viernes, 26 de abril de 2024

Los sirvientes y el poder

Los presidentes modernos no dimiten. Los presidentes modernos amagan con dimitir, implorando al pueblo que los quiera, como quería la gente a las folclóricas de antaño (eso decían ellas) o las Taylor Swift de hogaño (aunque, bien pensado, dónde va usted a comparar). Los presidentes modernos no tienen reparos en enchufar amiguetes, esposas, amantes, hermanos, sobrinos y sirvientes, porque por algo mandan y dominan el cotarro y hacen y deshacen a su antojo, como si las leyes naciesen de sus meninges para acomodo de sus gónadas. Los presidentes modernos son aclamados por todo ello y aun por mucho más. De la rojería que se compra chalés, a la supuesta fachería que no se entera de nada, todos acaban bajando la cerviz, supongo que por asumir unos y otros la inevitable altivez de estos presidentes modernos, expertos en pagarse títulos universitarios vergonzosos y contratar a negras escribidoras, tan versados ellos en vaciar la caja do yace el exiguo peculio que nos queda a los que ni somos secesionistas ni se nos ocurre siquiera, que son los únicos que se benefician (junto a los modernos presidentes, claro).

Los presidentes modernos disipan cualesquier atisbos de dudanza interna sobre sus acciones y aptitudes, yéndose afuera (allende las fronteras) a reconocer estados inexistentes cuyos habitantes solo piensan en destruir al demócrata adversario (que no es poco) desde el norte (Hezbollah) y desde el sur (Hamas), y también desde el este (Irán), porque, faltando el oeste, vislumbran con nitidez mesiánica cuál ha de ser la postura oficial del país que malditamente presiden (España), y que está ubicado justamente en ese oeste faltante. Y, por descontado, cuentan con las barbaridades léxicas de la rojería que aplaude por aferrarse a un silloncito como sea, véanse los ejemplos ministeriales de quien comparó a los israelitas con los nazis (hay que tenerlos de titanio para decir tal cosa), o el más reciente de quien fue humillada por una ayuso y cuya rojez no evidencia bochorno alguno cuando se trata de abrir la boca, o a la cuidadora de jóvenes e infantes que participa, con alegranza, en las proclamaciones organizadas en suelo patrio por grupos terroristas externos. Los presidentes modernos se rodean de esta gentuza porque, al fin y al cabo, han hallado en los pensamientos de estas catervas el lugar con el que hubieren de pasar a la Historia, perdón, a la historieta. 

Los presidentes modernos sienten muchísima honra en saberse espiados por agentes extranjeros, y también en ser chantajeados por moros más listos que ellos, aunque lo nieguen (lo de ser chantajeados, no lo de que sean más listos, que es cosa bien sabida). Y como las cuestiones de Estado son tan secretas para los de dentro, pero no para los listos esos del sur, que se las saben todas, callan no como raposas del campo, sino como políticos de urbe, no sea que el conocimiento nos ilumine al resto el entendimiento que ahora mismo tenemos dispensado en pagar impuestos y apetecer las vacaciones estivales. 

Los presidentes modernos quieren mucho, muchísimo a sus esposas (y amigos, y hermanos, y amantes, y sobrinos, y sirvientes), y por ellas son plenamente capaces de poner su honra y prestigio en juego, y batirse en duelo con quien sea, que a tanto llega su enamoramiento. Los presidentes modernos son colosales amantes, tanto de sus esposas como de las poltronas, aunque pienso, porque soy así de malicioso, que están mucho más enamorados de las poltronas, que es donde al fin y al cabo asientan sus insignificantes (que no insignias) posaderas para satisfacer los caprichos que sus atavismos e incapacidades intelectuales pergeñan por alivio, codicia o ambición (y, ya de paso, también los de sus esposas, y hermanos, y amigotes, y amantes, y sobrinos y sirvientes).

En todo el texto, he llamado sirvientes a la rojería y peneuvismo y golfería catalana que sostienen el poder que poseen los presidentes modernos. Era una ¿metáfora?


viernes, 19 de abril de 2024

Lo vasco y la memoria

Uno se da cuenta de lo mayor que es al advertir que vivió determinados sucesos que aún permanecen en la memoria, como si hubiesen ocurrido ayer mismo, cuando en realidad forman parte de unas páginas de la Historia que las generaciones posteriores o desconocen o encuentran plúmbeas. Al parecer, para eterno desasosiego de nuestros padres e incluso de nosotros mismos, los que aún rememoramos ciertos asuntos vívidamente, la época de los crímenes de ETA es uno de tales sucesos. 

A veces me pregunto por qué ocurre, por qué la sangrienta y estólida laude del terrorismo parece aburrir o fastidiar o incluso embromar a muchos. Y no me estoy refiriendo a los hijos e hijastros de quienes siempre profesaron un separatismo de corte vandálico, por decirlo suavemente, como si cualquier terruño del planeta debiera defenderse con uñas y dientes y bombas y pistolas vaya usted a saber por qué, puesto que se trata de apropiarse para sí mismo de aquello donde uno nació o se crió. Estoy, más bien, pensando en los hijos (e hijastros) de quienes un día sintieron en sus carnes el miedo que produce la incivilidad de los terroristas, sus acólitos y demás patulea. Los primeros, se sienten orgullosos de haber derramado sangre ajena por las calles; los contemplamos como los monstruos que son, un hato de sinvergüenzas, viles y detestables, alevosos hasta la náusea, por quienes es imposible sentir la más mínima comprensión por mucho que se esfuercen en reclamar la derechez de su abyecta ideología. Los segundos, por no sentirse amenazados de muerte, parecen haber abrazado con alegranza la transformación de lo repugnante en política, convirtiéndolo en algo parecido a un sedante o barbitúrico que se toma después de la cena, antes de irse a la cama, para poder conciliar el sueño y evitar soñar con todo aquello que una vez produjo pesadillas. Esta, y no otra, es la metamorfosis que ha experimentado la sociedad vasca desde 1981. 

Dicen que ETA ya no mata, y eso es algo que parece justificar el olvido perpetuo de los muertos (muertos hay por todas partes, el planeta en que vivimos es un colosal cementerio de desconocidos exangües, como estaremos todos algún día). La reconciliación. El pasar página. Lo de mirar al futuro. No es tiempo éste para causas épicas, y lo del terrorismo de ETA tiene muy poco de epopéyico, salvo para algunos, como ese nefando ser que ha encontrado en la Venezuela abandonada por el destino su filón de oro (siempre hay un potosí aguardando a que los inútiles se vuelvan pretenciosos), y que se adjudica para sí mismo, con no poco regodeo, la autoría del final etarra. Los suyos, lo aplauden como cierto: pero me pregunto qué murmurarán en las tumbas quienes allí yacen por causa de esos extorsionadores, mafiosos y narcotraficantes que una vez pretendieron ser ejército de salvación de lo vasco y aniquilador de lo español, y ahora quieren hacer reflejar concienzudas y afanosas políticas sociales y medioambientales en los edictos del heredero plagiador de aquel patán de la progenie gótica. 

Tiempos de nueces caídas. Los que se aprovecharon de ello, tanto fruto quisieron recoger, y tan a manos llenas, que acabaron infiltrando en su código genético las terribles mutaciones que convirtieron el nogal en un monstruo aniquilador y despiadado. Miren, si no, al gordinflas ese que acaudilla a las huestes nacionalistas, las mismas que han quedado para partidas de mus o tute en el asilo de ancianos políticos. Los vascos, ante todo, votan a los nombres de los partidos que figuran en las papeletas sin fijarse en los nombres de los candidatos, que hoy mismo son de imposible recuerdo. ¿Quién es Pradales? ¿Quién Otxandiano? Y si la política separatista lo ha entreverado todo, y ya todos, por el simple hecho de hablar vascuence, quieren ser separatistas, ¿no será mejor acudir a las fuentes, por muy teñidas de rojo sangre que se encuentren, y en el ínterin agregar litros de lejía con objeto de potabilizar sus aguas? Total, el indocto de la esposa conseguidora ha tiempo que empezó con la campaña blanqueadora. Solo queda incorporar el suavizante.

Con la sintaxis moderna de hacer política, la elección de un lendakari se disfraza de debate territorial. Las instituciones fueron creadas y funcionan por sí mismas, haya gobierno o no, y casi mejor que no lo haya. Y en eso que llaman debate, el de los territorios vascos, se discute sobre la importancia de la misión mesiánica de convertir lo autóctono en estado con derecho propio. Pero, créanme, no se trata de los valles angostos, de los ríos escasos, ni siquiera de la pescadería o los juegos de vascos. Se trata únicamente de la lengua. Ya han anunciado que tres docenas de negros quieren aprender euskera.


sábado, 13 de abril de 2024

Laconismo vernal

Han regresado los amaneceres nítidos, vítreos, diáfanos. 

