viernes, 29 de enero de 2021

Portadores del diablo

Ya ni me acuerdo que seguimos con la alarma a cuestas: tanto me he acostumbrado. Las duraderas, más aún las muy longevas como esta a la que aún restan varios meses, pierden rápido su utilidad para acabar convertidas en hastío. Las razones parecen casi obvias: sí, nos infectamos; sufrimos; también, morimos; pero, principalmente, vivimos y es a lo que nos aferramos. Por ello se entiende que un número creciente de personas responda con cinismo, cuando no con rabia. Por mor de la vida han suprimido el derecho a vernos unos con otros e incluso la libertad de movernos por do mejor queramos, etiquetándonos no ya de potenciales portadores del demonio sino abiertamente irresponsables y descerebrados. Y no es lo peor. En aras de esa misma vida que tanto ansían preservar, no han dudado un ápice en desgarrar el modo que tienen muchos (muchísimos) de ganarse el sustento, y lo hemos aceptado como inevitable porque no quedaba otra. Tal vez por la creencia de que pasaría pronto, triste ensoñación: los virus duran para siempre.

Del patógeno ha emergido una crisis sanitaria. Y de la respuesta política, una crisis económica. Con ambos, bicho y BOE, ha prosperado una manera de hacer política consistente en aprovechar la permisividad ciudadana (y su pánico) para rebasar los límites de la carta magna que se había prometido defender. Tal vez porque me parece tan obvio, yo he decidido hacer caso omiso y dedicarme a cosas mejores que repetir lo mismo una y otra vez, pues infringir las leyes no es algo que pueda o quiera hacer con ligereza. Ellos declararon la guerra al virus, con dizque incompetencia, y el resultado es un país (casi un continente, o un planeta) donde todo está más embrollado que nunca: y fíjense que barullo había cuando aún nada de esto había emergido. A fuer de soportar incompetentes, dictadorzuelos, veleidosos y antojadizos, muchos hemos concluido que lo mejor y más sano es no hacer aprecio a los políticos y dejar que hablen cuanto quieran, que hagan lo que les dé la gana y que les aplaudan los de siempre.

Así son las pandemias mundiales en el siglo veintiuno. Enfermedades donde todos somos culpables de su prevalencia porque, de repente, por ser nuestros organismos los portadores, poco menos que parecemos traficantes de armas de destrucción masiva a los que perseguir y encerrar. A fuer de costumbre, nos hacemos a todo, incluso al encogimiento anímico, y así seguirá siendo mientras quede sobre la faz del planeta mayor cantidad de miedo al virus que pena por los que se han ido.

viernes, 22 de enero de 2021

Ruidos indiscretos

Se queja Nuria, quien trabaja conmigo, de que en el pareado colindante al suyo viven unos rumanos empeñados en entristecerle la vida a ella y a los suyos. Ruidos y estridencias a todas horas, voces, gritos, fiestas, ningún respeto por confinamientos u horarios nocturnos… Su marido lleva en el paro un par de años y no pueden plantearse mudar de sitio. Quién iba a querer comprar una casa si en la pared de al lado vive una docena de personas que no dejan en ningún momento de molestar. La familia tiene los nervios crispados y, lo peor de todo, les están amargando la vida. La policía en ocasiones responde a sus quejas, pero no hacen nada. El resto de vecinos calla: todos tienen miedo a esos rumanos aunque no sepan de qué.

Yo le respondo que, en esto de los ruidos, tan molestos y desagradables para quienes amamos el silencio por encima de cualquier otra consideración, solo viven encantados quienes los causan, porque a sí mismos no se molestan. Los vecinos fastidiosos son una plaga bíblica peor y más atroz que las egipcias o esta del virus (que es silencioso). Además se da la circunstancia de que vivimos entre paredes que parecen hechas para molestar mejor al prójimo. A arquitectos y constructores les daría yo de esta medicina. No sé si lo hacen por ahorrar o por qué otra razón, pero no aíslan las viviendas del frío y del calor y de los ruidos, así les vaya la vida en ello.

