Ya ni me acuerdo que seguimos con la alarma a cuestas: tanto me he acostumbrado. Las duraderas, más aún las muy longevas como esta a la que aún restan varios meses, pierden rápido su utilidad para acabar convertidas en hastío. Las razones parecen casi obvias: sí, nos infectamos; sufrimos; también, morimos; pero, principalmente, vivimos y es a lo que nos aferramos. Por ello se entiende que un número creciente de personas responda con cinismo, cuando no con rabia. Por mor de la vida han suprimido el derecho a vernos unos con otros e incluso la libertad de movernos por do mejor queramos, etiquetándonos no ya de potenciales portadores del demonio sino abiertamente irresponsables y descerebrados. Y no es lo peor. En aras de esa misma vida que tanto ansían preservar, no han dudado un ápice en desgarrar el modo que tienen muchos (muchísimos) de ganarse el sustento, y lo hemos aceptado como inevitable porque no quedaba otra. Tal vez por la creencia de que pasaría pronto, triste ensoñación: los virus duran para siempre.
Del
patógeno ha emergido una crisis sanitaria. Y de la respuesta política, una
crisis económica. Con ambos, bicho y BOE, ha prosperado una manera de hacer
política consistente en aprovechar la permisividad ciudadana (y su pánico) para
rebasar los límites de la carta magna que se había prometido defender. Tal vez
porque me parece tan obvio, yo he decidido hacer caso omiso y dedicarme a cosas
mejores que repetir lo mismo una y otra vez, pues infringir las leyes no es
algo que pueda o quiera hacer con ligereza. Ellos declararon la guerra al
virus, con dizque incompetencia, y el resultado es un país (casi un continente,
o un planeta) donde todo está más embrollado que nunca: y fíjense que barullo
había cuando aún nada de esto había emergido. A fuer de soportar incompetentes,
dictadorzuelos, veleidosos y antojadizos, muchos hemos concluido que lo mejor y
más sano es no hacer aprecio a los políticos y dejar que hablen cuanto quieran,
que hagan lo que les dé la gana y que les aplaudan los de siempre.
Así
son las pandemias mundiales en el siglo veintiuno. Enfermedades donde todos
somos culpables de su prevalencia porque, de repente, por ser nuestros
organismos los portadores, poco menos que parecemos traficantes de armas de
destrucción masiva a los que perseguir y encerrar. A fuer de costumbre, nos
hacemos a todo, incluso al encogimiento anímico, y así seguirá siendo mientras
quede sobre la faz del planeta mayor cantidad de miedo al virus que pena por
los que se han ido.