El frescor de la mañana, proveniente de las entrañas de la naturaleza, limpia las asperezas del alma, sus agruras y acedías. 

Desde los altozanos de la campiña, siempre hacia el este, despunta el alba recortando hayedos y robledales contra la luminosidad pálida del horizonte donde, allá en su centro, se adivina el éxtasis encarnado de la heráldica helíaca, semejante al despertar del sueño. 

En las lomas, las infinitas salpicaduras de luz humana brillan descolmadas de su nocturna jactancia, rindiendo respeto al alba. 

Por encima, siempre acogiéndose a la protección del cielo, los luceros, facultados para ser, a un mismo tiempo dijes y atalayeros, despuntan aquí y allá, estableciendo su potestas bajo las arreboladas nubes ligeras, altas, dispersas, embellecedoras de cuanto se percibe en el cielo, que así llamamos a aquello que todo lo cubre. 

Mas no concluye el éxtasis con el amanecer. 

Los días vernales son de una belleza sin parangón. A la dulcísima pigmentación de la aurora se aúna el esplendor y colorido de los campos teñidos de primavera. 

En las feraces praderas despuntan verdísimos los cereales. Los campos de colza en flor, con su amarillento esplendor, tan vivificante, aportan un contraste suntuoso que deja al espectador boquiabierto, atónito por tanta maravilla como puede ser contemplada por los humanos ojos. 

Y cuando finalmente acontece el crepúsculo, queda el alma contrita por estos días hermosos, perfectos, reparando en que, más allá de los míseros aconteceres del hombre, existen no uno sino incontables universos de inextinguible sublimidad y lindura, tanto en lo más próximo e inmediato como en lo más lejano e inabarcable.

viernes, 5 de abril de 2024

Paganinis

Como el cristianismo anda de capa caída y al islam se le cayó hace tiempo la capa, los posmodernos de barriga llena y extravagancias frecuentes han abordado una forma no demasiado creativa ni original de paganismo como nueva profesión de fe, una fe por lo demás asaz extremista, cuando no extravagante. Conviene recordar, e ilustrar con ello, que en la Antigüedad los paganos adoraban a la Tierra aún más de lo que podrían adorar a su prójimo. Los griegos inventaron a finales de la edad de bronce aquello de Gaia, o Gea (mejor aún), rescatada en pleno siglo XX por Lovelock en su planteamiento de que la Tierra es un organismo vivo que se regula a sí mismo (pero que aún no se ha decidido a aniquilarnos: este escolio es mío). Los andinos, varios miles de años más tarde, veneraron a la Pachamama, con tanta devoción que aún lo siguen haciendo en la actualidad, también en occidente, donde importamos cualesquier prácticas que se nos antojen profundas u originales (o simplemente nos parezcan distintas), menos las nuestras propias. Allá donde los incas, la Diosa Tierra se sincretizó con elementos cristianos llevados por los españoles, como es el caso de la Virgen de la Candelaria, advocación mariana trasunta de la diosa Chaxiraxi, que era guanche. 

Esto de la divinización de la Tierra no es nuevo. Pero tampoco porta consigo un opus revelador en forma de Biblia o Corán. Como en tiempos antiguos, este asunto trata más bien de prácticas que sustentan unas ciertas creencias que, algunos, tratan de normalizar con extravagante cientifismo. Es, por tanto, parecido a una religión, pero con bases mucho más etéreas y sin un definidor mesiánico o profético concreto, ni tampoco creador (la Pachamama es protectora solamente). Para los neopaganos, los humanos somos poco más que unos convidados partícipes de la naturaleza (cuando no, unos virus rematadamente nocivos): esta es la piedra donde se cimentan sus creencias (por cierto, Aristóteles dijo lo mismo, pero mucho mejor). Para los demás, lo piensen o no, el ser humano es la cúspide de lo creado y, por tanto, libertino dueño de todo lo que en la naturaleza transcurre. Con el tiempo, de la antropología filosófica se saltó a la ética y de ésta al derecho. Ahora estamos en plena efervescencia de lo natural, y se dota a los animales hasta de derechos, pero esta cuestión tampoco es nueva, porque los pitagóricos y Empédocles ya reconocían a los animales como sujetos de derechos y la cuestión en sí se puede remontar a Anaximandro. Para bien o para mal de los animalitos, porque en la Edad Media, a causa de ello y mediante tortura, se logró la confesión de un cerdo. Lo de los animales como “seres sintientes” proviene del siglo XIX, y en esa época, un tal Spencer defendía que no pueden ser titulares de derechos ni los animales ni los humanos inferiores (y no estoy mencionando al del bigotito).

Para muchos, la tutela del del medio ambiente es, básicamente, un derecho humano, pero con cierta afectación que trasciende hasta las generaciones futuras, que aún no existen, y esta es la senda que conduce a la explosión panteísta (neopagana) con que muchos orientan no sé si sus vidas, pero al menos sí unas cuantas reflexiones y no pocas praxis. La hipótesis Gaia, tributaria de un evolucionismo a lo Darwin, no a lo Spencer, ha llamado mucho la atención de los teístas, y sobre todo de todos quienes piensan que el devenir humano es el principal obstáculo para la salvación de la humanidad y de la propia Tierra, razón por la que el ecologismo se ha convertido en una religión: vivimos oprimidos en una forma de vida que nos exilia de la propia naturaleza y nos impulsa a perder la reverencia ante la sacralidad y la majestad del universo. Lo plantean abiertamente: la consecuencia de esta manera de pensar (y vivir) pasa por considerar a la Tierra un organismo vivo (y una madre: como la Pachamama indígena, la Gaia de los contemporáneos... nadie lo considera un padre, lo que la desdiviniza) y que nosotros, seres humanos, nacidos del humus, no somos sino la propia Tierra que ha llegado a sentir, a pensar, a amar, a venerar e incluso a suicidarse. No vivimos sobre la Tierra: somos la propia Tierra, y entre todos los seres, vivos o inertes, océanos, montañas, biósfera y la antroposfera, se produce organicidad, no simples y meras adiciones por muy complejas que sean (a quienes así piensan les encanta saber que el cerebro se construyó mediante simbiotización de bacterias durante millones de años). Hay ejemplos de cómo esta manera de pensar ha devenido bien común: en 2009, el estado boliviano votó una constitución que decía, expresamente: “Cumpliendo con el mandato de nuestros pueblos, con la fortaleza de nuestra Pachamama y gracias a Dios, refundamos Bolivia.”. Ecuador, en 2008, estableció en la suya que “Celebrando a la naturaleza, la Pacha Mama, de la que somos parte y que es vital para nuestra existencia, construimos una nueva forma de convivencia ciudadana, en diversidad y armonía con la naturaleza, para alcanzar el sumak kawsay” (este nombre recuerda a Dune, una obra de ciencia ficción construida directamente sobre el ecologismo, pero se trata de una expresión quechua que significa buen vivir y su ética rige cómo deben relacionarse las personas entre sí y con la naturaleza). 

En fin. Que, como siempre ha ocurrido, desde el principio de los tiempos, la humanidad necesita creer en algo. Y ahora cree en este paganismo que prospera porque las religiones tradicionales van a la deriva (aunque el islam aún no). Es una alternativa, y pese a que debería aceptar a la humanidad tal y como es, no lo hace: promueve su cambio (y con ello desea, silentemente, su destrucción).


viernes, 29 de marzo de 2024

Las siete palabras

No basta con ver llover, enturbiarse el cielo hasta convertirse en una fastuosa plegaria grisácea y cenicienta, atisbar tras los cristales cómo el agua cae, gélida e inclemente, sobre el asfalto o los campos. Ahora, también, hay que darle nombre a las borrascas: ese es el punto de aburrimiento que hemos alcanzado. Decía la semana pasada no sé qué de las calideces primaverales, sin percatarme de que nada hay tan variable como la atmósfera cuando atravesamos el equinoccio. Por eso, si hoy, Viernes Santo (cuando usted, caro lector, lee estas líneas) la lluvia se ha apiadado de las almas que ora rezan a su Redentor, ora expresan la compunción por sus pecados, la procesión de las Siete Palabras partirá de la Plaza Mayor de Valladolid para asombro de propios (los creyentes, especie en extinción) y extraños (los turistas, virus imparable donde los haya). 