Ahora tengo por vecinos a unos niñatos a quienes les nació una niña. Dos años tiene la criatura y ya vive fagocitada por las costumbres y modos de sus padres. La mantienen despierta hasta las dos o las tres de la mañana (nunca cena antes de las once de la noche, una vez que sus padres han despachado su colación). Pese a que la niñez no tiene por objeto sino jugar y experimentar, es algo que molesta a sus progenitores, que no dejan de gritar a la pobre al menor descuido. El padre, de apariencia mindundi, cuando se enfada más de lo habitual la reconviene con delicias como “para quieta que te doy una hostia y te abro la cabeza”. Como lo leen. La madre, una vacaburra que debió nacer sorda, es más comedida porque se conforma con llamarla gilipollas. Si a un angelito le hablan todos los días de hostias, de desparramar sesos por el suelo, de ser gilipollas y veleidades por el estilo, al final su destino no es otro que volverse diablo, salvo que sea un ángel de primera clase.

Los peores ruidos no están en las calles. Sino en los vecinos. Lo tengo clarísimo. Por eso les digo que pienso irme a vivir al campo. 


Nota: En la edición impresa de Diario Vasco se ha añadido, contra mi criterio, la siguiente salvaguarda en el último párrafo: "Esto quizá es ficción o quizá realidad. Los peores ruidos no están en la calle sino en los vecinos". Creo que no era preciso cubrirse las espaldas por unos supuestos delitos y, además, yo jamás describiría unos hechos tan crudos inventando a vecinos ficticios para fundamentar una tesis. Principalmente porque hasta ahora no se me había ocurrido que  algo tan demencial pudiera pasar. Presiento que, para un amplio grupo de población, el modo en que nos dirigimos a los menores no representa un problema. Este caso lo comenté hace unas semanas con la presidenta de la comunidad donde resido, quien quitó hierro rápidamente al asunto. He de mencionar que, de puertas para afuera, mis vecinos son amables e incluso solícitos y simpáticos. No creo que el padre de la niña pegue a su hija, lo cual sería constitutivo de delito de malos tratos: creo que se expresa de ese modo tan detestable por falta de tacto, falta de mesura, de delicadeza, de pundonor e incluso de respetabilidad. Estas carencias muy probablemente sean más frecuentes de lo quisiéramos quienes sí disponemos de tales valores. ¿Es posible que a él le educasen en un ambiente similar? ¿Y que la madre esté acostumbrada a que la insulten desde pequeña los miembros de su propia familia? ¿Hay personas que riñen a sus hijos con abrirles la cabeza a hostias creyendo que es un modo inequívoco de demostrar rigor? Pues muy posiblemente. Lo disculparán en que las palabras se las lleva el viento. Pero eso no resta un ápice de razón a lo que opino.

viernes, 15 de enero de 2021

Año de bienes

Toda la parte central de la península se ha cubierto de nieve y frío. Un frío gélido, cabrón (que diría García Márquez), capaz de aterir pingüinos. Lo llaman ola por otras similares con perspectiva no sé si histórica (cosa que dudo) o geográfica. Porque oleadas, como tales, no hay: se trata de una única onda que alcanza, embiste y continúa su camino hacia otra parte.

El frío consigue olvidar que hay muchos problemas en el mundo. El virus ahí sigue, impertérrito e inaccesible al desaliento, aterrorizando por oleadas (este sí). Ayer pocos, hoy muchos: las cifras van y vienen con la marea. Sabemos de su morbilidad, pero la yatrogenia no está clara. La devastación, soterrada en los esfuerzos por salvar vidas, es mucho mayor de lo que admiten quienes nunca la sufren y no aciertan ni saben cómo mitigar. Agarrados al clavo ardiente de las vacunas, que llegan (estas también) por oleadas, una tras otra, la ilusión política del ARN inoculado se contrapone al escepticismo general. Todos imploran que termine esta undécima plaga. Todos saben que va para largo aunque casi nadie lo admita. Pero vacunar nonagenarios da puntos en el carné.

