperan como agua de mayo a los madrileños. Con un par, que dirían los castizos. Si en Baleares aplauden a los alemanes conforme descienden del avión, en mi tierra creo que tienen preparados fuegos artificiales para celebrar el retorno de los de Madrid. Fíjense cómo estará la cosa que el mercado de los martes en la localidad más importante, Vitigudino (de donde tomó el nombre un otrora afamado matador de toros allí nacido), que arrastra a toda la comarca llenando calles y bares hasta el tuétano, apenas vislumbra ahora cuatro gatos mal contados: los autobuses comarcales no funcionan y los autóctonos motorizados, viendo que la cosa no está animada, optan por quedarse en casa. Y los bares: vacíos. Si Feijoo no quiere a los de Madrid, que vayan a las Arribes: les recibirán jubilosos.
Causa estupor que andemos tan absortos como obnubilados. Menos mal que el Gobierno anima la cosa con sus anuncios milmillonarios (parece la Lotería Nacional) y el avistamiento de brotes verdes (de nuevo la metáfora escondida del paisaje calcinado). Ahora, contar, lo que se dice contar, más bien poco. Y ese poco, mal. El “relato” dice que en España el virus solo mata de oficio y el resto de los muertos que han perecido durante la pandemia debió ser por culpa de un aire o el tráfico rodado (que dijo el otro). Luego nos quejamos de las trampas estadísticas en China. Acabáramos: en España, el Gobierno lo que sabe es contar cuentos chinos.
Qué haríamos sin ellos. El mundo es un lugar peor sin los veintipico ministros y su asaz indocto adalid, el mismo que un 21 de marzo balbuceaba frente a una cámara de televisión, con los ojos enjugados en lágrimas, diciendo que España era campeona mundial en conexiones a internet y que somos el tiempo que respiramos (sic). Me enternecía saberlo poético, lo admito, pero resultó un espejismo. No le debió hacer gracia aparentar flaqueza. Desde ese momento lo copó todo, junto a su encastado vicepresidente, porque los de las carteras, salvo alguna fugacidad presencial y el excepcional filósofo sanador, todos han estado desaparecidos en combate (en el combate contra el virus). No importa. Se erigió él solito, trasunto del Capitán Trueno, contra el infiel coronavirus en magnífico regidor y salvador notable (la nota se la puso él mismo) de, qué digo mil, qué digo diez mil: nada menos que de 450.000 almas. Quién da más en esta feria de la egolatría. Solo faltan el perrito piloto y la muñeca chochona. Y los muertos que no han contado, claro.

viernes, 12 de junio de 2020

Perfectibilistas

¡Qué oficio el de revisionista! Ojo: no confundir con el historiador cuyo revisionismo es concluyente para perfeccionar el conocimiento. Este es un revisionismo populista por parte de quienes solo descuellan pretensiones ejemplarizantes. En algún momento, el revisionista descubre ucrónicamente una impudicia histórica que los demás (eso piensa) no hemos querido advertir. Con suerte, si la chorr… el hallazgo es renombrado, como no se puede modificar el pasado (condición incuestionable), concitará voluntades hasta que algún irresponsable consienta que se destruyan o denigren los vestigios de lo que es, por definición, irreparable. Y si han de rodar cabezas (estatuas, tenores, cineastas, escritores…), tanto mejor: mayor ensoberbecimiento.
Este afán revisionista se sustenta en apotegmas gnósticos. O sea: escarban con las uñas hasta dar con un asunto a escarnecer. ¡Tolkien fue supremacista! ¡Cortés, un exterminador! ¡”Gone with the wind”, puro racismo! ¡Churchill, racista y borracho! Solo interesa un buen titular de Twitter. Lo de la contextualización histórica, con lo aburrido que es, ¿a quién le apasiona? La Historia humana está repleta de guerras e infamias, pero algún que otro acto insigne guarda. Da igual, prevalece el neopuritanismo, al menos para una parte de la sociedad, rancia y decadente, que llena la cabeza de datos para aparentar que piensa y que encuentra regocijo en jactarse del paradigma de justicia universal a que conduce su vocerío ultramontano. Creyéndose moralmente puros, sin saberlo devinieron ignorantes.
A mí los niñatos analfabetizadamente supremacistas (lo son) me importan un comino. Pero los demás, ¡cobardes!, callan dando por buenos los métodos fascistas de los antifascistas. Y, precisamente por callar, la película es descatalogada y la estatua pintarrajeada. Pues mire usted: yo no hinco la rodilla así me clasifiquen del Ku Klux Klan ni tacho de sensibilidad por las minorías lo que no es sino estúpida censura revanchista. Tanta desmemoria histórica se ha convertido en un ejercicio imbécil de reescribir por coj… por tuits cualquier asunto que se antoje inmoral a los ignaros ojos contemporáneos.
Estos “illuminati” que se creen con derecho a atropellar marrulleramente a quien no piense como ellos les daría una pared entera para que pintarrajeen en ella sus razones, que las pintadas son más cortas que un tuit  (¡qué descanso!). A ver qué cabeza explota antes: la suya por tener que argumentar o la mía por restringirme a los 280 caracteres de un tuit.