No son palabras, sino oraciones en ambos sentidos: rezos con que los fieles plañen el dolor que atraviesa sus almas al comprobar que aquel a quien confieren su propio perdón y, casi por extensión, la causa de cualquier existencia en este mundo (cuando no en el otro), fue muerto en deplorables condiciones por ellos mismos, dos mil años antes; y frases, locuciones que el inmolado, creyéndose hijo de un padre celestial, imbibición que ya existía en las tierras babilónicas donde sus antepasados fueron hechos esclavos, entregó a la posteridad para mayor sobrecogimiento humano.

Conservan toda su vigencia si con ello nos referimos al contagio que se extiende por doquier sobre cualesquier organismos que busquen ser libres y felices. Pater dimitte illis, non enim sciunt, quid faciunt. La deriva social de hogaño. No importa que el decurso de este mundo nos adentre en enajenaciones paranoicas: cuando es tanta y tan gratuita la fatuidad ajena, lo menos que uno puede hacer es compadecerse de los idiotas. Amen dico tibi hodie mecum eris in Paradiso. Los exaltados y fanáticos, de todas clases. Ellos, como nosotros, acabarán sus días enterrados, cremados, mas siempre olvidados, y ahí terminarán sus obsesiones, sus fijaciones, sus manías perpetuas por revolucionar aquello que ya fue regenerado por mejores revoluciones que la suya. Mulier ecce filius tuus; filio, ecce mater tua. Cuando para ser mujer no basta con tener predispuesto el biológico organismo para la gestación, sino que es suficiente con presentirlo de alguna manera en la propia consciencia (esa tan inconsciente que se extiende de occidente a oriente, pero sobre todo en occidente), vindicar la realidad y la identidad de una mujer, sea o no sea inequívocamente madre, parece un deber cívico y social. Deus meus Deus meus ut quid dereliquisti me. No vivimos abandonados de dios; somos nosotros quienes lo hemos reemplazado por dioses alternativos, a cuya devoción encomendamos cualquier espíritu que creamos acoger dentro. Sitio. ¿Cómo no sentir una sequedad interior horripilante y enloquecedora con tanto como viene sucediendo? Sed de justicia, que se decía antaño, pero también ansia de ver acabada esta conjura de necios que ha descubierto en políticos mendaces y analfabetos el más eficiente medio de alcanzar la incansable y cada vez más extensa mediocridad del pueblo (igual de mendaz, igual de analfabeto, pero sin los resortes que entrega el poder). Consummatum est. ¡Qué tentación tan sugestiva dejarse vencer por el desaliento y entregar las armas antes que defender el derecho, tan humano, tan inherente, de ser libres, de no permitir influencia alguna, de señalar a los dictadores, a los egoístas, a los ambiciosos y a los codiciosos, cuál es el camino recto de la verdadera salvación. Pater in manus tuas commendo spiritum meum. Y sí, finalmente uno advierte que deberíamos implorar la existencia de alguna entidad superior que impida que todo quede en manos del nefasto hombre, un ser tan infausto y ciego que es incapaz de trascender su propia voluntad. Pero no, con la última expresión, llega la muerte: la muerte de la libertad verdadera, la muerte del conocimiento, la muerte de la razón, la muerte de cuanto aleja de nosotros la sombra de la mediocridad y la destrucción. 

La gran enseñanza de la Semana Santa no es la resurrección, aspecto exegético que solo de la fe individual depende, sino la muerte, que alcanza lo mismo a los individuos que a las sociedades, lo mismo a los recuerdos que a las fantasías, donde un mundo mejor tiene igual vacuo sentido que este mundo peor que nos hemos habituado a conllevar.


viernes, 22 de marzo de 2024

De danas, donas y damas

En estas calideces vernales, porque la primavera ya entró, aunque usted, caro lector, no se diese cuenta, asombrado como estaba con las gratas contemplaciones de un campo tan arrebolado como las nubes del cielo, las noticias de las inminentes borrascas pascuales nos mutan el rostro, decolorándolo. De un tiempo a esta parte las vienen en llamar “danas”, supongo que debido a la creencia popular de que los acrónimos técnicos nunca engañan (las palabras del diccionario sí, sin duda alguna), expresión de horrible cacofonía que me retrotrae a una fecha de 1996, cuando viajé por primera vez a California, a San Francisco, para más señas, y en una tienda de la calle le pedí al dependiente mexicano que deseaba comprar un café largo y un dónut, que él llamo “una dona”. Quise replicarle con una gracia: que no necesitaba yo, por entonces, que me sirviesen las damas emplatadas y dispuestas para el mordisco, que con mal propósito se recordaba por algo parecido al infame Fernando VII, y yo me preciaba de atractivo, jovial y animoso, de modo que no necesitaba de celestinas. Como, en un relampagueante plazo de tiempo, mi cabeza decidió que el manito aquel no iba a entender nada de ese barrunto mío, y me pareció lo suficientemente simpático como para no querer disturbar su mañana, dejé pasar la elaboradísima gracia, y procedí a abonar los pocos dólares que el desayuno costaba.

Piensa uno, en su soledad, con no poca impostura, que hay donas y hay damas, especialmente ahora, en este mundo enloquecido donde las pulsiones biológicas, dominadas por los genes, tan egoístas y astutos ellos, ha franqueado el paso a toda suerte de impulsos combinatorios, sancionados en las leyes, y pobre del tontaina que intente zafarse de todo eso en la creencia de que rigen nuestros pasos un puñado de majaderos, sin seso alguno en la cabeza, que se comportan como pollos sin cabeza o como infantes en una clase el día que el profesor no ha venido: enloquecidamente. Uno observa, por ejemplo, el banquillo de los ministriles en el congreso, y descubre en él a un buen número de donas, muy gestuales, diría que bobaliconas en sus empeños por seguir granjeándose la confianza del idiota que allí las puso (y dispuso), pero a ninguna dama, porque -yo, al menos- de ninguna querría el contento de sus labios rojos, de sus uñas rojas, de sus rubicundos cabellos, en caso de que tuviesen estas características, por mí tan preciadas: basta oírlas hablar para que se venga abajo todo el tenderete genético y no quede detrás, como en un erial, en un escampado, sino la más absoluta nada.

Dama hay una: cierta ayuso reconvertida en aragonesa Agustina, por tanto como andan las gentes sulfuradas de indignación con lo que está ocurriendo y no encuentran enfrente sino a un tipo algo mediocre, monocorde y gallego, que no acierta con el paso ni equivocándose. Pero, ay, incluso las damas más conspicuas, audaces, sagaces e inteligentes tienen un mal día, y la ayuso aragonecizada lo tuvo cuando, desde pública tribuna, tuvo a bien defender la honorabilidad del cutre que se ha echado por novio, cutre de cochazo sin iteuve y multa de estacionamiento, porque hay que ser cutre para echar un buen pelotazo y comprarte un cacharro de esos y, encima, no pagar a Hacienda lo que a Hacienda le viene en gana sablearnos, que es mal de muchos. Coño: paga y jódete, como hacemos todos. Luego denuncias a la dona esa de las maneras vulgares (donde no hay…), pero queda como un rey, o un príncipe, que las ayusos no merecen menos. Joder, hay que ser idiota. Pero no quiero emborronar la memoria de la dama, bruna y de supremas cualidades en todo su femíneo ser, de repertorio tan ágil y atinado que las donas (y donos) del banquillo azul no saben ya cómo detenerla, porque los arrolla a todos como un tren de mercancías. 

Pero mientras tanto, por influjo vernal, seguiré soñando con extensos campos primaverales de labios encarnados y montes lujuriantes.


viernes, 15 de marzo de 2024

EL 11-M, VEINTE AÑOS MÁS TARDE

A mucha, muchísima gente, hablar del 11-M produce pereza, indolencia, una pizca de hartazgo, y no poca irritación. Salvo para quienes están convencidos de la completitud de la sentencias de la Audiencia Nacional y la posterior del Tribunal Supremo, un convencimiento legítimo, por lo demás, la historia de los atentados demuestra, tal vez como ningún otro ejemplo, la profundísima polaridad existente en la sociedad española a la hora de afrontar sus problemas internos. Porque la historia del 11-M es la representación más lacerante y atroz de las divisiones que padece este país, más allá de toda diferencia ideológica. Ni siquiera unos atentados tan crueles y sanguinarios fueron capaces de hacer converger a los españoles. Unos y otros, movidos por sus personalismos y enfrentamientos, como dos países en perpetua disputa, demostraron sus torpezas en un momento en el que, tal vez más que en ningún otro, las diferencias hubieran debido dejarse a un lado. En Estados Unidos, por ejemplo, el atentado contra las Torres Gemelas produjo una unión sin precedentes de todos los poderes (públicos y privados) y una demostración (a posteriori, eso sí) de cómo han de llevarse a cabo las investigaciones policiales y judiciales, con independencia de las anexiones a la política militar emprendida por George Bush Jr. tras los luctuosos acontecimientos de aquel ya lejano mes de septiembre. Supongo que con la ejecución de Bin Laden, ordenada por un presidente ideológicamente nemético a quien ordenó la guerra en Irak, la sociedad americana surgida tras el 11-S pudo poner fin a su larguísimo duelo. Otro tanto sucedió en Gran Bretaña, cuando el atentado de Londres. 