Allende los mares se han desembarazado del ricachón presidencial que alentó a unos tipos entresacados de una feria de idiotas. En esto, como en tantas otras cosas, el país que ha fagocitado todo un continente no deja de exportar bobadas dignas de la estupidez del Halloween. Pero no me preocupa la Casa Blanca. Menos aún vistas las barbaridades capaz de hacer un Sánchez cualquiera. Sí me inquieta que, de repente, las redes se hayan confabulado para censurar mangarranes que no profesan la hermenéutica del neodecálogo del Sinaí: tolerarás al prójimo mejor que a ti mismo (aunque sea injusto), no consentirás pensamientos impuros (dizque fascistas), maldecirás al rico (salvo al dueño de feisbuc), amarás a tus siglas (políticas) por encima de todas las cosas, etc. La penitencia es el destierro (de las redes). Yo hace tiempo que me expulsé sin contemplaciones de ese paraíso y sigo feliz con mi alejamiento, sin querer mirar atrás. Les invito a hacer lo mismo.

Comienza bien el año. Nevando mucho. Todo lo malo va de reata: las máscaras, los hoteles vacíos, las estúpidas reconvenciones por nuestra irresponsabilidad, las cifras sesgadas en cualquier tema, las agrias disputas parlamentarias, los insultantes programas de la televisión, el papel (anti)higiénico agotado (vaya tela), la lingüística inclusiva, etc. Nada va a cambiar en este año de nieves. Por desgracia.

viernes, 8 de enero de 2021

Atrapar nubes con las manos

Poco antes de Navidad supe del fallecimiento de Ignacio Núñez. Para mí, y para quienes no solo amamos la música, sino que nos atrevemos a adentrarnos en ella, Ignacio representaba el talento del compositor dotado de una sensibilidad dulcísima y lúcida. Espléndido en lo melódico, tierno en los sonidos de la instrumentación, su juventud y perfección parecían no conocer límites. Solo la vida se interpuso… Como alguien reseñó días más tarde, escaso anda el cielo de ángeles cuando los busca muy jóvenes en la tierra.

En estos tiempos que corren muchos olvidan que la vida es un lugar de encuentros y despedidas donde no parece haber otra alternativa que llevar una existencia lo más digna posible. Pero sin creatividad, sin predisposición para la pugna del intelecto y el alma, en cualesquiera de sus formas, hay quienes no hallan más ocasión que la del buen pasar, al menos mientras se vaya pasando. Una vez idos, cuando nos hayamos desprendido de esta masa corpórea y nuestra existencia vaya despareciendo en los coletazos del olvido (el espíritu solo existe en el recuerdo de quienes permanecen), me pregunto qué será de tanto predicamento vital.

De Ignacio permanecerá su música. Sus melodías y composiciones ya han brotado del caos en que se sumergen tanto el silencio como el ruido. Ahí están. Han sido exploradas, halladas, encontradas, extraídas del letargo eterno y a veces manso de las ideas. No importa que nadie nunca escuche su música maravillosa, el hallazgo que hizo Ignacio sin más herramientas que su sensibilidad y su talento vindica lo que supo expresar con el humus alimenticio que albergaba su mente y sus ágiles dedos sobre el piano.

Nunca le conocí en persona. No hallé la oportunidad de visitarle en Mora. Dudo siquiera que él supiera de mi existencia o que alguna vez escuchase mi música, aunque quiero creer que sí. Hace poco más de un mes, cuando componía el villancico que entregaría al Lost Frontier de Javier Bedoya, volví a poner aquella música suya que tanto me gustaba, preguntándome cuándo se dispondría Ignacio a regalarnos un nuevo disco. Y ahora que sé que no existirá jamás el tiempo en que lo haga, lamento muchísimo echar más de menos al músico que al hombre joven que dejó un dolor perpetuo en su hermana y en sus padres, en sus amigos y en todos los desconocidos que nos sentimos iluminados por su genialidad.

Ignacio se fue en otoño. Busquen, por favor, la pieza suya que lleva por título “Otoño” o la que titula esta columna. O ambas. Y enamórense de ellas para siempre.



Ignacio Núñez. In memoriam


Atrapar una nube con las manos

El sueño del mar

Otoño

Rapa Nui

Wings of Glory