viernes, 5 de junio de 2020

Negrura racial

El conflicto racial en Estados Unidos sigue sin digerirse. La muerte de George Floyd (infectado de coronavirus) por Derek Chauvin (policía de Minneapolis) ha desatado una ola de indignación e ira en Estados Unidos, de costa a costa. Las consecuencias son escandalosas: toque de queda en 25 ciudades, saqueos y violencia callejera nocturna, miles de detenidos. Trump, bunquerizado en la Casa Blanca, incapaz de callar (cosa que tiene por costumbre) aprovecha la situación para vociferar barbaridades y atraer al votante blanco, absorto con lo que sucede en su país. Por mucho que increpe a alcaldes, gobernadores y manifestantes, su rol en esto es bastante irrelevante (cosa que le molesta).
Obama vivió disturbios similares. Los hubo tras la muerte de Michael Brown (18 años), en agosto de 2014, al ser tiroteado en un encontronazo con la policía de Sant Louis, Missouri. Dos años antes, en un barrio residencial de Florida, Trayvon Martin, un adolescente de 17 años, moría bajo por disparos de un “vigilante ciudadano” que se puso nervioso ante el joven de color. Racismo. Armas. Una combinación terrible. En el caso de Floyd, los destrozos de la pandemia, con su reguero de paro y pobreza, y una feroz polarización de la sociedad como estrategia tenaz del arrogante y ramplón Trump, han obrado el resto. Por cierto, ¿verdad que nos suena a los españoles esa estrategia como forma de gobierno?  
El racismo en Estados Unidos contra la población negra lleva años incrustado en otro problema mayor, el de la pobreza y el prejuicio social contra determinados suburbios y distritos de las ciudades estadounidenses. De hecho, si hablamos de ciudadanos negros asesinados en ese país, los datos del FBI son escalofriantes: el 90% mueren a manos de otros negros. La muerte en los suburbios es una cuestión endógena de crimen, narcotráfico y otros delitos. Pero contra esa violencia no grita el “Black Lives Matter” con sus pantallas en negro.
Estados Unidos lleva décadas dedicando una ingente cantidad de recursos para tratar de paliar estas cuestiones sociales, educacionales y de igualdad de oportunidades. En el homicidio de Floyd, la justicia estadounidense ha respondido certera y rápidamente. La maquinaria federal funciona. Lo que no funciona es la dictadura del vandalismo. Mientras tanto, aquí, en Euskadi, los de Bildu, justo quienes menos deberían alzar la voz contra la exclusión, han sido los primeros en apuntarse a denunciar la muerte de un hombre negro a manos de un policía blanco en Minneapolis.

viernes, 29 de mayo de 2020

Placidez vernal

Aunque me gusta el otoño, no renuncio a embriagarme de primavera, cuando “las flores azules del romero mañana serán miel”. En este insólito año, mayo ha relumbrado como acostumbra, preconizando los últimos días vernales con sensual fiereza. El amanecer, bruñido, anuncia más días de sol y calor. En los balcones, y enganchadas a ellos con zarcillos, derraman su verde caudal las trepadoras, abstraídas formando cascadas voluptuosas con las que ataviar el paisaje de quienes caminando pasean. Y en los campos, para quien disfrute la ocasión de verlos, sobre los malvas de los cardos florecidos y los prados de caléndulas que el fin del estiaje ha convertido en vergel asilvestrado, danzan como nunca los mirlos con la última luz del día. Es el embrujo del cielo azul, suavemente deslizado de nubes, que se perpetúa en el brillo nacarado de la luna, altanera, alzándose sobre el grillar de los bichos jubilosos que parecen rondarla vindicando una canción de amor.
Es todo tan bello, tan plácido, que parece mentira que este limpio retrato de primavera, de tan grata emoción que reverdece el alma, muy pronto fenezca. Porque es todo el verano, con sus caniculares angustias, lo que aún falta para el otoño, ese que algunos presagian como un nuevo desfile dantesco de mortandad y lamento. Pero si sucede, que posiblemente no suceda (o tal vez sí, quién sabe, yo ya no me aventuro siquiera a opinar), lo que no nos podrán borrar es el estío, pesaroso, cálido, aplanador impenitente sin necesidad de decretar confinamientos. Llegaremos al lúbrico verano ahítos de miedo y paseos, sin capacidad para contemplar lo que se extienda más adelante porque, de repente, más allá del otoño no habrá nada.
Pienso que este hartazgo profiláctico en que nos han zambullido, de manos limpias y corazones contraídos, de parejas enamoradas a quienes solo es permitido contagiarse bajo techo, o la procesión incesante de mascarillas de ida y vuelta, por no hablar de los guantes azules como los cielos de mayo, se irá relajando. Es normal que lo haga. Relajar no significa obviar. La (re)presión policial en tiempos de libertades, aun vigiladas, cuando no sustituidas por otros asuntos de difícil explicación, son como las tormentas: reprimen mientras duran, pero no mitigan los anhelos.
Yo así lo pienso: ha de prevalecer lo que reste de primavera, convaleciente, y en latencia quedar el estío, pero no los miedos ni las muertes, ni el desconsuelo o la incomodidad de un tiempo finito, terrible, que en lo nuestro hemos padecido.