En España, no solo hubo desunión entre las masas. Tampoco hubo juego limpio político, ni desde el Gobierno saliente, que después padecería en sus carnes las consecuencias de todas las decisiones que adoptaron, ni tampoco los cuerpos de seguridad del Estado desarrollaron una actuación ejemplar y eficiente ante la más tenebrosa investigación a la que hubieron de hacer frente. De hecho, bastaría con señalar las muchísimas incógnitas que el propio proceso del 11-M encontró y señaló, pese a los esfuerzos por cerrarlas o aclararlas, y la creación desde aquellos días de una corriente de opinión totalmente incrédula ante lo que luego vino a denominarse "versión oficial", para aceptarlo. Respecto a este punto, tan oscuro, sorprende la tenacidad de cuantos obligan a que la realidad jurídica del 11-M sea suficiente para acallar a quienes estaban convencidos de que nada de aquello coincidía, punto por punto, con la realidad histórica que se estaba viviendo. Que no sepamos aún con qué dinero se pagaron los atentados es algo que a cualquiera debería ofender, porque los juicios no desentrañaron nada que fuese una parte visible y obvia, y en ocasiones groseramente manipulada, manifestando con ellos los jueces y fiscales y abogados su incapacidad para adentrarse en las turbiedades que entonces emergieron.

Tal vez por el ímpetu (y testarudez) con que ciertos periodistas removieron todos los puntos oscuros (o inherentemente negros) de las investigaciones, y por el vuelco electoral que el 11-M produjo, tal vez por ello a quienes objetaron sospechas o dudas durante el proceso (huelga decir que de manera legítima, que para ello existe la libertad de prensa y de expresión: otra cosa es que se deban aceptar sus teorías o sospechas como válidas), se los ha venido a llamar desde entonces "conspiranoicos" o defensores de la teoría de la conspiración. Basta con emplear uno cualquiera de los sinónimos del vigente negacionismo, en el marco que sea, para tratar de embarrar y pringar cualquier voz que demande explicaciones más claras. No deja de ser una más de las muchas dictaduras con las que el mundo moderno se viene infligiendo a sí mismo las heridas sociales más profundas. Pero no podemos dejar pasar por alto, todas las veces que sea preciso, que la propia sentencia del 11-M, en muchas de sus páginas, consideró que hubo preguntas sin posible respuesta y manipulaciones y escollos numerosísimos: esta confesión fue pareja a un buen conjunto de críticas y objeciones tanto a la instrucción judicial previa como a las actuaciones policiales entonces desarrolladas, a las comparecencias (políticas o no), los escasos vestigios conservados de los atentados en momento tan crucial para la vida de un país (con más de cincuenta años de lucha antiterrorista a sus espaldas), y los testimonios entregados por quienes tenían la responsabilidad de defendernos del ataque, primero, e investigarlo, después. Dudo que nadie acuse al juez Bermúdez de "conspiranoico", pero extrapolando las palabras escritas con que sentenció el juicio, y algunas de las que pronunció más tarde, acabado todo, en diversos medios y auditorios, bien podría afirmarse que tuvo alguna noción de ello, por lo demás, pronto mitigada en la propia responsabilidad de la que se sabía protagonista. 

Por supuesto, para quienes siguen aferrándose a la ejemplaridad de todas las investigaciones y la prontitud con que fue resuelto el asunto; a las mentiras proferidas por Aznar y su Gobierno (que las hubo, y no pocas); a la audacia de Zapateros y Blancos y Rubalcabas... para todos ellos, cualquier terquedad en intentar exponer de manera organizada y justificada los interrogantes que todo el proceso dejó tras de sí, ha de rechinar las meninges. Sorprende que sean tan escasas las ocasiones en que sometan su criterio a la siguiente pregunta: si todo quedó negro sobre blanco, tanto para la Audiencia Nacional como para el Tribunal Supremo, ¿por qué no estuvo todo el mundo conforme, o al menos una gran cantidad de los agentes involucrados, con la sentencia, por cuanto esta disconformidad no se tradujo en un apasionante debate jurídico sino en una escisión aún más profunda de los dos bandos? ¿Abundan tal vez los "conspiranoicos" como champiñones en un majadal, convirtiendo a personas de incuestionable inteligencia en fanáticos similares a quienes perpetraron o idearon los atentados? ¿Es la exposición de dudas e interrogantes un mal que, cual negacionismo climático, deba ser perseguido y sometido al juicio de las hogueras en plaza pública (pero sin ecpirosis sobre carne humana)? Tal vez pertenezcamos a un país donde la gente quiere simplemente vivir bien y dejarse en paz de problemas. Pero a mí un país tal, no me gusta. Por eso nadie va a conseguir que me calle.

No he hablado del 11-M en veinte años. Y creo que ha llegado el momento de exponer mi visión, prestada de todas las partes y actuantes (jueces, policías, abogados, periodistas, políticos..., de uno y otro bando), y organizada tal cual yo concibo mis sospechas, que las tengo. No son infundios. Lo que van a leer a continuación es una narración elaborada de la amplísima sentencia del sumario 20/2004, con referencias explícitas a la sentencia de la Audiencia Nacional, a la del Tribunal Supremo o a la instrucción previa de los hechos. No se trata de una explicación alternativa, o conspiratoria, simplemente un desencuentro con la resolución de un caso donde hubo demasiadas negritudes. Es posible confrontar y verificar en la sentencia cada una de las exposiciones que aquí se mencionan. Hay autores que ya lo han hecho. Se advierte al lector que algunos párrafos son interpretaciones o sospechas que, por ausencia de pruebas materiales, quedaron como indicios o sospechas, pero no como hechos probados. Pero la realidad no solo se construye alrededor de aquello que es posible demostrar fehacientemente (eso es algo que compete a la realidad jurídica, de la que este relato no desea formar parte), y veinte años después creo que es posible construir una realidad histórica más amplia, aunque objetable, basada en todo aquello que las investigaciones judiciales y policiales no fueron capaces de determinar, motivo por el que tampoco fueron capaces de convencer a todos (y recordemos que, entre esos todos, se halla buena parte de los familiares de las víctimas cobradas por las explosiones en los trenes de cercanías).

Escribo esto por respeto a las víctimas y como repulsa a los atentados, que fueron desencadenados materialmente tanto por quienes en este relato son nombrados como por quienes no aparecen en él, y que, desde mi punto de vista, son los autores intelectuales (y económicos) que las setecientas páginas de la sentencia fueron incapaces de dilucidar. Pero también ha sido mi objetivo mostrar cómo en España algunos medios de comunicación pudieron, con total jactancia, culpar de la muerte de dos centenares de inocentes no a los autores materiales de los hechos, sino a un Gobierno legítimamente constituido que impulsó legítimas (por controvertidas que fuesen) políticas en su actuación exterior e interior (decir lo contrario es postrarse ante las presunciones de la infamia); y cómo diversas ideologías políticas sacaron provecho de ello, actuando en total connivencia con las anteriores, y alterando el decurso de la historia para siempre, pese a que muchos de sus principales actores tuvieron conocimiento preciso y exacto de cómo iban desarrollándose las investigaciones; y cómo los cuerpos de seguridad fueron incapaces de salvaguardar la integridad de las investigaciones o la custodia de las evidencias, interponiendo todo tipo de trabas y obstáculos a quienes buscaban trabajar con lealtad al país en el esclarecimiento de los hechos, cuando no alterando manifiestamente las pruebas obtenidas; y cómo la Fiscalía, un cuerpo jerarquizado que siempre obedece a sus superiores, no tuvo por pretensión en ningún momento servir al auxilio y alivio de la memoria de las víctimas y sus familiares, sino al interés particular del Gobierno luego proclamado tras un vuelco electoral que, sin los atentados, jamás se hubiese producido; y, finalmente, cómo he llegado a pensar que España, a diferencia de otros países atacados por el terrorismo, como EEUU o Reino Unido o Francia, es el único Estado que no ha podido ni sabido dilucidar las causas y el origen de uno de los peores ataques perpetrados en suelo europeo. Claro que fue España el único de los países anteriormente citados donde no atentó Al Qaeda.   



