Cuando comencé a escribir estas columnas, Queco tenía solo dos añitos. Hoy cumple dieciséis. Dieciséis. Se dice pronto… Sé que de tanto en cuando les he ido contando cosillas de su infancia o adolescencia. Me honra saber que los lectores que me leen, y cuyo número no importa (desconozco si muchos o pocos: solo sé que están ahí), han sido testigos de mi evolución como columnista (opinador me gusta más) y como padre. Admito que las andanzas y correrías del niño que Queco una vez fue (ese niño siempre sonriente, de ojos encendidos y enormes al que echo muchísimo de menos cuando me invade la nostalgia) resultaban gratas de disfrutar y de narrar. El crecimiento que, como persona en pos de la adultez, Queco está ahora sintiendo en su propio ser día a día, resulta en una difícil síntesis de emociones, trampas y desconciertos, como no podría ser de otro modo.
Sigue siendo cariñoso y mimoso, sigue sonriendo de tal
manera que se me encoge al alma en cada gesto, sigue siendo bueno y juicioso,
aunque le cueste entender las matemáticas o la física (ay, qué dolor para tres
doctores en física y un matemático como hay en la familia paterna), y distingue
lo que es comportarse correctamente de comportarse alocadamente. En ese
sentido, es un adolescente ejemplar. Pero adolescente. Proyecta lo que quiere
ser cuando madure definitivamente sin saber aún que puede llegar a ser mucho
mejor hombre y persona de lo que yo haya sido nunca. Lo advierto en sus ojos.
Pero él no es consciente.
Me gusta hablar con él desde sus quince años. Lo descubrí
alborozado y no quepo de gozo. Queco plantea razonamientos atinados pese a mis frecuentes
reproches de que lee muy poco, que juega demasiado (online, eso sí es un virus
pegajoso) y que se deja aburrir por las materias que le enseñan en el
instituto. Pero todo ello no explica que parezca tan sabio y razonable. Será
que, en algún momento, aunque se me antoje del todo inexistente, siente
curiosidad por cosas ajenas a su mundo de adolescencia y las sacia. Además, no siente
rubor en transmitirme lo que descubre si, por casualidad, hay ocasión de
hacerlo.
Él sabe que nunca me he posicionado como su colega o amigo.
Siempre he sido su padre. Me he encargado de poner el empeño suficiente en
hacerle ver que jamás un colega o un amigo le va a querer y apoyar y defender
como yo. Aunque diverjamos. Él hará su vida, desde luego, y yo me sentiré
orgulloso de comprobarlo. La única pena que siento hoy es que este ha sido y
será el último día que llame, a Javi, Queco…