Puede leer el resto del artículo en este enlace: "Los conspiradores del 11M"

viernes, 8 de marzo de 2024

De mujeres e imbéciles

Cada 8 de marzo (algunas, muchas) mujeres salen a la calle a reclamar más derechos e igualdad, por aquello de ser (o haber sido alguna vez) el día de la mujer trabajadora. Lo de exigir más derechos no lo entiendo: pensaba que los derechos estaban reconocidos por igual para hombres y mujeres. Pero lo de reclamar mayor igualdad, sí lo comprendo cabalmente, pese a lo mucho que se ha avanzado. Y hasta aquí el introito políticamente correcto (salvo por el desliz de los derechos). Lo que sucede, es que no sé muy bien si van a salir a la calle hoy las mujeres que son mujeres o los hombres que dicen haber visto la luz y que dicen ser mujeres. Como esto de ser mujer parece que consiste en meras sensaciones internas, y cuídese usted de proferir lo contrario que como poco lo multan y enchironan, parece que conviene andarse con algún cuidado. 

Como me da lo mismo lo que digan de mí, afirmaré que no tengo por mujeres ni a los hombres que se operan (la apariencia de mamas y gónadas no es el indicador biológico que define a una hembra mamífera) ni a los que no se operan y piden taquilla en el vestuario de las chicas. Oiga, es lo que marca la ley, esa ley tan maja que los podemitas, cuando pintaban algo en el gobierno sanchista, plagiaron punto por punto de la correspondiente ley canadiense, y que los jueces se ven obligados a juzgar por encima incluso de la libertad de expresión, derecho constitucional donde los haya. Es patético que a un maromo de dos metros de altura y 90 kilos de peso, con barba de varios días y buen rabo entre las piernas (lo siento, pero no me sale decirlo más elegantemente), le baste con acudir al registro civil para poder pasearse en bolas por el vestuario femenino obligando a sus víctimas allí presentes (ellas, las hembras de verdad) a poner cara de espanto, el grito en el cielo o simplemente salir corriendo a taparse de manera preventiva y rápida porque enfrente hay un caradura que dice ser mujer, pero no quiere operarse ni cosa por el estilo. Si yo digo ser rojo cangrejo de río no me hacen ningún caso, luego esto de las sensaciones femeniles en nacidos masculinos ha de beber su importancia en la diferencia entre los sexos, porque estos transestúpidos disponen ahora de capacidad sobrada para acabar de un plumazo con los espacios seguros para las mujeres y con el deporte femenino, por mencionar solo un par de aspectos. 

Bastó con inventarse lo del género y que el ínfimo colectivo que lo representa alcanzase los despachos ministriles, para convertir algo falso, mendaz, estúpido, fraudulento e infame (declararse mujer por cojones, perdón de nuevo) en nada menos que un asunto avalado por las leyes que ellos mismos promulgaron y muchos otros, tontos igualmente, avalaron con su voto en sede parlamentaria. Sé que escribir lo anterior es exponerse a que la policía, si media una denuncia, me detenga por transfobia. Pero como para no serlo: el mundo se ha llenado, de repente, de idiotas profundos. Yo, por mi parte, no pienso medir mis palabras en este asunto, ni ahora ni nunca.

Lo curioso es que nadie en este gobierno, ni en muchos otros, piense que todo lo anterior es una barrabasada con mayores miasmas que los pozos ciegos. Hace poco uno de estos individuos con pingajo en el centro anatómico, pero muy mujer en su sedicente fuero interno (nominación a la que la ley, repito, obliga a respetar, cosa que a mí me la trae al pairo), asesinó a un muchacho canario que también se identificaba como mujer. Y pensábamos que la violencia machista y sexual era, sobre todo, cosa de hombres, como el coñac barato: pues no, ahora es también cosa de mujeres, de esas mujeres, esas que no teniendo doble cromosoma equis, creen que tal minucia no importa nada. 

Pues bien. Que me distraigo del tema. Hoy saldrán a la calle muchas mujeres feministas (y también las que no lo son). Y seguro que también algunos individuos que ni los borrachos ni los niños son capaces de identificar como mujeres. Y se montará un rifirrafe, o al menos eso quisiera. Porque aquí, quien más tiene que perder, son las mujeres, y de repente no ante los hombres de toda la vida, ahora también ante esta otra clase de hombres, tontos del culo desde que tuvieron el actual uso de razón, que pretenden esquilmar, humillar, denigrar y ningunear a las mujeres arrogándose el derecho (avalado por tamañas leyes necias) de ser como ellas, o acaso más que ellas. 


viernes, 1 de marzo de 2024

De baldomeros y europeolvidos

Baldomero tiene por afición acabar con la vida de todo aquel que lo importune. Es una afición horrenda, escandalosa, pero al parecer no lo suficientemente siniestra como para verse obligadas nuestras elites políticas a tomar cartas en el asunto. Unos argüirán señalando que en Rusia, desde el principio de los tiempos, es decir, mucho antes de los delirios leninistas-estalinistas y por descontado muchísimo más antes de las actuales aberraciones baldomerianas, todo esto de matar opositores es cosa intrínseca a su carácter de oso casi polar, como tiene el desdichado país siberiano, donde el tipejo este (y cuántos tipejos proliferan por el mundo, hay que ver) le ha sustraído a Alexei Navalni aquello que era intrínsecamente suyo, es decir, la vida. El putinesco mandamás de ahora aún no ha aniquilado a millones de compatriotas suyos (porque, oiga, matar enemigos extranjeros igual tiene un pase en una guerra, pero aniquilar a los propios ya es demostración de amor hacia el pueblo que avasalla), como sí hizo el otro enano aquel georgiano que nombrábamos un poco más arriba. Pero si le dan tiempo, y ojalá que no tenga ninguno, lo mismo se lo piensa: ¿acaso no son rusos y ucranianos casi hermanos? 

Salvo en la etapa de Boris Yeltsin, con su simulacro de democracia a la rusa, y parcialmente en la anterior de Gorbachov, en Moscú, y otras capitales del susodicho país, siempre ha gustado eso de matar disidentes. Pero lo de Baldomero es de traca, por aquello de que el país siberiano ya no se llama URSS, que equivalía a muerte y destrucción incluso para los comunistas occidentales (salvo alguno despistado). Ahí están los asesinatos de Anna Politkóvskaia, a balazo limpio; de Aleksandr Litvinenko, con polonio sin adulterar; de Mikhail Beketov, por las secuelas de una paliza que le dieron sin contemplaciones. Como ahí quedan los cientos y miles de encarcelados por algo tan natural como disentir y proclamar lo contrarios que son a las prácticas baldoméricas. Todo esto es bien sabido. Por tanto, retomo el debate inicial: por qué la Unión Europea, tan proclive a salvar animalitos y valles y ríos y atmósferas, no hace absolutamente nada para pararle los pies al putinesco enano. 

Vaya pregunta más estúpida, se dirán, mientras el olvido de la guerra ucraniana prosigue su molienda lenta y, al parecer, inatajable. Dos años llevan combatiendo los ucranianos contra los infinitos ejércitos rusos y contra la indolencia occidental. Esto de las causas nobles y justas solo posee relumbre las primeras semanas, meses todo lo más. Luego se pierde indefectiblemente la refulgencia y la pasión, como en los matrimonios una vez experimentada la luna de miel, porque a esto de las catástrofes ajenas le sucede como a los amores una vez que se institucionaliza la convivencia: que se vienen abajo incluso antes de comenzar. Cómo molestan las cosas malas que suceden en el mundo cuando les sucede a otros. Nada mejor que aliviar las consternaciones con buenas dosis de olvidanza. Pero, ojo, que no se les retribuye con generosidad a los mandamases y funcionarios para que actúen como nosotros. Entre sus responsabilidades se encuentra la de no desfallecer, como no desfallecen en su empeño de convertir Europa en una ruina agrícola o energética. 

No me interesa saber a cuántas personas va a matar Baldomero en lo que le reste de vida, que espero que sea muy poco (y muy pocas). Me interesa mucho más de qué manera esta Europa nuestra va a seguir mostrando no solo interés, también decisión, en acabar con ese imperio de terror en que el putinesco personaje ha convertido su extenso, frío y no bien entendido país


viernes, 23 de febrero de 2024

De zurullos y meigos

Me escribe Juanjo para decirme, el domingo por la noche, que quiere emigrar a Galicia. Por supuesto, es una broma: vive en una de las ciudades más bonitas de España, San Sebastián, o Donostia, y es vasco de pies a cabeza, habla un euskera autóctono perfecto y no soporta a este peneuve que le toca padecer, como lo padecemos todos, nosotros menos. Se refiere, con la broma, al batacazo del pesoe en la tierra de las meigas donde los votantes infligieron un soberbio leñazo al indocto que nos preside, también conocido como Massimo Inuttil, entre otros apodos, consecuencia todos ellos el cariño que le profesamos muchos (creo que solo una vez oí ser mencionado como simplemente “Pedro” por parte de una señora que sí vota al tipejo este). 

Lo de Galicia está bien, aunque el señor estirado que hay enfrente, y que proviene de allí, ejerce una política que, hasta el momento, y siempre en su tierra, se distingue bien poco de la socialdemocracia nacionalista (algún día entenderé por qué muchos peperos lo que realmente quisieran es ser sociatas): no hay más que rememorar las decisiones que adoptó y las opiniones vertidas durante la pandemia del coronavirus, donde don Alberto, que así se llama, se explayó con argumentario símil al del indocto, y que, posteriormente, fue sentenciado como inconstitucional por ese tribunal que hoy preside el Pompidou mayor del Reino (de España). Decía que lo de Galicia está bien, por aquello de confirmar sensaciones de la calle sobre los túrbidos asuntos que bullen a diario ya (aunque, bien mirado, lo que son es impúdicos), pero su relevancia estriba en el definitivo retorno del bipartidismo, o casi, aunque en esta ocasión haya sido el pesoe quien se haya vestido de ignominia (nuevamente por mor del mencionado indocto que nos desgobierna). Porque si el monclovita va camino de necesitar un indulto (juro que tengo la convicción de que el gallego no dudaría en devenir indultario), los sumandos,  podenqueros y voxeadores  lo que necesitan es un buen entierro. Y yo que me alegro. 

Y mientras nos eran reveladas estas calendas gallegas del martirologia político, allá en el centro rector del partido pesoístico una de las adláteres del indocto, vicepresidental, con mando en la plaza de los dineros de España (enfaticemos el nombre del país, que nos venimos olvidando), micro en mano, recuerda a un manchego mareado como un pato (por no saber ni quién es ni lo que está haciendo, de tanta dicotomía como acumula en sus meninges) cuál es el camino si no del cadalso, el del oprobio (deshonra, deshonor, vergüenza, ignominia, humillación, afrenta, agravio, baldón, injuria, vilipendio, infamia... qué cantidad de sustantivos -por no incurrir en adjetivaciones- para referirse al desgobierno del indocto) como siga insistiendo en valoraciones indoctales. Y encima la vicepresidental lo expuso en formato futbolero, como pasa también en los recuentos de sufragios y votaciones, salvo que en estos últimos nunca pierde nadie, aunque no se lleven los tres puntos del partido. Aunque, si les soy sincero, lo más iluminante de la arenga en la que conminaba al manchego volver al redil, fue su lígrima consagración de que el pesoe estaba reconvertido en marca, es decir, en mero distintivo o mojón. Y ahora dígame usted, coloquialmente, a qué nos referimos con este último término… Pues eso. 


viernes, 16 de febrero de 2024

De agua y ecologismo

Un hectómetro cúbico son un millón de metros cúbicos. Esta cifra es muy grande: son mil millones de litros de agua. Al mismo tiempo, es una cifra muy pequeña: mil millones de litros de agua los consume una población media de quince mil habitantes durante todo un año. También es una cifra inadecuada para hacerse a la idea de cuánta agua contiene nuestro planeta: casi mil cuatrocientos billones de hectómetros cúbicos. Como la Tierra es en su mayor parte océanos de agua salada, el agua dulce ocupa unos “escasos” treinta y cinco billones de hectómetros cúbicos (no llega al tres por ciento del total). Como vivimos en la superficie unos ocho mil millones de personas, que desde los albores del siglo XX el crecimiento de la población humana es exponencial (y esperemos que se modere), cada individuo gestiona (es un decir) más de cuatro mil trescientos hectómetros cúbicos de agua potable. Una cifra más que respetable que, lógicamente, no es para su uso y disfrute: del agua viven todas las especies animales y vegetales del planeta, por lo que bien podemos decir que dicha gestión consiste en procurar que todos, bichos, plantas, microorganismos y bípedos racionales, tengamos una existencia dichosa. Como se suele decir, y es obligado repetirlo, el único problema del agua es su reparto. O mejor dicho, lo que no hacemos para repartirla de manera justa y proporcionada.

La gente piensa que en España nunca llueve. Pero no es cierto. Cae más agua de lluvia que en Suecia, por ejemplo, aunque menos que en Francia, que es el país europeo con más aportación de agua de lluvia. Somos los segundos. Y si tenemos en cuenta a la población, somos los primeros en cuanto a agua de lluvia por habitante. Y, nuevamente los segundos en cuanto a lluvia por hectárea de cultivo, pero muy cerquita de Francia, tan cerca que estamos casi empatados. Puede decirse que somos los campeones europeos en saber gestionar los recursos hídricos para alimentarnos. Otro día les recordaré que es cierto, como dicen los franceses, que nuestros tomates (y melocotones, y melones, y ciruelas, y…) son incomestibles, salvo que uno acuda al Hipercor, que es donde se encuentra la mejor verdura y fruta de toda España: los demás supermercados nos abastecen de basura vegetal porque los agricultores tiempo ha que dejaron de ofrecer productos frutícolas y hortícolas a la altura de nuestro templado y mediterráneo clima. 

Los ecologistas modernos están empeñados en destruir cuantos embalses se extienden por el suelo patrio. En este país disponemos de casi sesenta mil hectómetros cúbicos de agua embalsada, que en muchos casos se emplean para generar electricidad mediante centrales hidroeléctricas, en su mayoría reversibles. Nuestros ríos recogen aproximadamente la tercera parte de todo el agua de lluvia que cae. El resto se evapora o se infiltra por el suelo, acumulándose en acuíferos subterráneos que, de momento, se están explotando a la mitad de su capacidad. El balance entre las aportaciones fluviales y el consumo humano, en España, es más que suficiente: cinco veces más. Incluso tenemos suficiente para cumplir con las obligaciones internacionales (Portugal) y para disminuir las importaciones agrícolas actuales porque, en puridad, se pueden suplir con nuestras posibilidades de regadío, e incluso tripicarlas. Por supuesto, la famosa PAC europea, fuente de margen de los agricultores europeos, porque todo lo demás asociado a ella es punitivo, es el obstáculo a sortear. 

Junto con la soberanía energética, si se aumentasen las superficies de riego, España sería una potencia europea de primer orden. El ecologismo de salón queda, por tanto, como la mejor senda para empobrecerlo todo.


viernes, 9 de febrero de 2024

La esfera de los zorros malvados

Un bobo integral con coleta acuñó la ridícula palabreja que engloba bajo la etiqueta del Fascio a cualesquier personas que no piensen de acuerdo a su iracundo sentir. Recientemente el palabro ha sido usado por el indocto perreador que nos desgobierna para seguir durmiendo en palacio, y el mundo, como toda respuesta, ha estallado en indignaciones cuando más bien debiera haber callado (como putas). No sé muy bien el contexto, pero lo he leído en relación a ciertos cantares que han de suceder no dentro de mucho en sede televisiva, mas es nítido que tiene la sola intención de provocar o subvertir, sin advertir quienes así promulgan, que esto de la provocación se viene ejerciendo desde hace muchos siglos (ahí están los Bocaccio y el de Sade, sin ir más lejos, por no hablar de toda la década de los 60 del pasado siglo) y que solo se pueden sentir provocados quienes disponen de una mente estrecha y un mundo más bien pequeño, como por ejemplo esos que piensan, con fachenda (peligroso inicio de palabra), que el mundo está repleto de carpetovetónicos a los que hay que combatir, lo mismo con una teta que dos pedos (aunque lo de la pedosfera es otra cosa, que conste), o el empleo de ciertos vocablos expresivos para que solo licuefacten las meninges de quienes los profieren porque ellos se guisan el potaje y ellos mismos se lo comen. 

Respecto a lo de las expresiones de marras… Una vez, hace mucho tiempo, conocí a una mujer de extraordinaria factura que confesaba ser muy zorra, pero muy selectiva. Aquello fue después de lo de las Vulpes, pobrecillas, y mucho antes del fin de siglo. No sé qué fue de ella, pero seguro que se encuentra en el grupo silente de mujeres que están más que hartas de la tergiversación maloliente en que los analfarrojos han convertido su femenil sexo. Hoy día no hace falta erigirse en esa suerte de elector: hay millones de tías buenas en Instagram exhibiéndose cada minuto en bikini o profundo escote, siempre añadiendo frases cutres entresacadas de algún inútil e insufrible texto de autoayuda. Los mismos millones de hembras que son continuamente coreadas por muchos millones más de maromos que aúllan cuales monos ardientes cada vez que contemplan una imagen zorruna como las que ellas exponen, razón por la que el planeta entero se encuentra contaminado erótica y acústicamente, porque los aúllos no son de lobo, sino de espécimen humano, que bien sabido es no sabe aullar como se debe. Digo yo que algún día se aburrirán las unas de su superficialidad y los otros de su idocia. Pero de momento no se cansan. Me canso yo. 

En estas y otras cutreces estábamos cuando el sociópata gubernativo decidió emponzoñar otro poquito más su coprosfera particular (lugar que lleva por nombre España) con las turbiedades egoístas de siempre. Todo lo que este este mamarracho suelta es pura boñiga, algo que al parecer representa el alimento perfecto de tanto gregario con periódico o televisión y tanto sociata impregnado de doble vinculación sin que lo sepa, que son los únicos que lo vociferan jaleosos. Qué aburrimiento de incultura y de política de parvulario. Vulgaridades en sede parlamentaria hay muchas y variadas, y no hace falta dirigir la cabeza hacia los argumentarios de verduleras y porteros, pero de repente el cabezahuequismo se ha extendido como virus covidiano, matando las neuronas de cuanto político encuentra. Coja usted un titular cualquiera y dígame si no se empieza a agobiar con tanta contravención sistemática de la ley, tanto hostigamiento a jueces y fiscales, tanta dictaduría destinada a someter al triste y cívico individuo que no deja de pagar más y más impuestos para que huidos y terroristas y delincuentes varios le sigan levantando el pulgar al perreador sanchista pese a todas las humillaciones que le profieren cada vez que abren la boca. 

No sé si España ha devenido behetría o antro sadomasoquista. Pero sí sé que solo unos poquísimos tienen ya derecho alguno en ella. Yo no tengo ninguno, solo obligaciones y la resignación a seguir escupiendo rabia por todo lo que pasa. Lo de las zorras como metáfora, y el caralsol emético con que han querido hallar la némesis perfecta, es la triste demostración, y bien fehaciente, de lo desahuciados que están ya todos. Pero ahí siguen, mientras el gallego se sigue sin enterar de qué va esto.


viernes, 2 de febrero de 2024

Insondable mundo

Cuando yo era niño, mi madre me enseñó a rezar. Aprendí el Padrenuestro, el Avemaría, el Credo, y el entrañable “Jesusito de mi vida”, que era niño como yo y a quien debía entregar mi tierno corazón. Estas fórmulas litúrgicas, y otras, han sido siempre poderosas. De hecho, son una muestra concluyente de cómo el tiempo afina las elocuencias hasta convertirlas en un dechado de perfección gramatical y semántica. Cada noche repetía las sacras oraciones, que se iban aposentando en la memoria, robándole minutos al sueño (y pobre de mí, cuántos remordimientos a la mañana siguiente si despertaba admitiendo que, por dormir, no había rezado o lo había hecho mal, es decir, a prisa y corriendo, erosionando las sílabas y juntando todas las palabras). 

Mientras todo eso sucedía, en el colegio, en los Maristas, nos enseñaban a orar. Es decir, a dar gracias a Dios, con júbilo y alegría. Mi percepción de la visión cristiana del mundo en la que estaba siendo formado era de optimismo, como si se tratase de un canto a la vida. Celebrábamos eucaristías regularmente y se ofrecía la posibilidad de tomar parte de grupos de tiempo libre y crecimiento religioso. Los maristas eran muy listos: sabían que solo “haciendo comunidad” y participando profusamente en ella era posible convolar hacia la fe. Cuando comprobé que, sin Dios, la vida seguiría siendo la misma, abandoné esa fe y me volví ateo. El único razonamiento que podía oponer con fiereza a la apostasía no provenía de la sed de justicia, ni de la bondad entre hermanos o los parabienes del amor universal: emanaba del mundo exterior, prolijo, perfecto e intrincado, tan insondable que se necesita reunir todas las posibles mentes humanas en un único sistema de conocimiento para abarcarlo siquiera de manera minúscula. Qué poderosa la tentación de pensar que, por mucho que aprendamos y avancemos en su saber, precisamos de un Creador tan infinito como el propio universo, si no más, para justificar que todo cuanto existe tiene sentido pleno. Tal vez por este motivo cuando aún oraba, cuando aún daba gracias al Hacedor, lo hacía por la constancia de mi propia pequeñez dentro del intrincado mecanismo inabarcable que es el mundo y, con él, la vida en todas sus formas. 

Reprochan los teólogos al ateísmo que se justifique la paulatina descristianización occidental en el estilo de vida hedonista, marcado por el lucro, y la arrogancia científica con que nos desenvolvemos. Hay mucho de intolerancia y de arrogancia en la cosmovisión substractiva del individuo que emana del modernismo, que achaca impunemente a su complejidad y significado el enaltecimiento de un colectivo cuyos integrantes, día a día, se sienten cada vez más solos, minusvalorados y perdidos. Yo, en particular, no soy monista, no de ese modo: simplemente soy ateo y en absoluto irreverente hacia el hecho religioso. Soy consciente de que tampoco las ciencias son capaces de responder a todas las preguntas que ejerce la mente humana, sobre todo cuando muchas de ellas escapan al objetivo de buscar respuestas con la observación y el razonamiento. Mas algo de razón tienen los teólogos al criticar de ese modo al hombre moderno: los ateos no han sabido escapar a su propio conjunto de opiniones (que no creencias), cada vez más y más superficiales e innecesarios, y con ello el ateísmo ha devenido parte del paisaje. Paisaje, sí, mas sin la imponencia y excelsitud que atesora el entorno que los ateos dicen poder explicar sin necesitar de un dios que lo haya creado.


viernes, 26 de enero de 2024

Discapacitando disminuidos

No sé por qué algunas mentes opinadoras y analíticas insisten en la actual deriva gubernamental hacia los problemas inventados o artificiales o ficticios en que se ha embarcado este Gobierno tan irrisorio y risible que tenemos. En puridad, no deberíamos hablar solo del Gobierno porque el primer partido de la oposición (y vencedor de las últimas elecciones) también se une con alborozo y satisfacción a dicho éxodo. Véase lo de la reforma constitucional para sustituir disminuido por discapacitado en nuestra Carta Magna. Dirán ustedes que no hay batalla pequeña, pero no me digan ustedes que esta aparatosidad no deja de desvelar lo poquito que tienen en sus magines nuestros representantes (¿qué les impide hacer esas modificaciones tan insustanciales de forma sin tanta parafernalia mediática?)

Usted puede trocar, si quiere, una palabra por otra, como en el arriesgado ejercicio de entender lo que hay detrás de los elles (y no me refiero a la denostada doble consonante). Y si no quiere, no lo haga: yo no lo pienso hacer, por ejemplo, que en eso sigo mi propia y mucho mejor coherencia. Pero tenga por seguro que, detrás de ello, se encuentra la convicción politiquera de que ellos disponen de un pensamiento más limpio, más igualitario, más mejor, en definitiva, que el suyo y el mío. De un tiempo a esta parte, la política del mundo entero (al menos del mundo occidental, Europa y USA) se ha convertido en una continuada declaración de acciones salvíficas y moralmente superiores, lo queramos los demás o no. Ni siquiera es sometido a refrendo: de hecho, ni se molestan en consultar nada, del modo que sea, porque ellos son los elegidos y, por tanto, ejecutantes del decisionismo de llevarnos a todos a la m*** si es tal aberración lo que les viene en gana.

Ahora que los disminuidos han sido discapacitados, ¡qué grande vida les espera a todos ellos! Al menos hasta que, en el uso del habla, las gentes vuelvan a peyorar con el nuevo distintivo. Ejemplos hay de sobra: pasó con idiota, imbécil, subnormal, retrasado… Será cruel, pero es creatividad humana. Como le dijo el otro al uno, “denos tiempo”.


viernes, 19 de enero de 2024

Dantesco Tecé (et alter)

Lo de ser un pumpidote es cosa de mucha enjundia porque, quien así se comporta, logra convertir una institución de sólito aburrida y tediosa (el Tecé) en una cueva de alibabá de apasionante devenir por tantos tesoros como esconde, todos ellos ajenos a su insigne misión. Y no solo porque rehaga de arriba abajo esa sentencia ejemplarizante que le endiñó el TeEse al rojillo de las rastas, amigo de patear maderos, no solo porque incluso le haga los deberes, los suyos y los de sus abogados, transformando la interpuesta demanda en una suerte de artilugio pseudojurídico orientado a someter al resto de los anillos de poder, que diría el otro. No. Sobre todo, porque en ese caldero hay caldo para rato, que rabos de lagartija, excrementos de murciélago, pizquitas de cianuro y gotas de exudación tras refocilamiento obtuso. En fin. Que a este paso, el Tecé va a ser capaz incluso de revertir y enmendar la plana a sí mismo, vistas sus pasadas sentencias, como aquella de la no constitucionalidad de los confinamientos que dictó el chulo que nos desgobierna (por aquello de que solo gobierna para quienes lo arropan por la noche en el palacio monclovita, y para nadie más). La pumpidoría es así: un embeleco disfrazado de cosa seria. 

Qué divertida es esta legislatura. Pareciera que llevamos años con ella y no han pasado ni unos meses. Ya puede arder la piel de toro que los legislatureños con mayoría en plaza van a seguir dándonos pan y circo. Pan, en puridad, no, porque para tamañas colosales empresas como pretenden darse a sí mismos han de esquilmarnos hasta la hogaza o la barra; pero lo del circo lo tienen bien controlado, hasta en la cartelería de los encastillados medios que los cobijan se evidencia. Y lo mucho que nos vamos a reír, oiga. De hecho, ya nos estamos riendo, tal vez de puros nervios o de desesperanza, esa de la que uno ha de despojarse al cruzar las puertas del averno, donde reina aquel por cuya causa arribaremos en la ciudad del llanto, némesis de la risa que con tanto fastidio soltamos, y en el dolor eterno, porque profunda y luenga ha de ser la recuperación de tanto como nos están despojando, y al lugar donde sufrimos los condenados, esa raza de ciudadanos y pueblos que ni participa del comunismo de boutique o del separatismo cutre. No sé bien qué poder divino, qué suprema sabiduría creó tanta cogitación dantesca, pero uno empieza a temer que antes de esto no hubo realmente nada, tal vez solo las trochas que fueron construyendo el actual camino.

Fíjense vuecencias que ya no hablamos de tezanías. A eso hemos llegado. Y aún no hemos llegado al final… 


viernes, 12 de enero de 2024

La venganza de la piñata aturdidora

Aporrear un monigote que representa a Su Sanchidad, y hacerlo en vía pública, como toda verdulería que se precie, es de mal gusto y peor criterio. La reacción de convertir en delito tal cutrez es intrínseco a cualesquier sancheces porque jipiar por todo lo que le ofende (y le ofende todo) es una de las normas que el personaje profesa (tal vez la única). Al Rey lo han ahorcado y prendido fuego tantas veces que ya parece modus operandi del paisanaje formado por quienes ahora van a ser amnistiados y tal vez muy pronto los que lo serán en el futuro (como esa tenebrosa recua de egregiados asesinos, los etarras, que son recibidos con honores en la plaza pública por tanto como mataron y tanto como destrozaron). Será que esto del odio solo tiene un sentido: el de Sancheztán, un tipo al que yo denunciaría, a él y a su corte milagrosa, por obligarme a odiarlo tanto si no fuese que me parece una memez hacerlo. 

Y mientras el ataque de nervios pulsa los botones de un Gobierno infartado desde mucho antes de haber sido constituido, las noticias falsas y una nada silente encomendación presidencial a ministeriales y partidistas para atacar, despreciar, insultar, condenar, acallar, avergonzar y amenazar a quienes intentan (intentamos) colocar las cosas en el sitio donde nos parece justo que estén, sigue levantando barreras cada vez más altas a la expresión libre, la crítica, el librepensamiento y el juicio propio. Basta escuchar a una cualquiera de las siempre enchufadas vicepresidentas, o al caradura de vicepresidente (que lo es de momento y mientras su jefe quiera), o a esos fantoches malogrados que fueron, uno alcalde vallisoletano, el otro lehendakari vasco, la otra opositora de una ayuso que siempre le daba por donde más dolía, para darnos cuenta de hasta qué punto no estamos ante un Gobierno que explique sus actos, sino de una caterva de adoradores del líder que lo seguirán siendo hasta que este último se vaya a hacer puñetas de una vez de aquí.

Y mientras todas estas lumbreras campan por sus respetos, en ocasiones a lomos de aquellos enemigos que dicen estar ahí para derribarlos, porque son así de tontuelos (¿verdad, discapacitantes minusválidos de lo político?), los demás nos hemos resignado ora maldecir nuestra bendita suerte, ora pasar de todo en plan indolencia suma, ora no estar a nada salvo al Netflix o el Instagram, que es, por cierto, lo más habitual entre la borriquería. De modo que, no solo son autócratas (en realidad, son indignos) y no solo buscan silenciar cualquier voz que les parezca impropia (con un sentido de lo impropio capaz de abarcar su más altas cotas de ambición, nepotismo y chulería): también quieren censurarnos tanto que acabemos desapareciendo del mapa (como la Cenicienta original o los Diez Negritos de la canción).

Y no va a pasar.


viernes, 5 de enero de 2024

2024

Hace un siglo corrían los felices años 20. El mundo se acababa de despertar de la arroz pesadilla de la Gran Guerra y la Gran Gripe, la española, así de mal nombrada. Los padres acostumbraban a sobrevivir a varios de sus retoños. Aún no despachaban antibióticos en las boticas y hospitales. La sociedad de consumo no existía porque, ante la gran crisis de aquella posguerra que había cambiado los mapas políticos que se enseñaban en las escuelas, nadie había urdido el plan de conseguir que todo el mundo, en lugar de ahorrar, se dedicase a gastar todo el dinero que ganara. Había millonarios, y banqueros atroces, e industriales todopoderosos. Pero vivían a lo suyo, desconociendo de qué materia ocre estaban construidos los caminos. Morirían igualmente en el Titanic, aferrados a sus copas de afrancesado cognac, pero morirían diferentes. No influían en el devenir de las gentes, acaso proporcionando un trabajo, y nadie, salvo los más exaltados y extremistas, pretendía regir la vida de los demás ordenando, con tono paternalista y arrogante, cómo se debía actuar. Uno de aquellos exaltados era un pobre diablo, artista menor y trabajador mediocre, que había estado consumiendo los panfletos antisemíticos que inundaban las calles de Viena o Múnich. Aquel tipejo que tuvo la suerte de frente en casi toda su existencia, se haría millonario con las ventas de su primera y horrorosa obra, unas memorias escritas por sí mismo, tergiversadoras y zafias, que en aluvión comprarían más tarde los ciudadanos que llegaron a creerle un líder mesiánico. Y fueron millones.

Hace un siglo, en el sur, en la Argentina de mucho antes del populismo peronista y del egoísmo social que lo sustentó, Buenos Aires disputaba el liderazgo entre todas las magnas urbes del mundo sin sospechar que se encaminaba a su destrucción. Y aquí, en España, ese país inculto y atrasado que décadas antes había luchado contra el liberalismo y la cultura por provenir de Francia, alumbrando héroes de bajísimo relumbrón y políticos sin lumbre con que cobijar a su pueblo, se debatía entre una monarquía decrépita y un sistema político anticuado y ruin. De aquella ruindad continuada sobrevendría un estigma que, un siglo más tarde, aún ponzoñaría las mentes del pueblo. Pero por entonces, con el tardío desarrollo de las carreteras, el ferrocarril y la administración territorial de las diputaciones provinciales, que el tiempo volvería a convertir en taifas regionales, las gentes salían adelante como mejor podían. En algunos lugares seguía larvado en las almas de algunos el sentimiento xenófobo que todo nacionalismo regionalista lleva consigo. El embrutecimiento de los pueblos, repletos de egoísmos y mezquindad, haría el resto. 

Hace un siglo,  más o menos, cuando aún mis padres no habían nacido, el siglo de las luces dio a su fin, y de tamaña oscuridad seguimos aquejados, porque el breve destello de luz de una transición modélica fue prontamente mitigado por la pertinaz maledicencia de los que nada más que odio llevan dentro.