viernes, 29 de abril de 2011

De boda

Atendiendo lo que dicen las portadas, hay boda, y es real: en ambos sentidos, porque el desposorio es una realidad y porque está afectado de realeza, en este caso británica, cuyo pueblo hoy lo festeja por todo lo alto (y tanto: hoy no se trabaja en Gran Bretaña).

Esto de que se case un príncipe, es decir, un hombre que puede llegar a reinar, es asunto que enciende el ánimo de la gente, como el fútbol o las motos, pero de otra manera: a la realeza no se llega sino naciendo (muy) afortunado o casándose con alguien que ya nació con tal fortuna. Y ahí está el meollo. La fascinación por la boda de hoy no refleja sino la solidez ritual de esta arcaica e inútil estructura medieval que se empeña (y lo consigue) en perdurar. Los reyes, despojados de toda potestad, relegados a ser meramente protocolarios y representativos, deben de hacer brillar sus halos de resplandeciente innecesidad, no sea que en alguna vuelta de tuerca al populacho le dé por recordar cómo era eso de tomar la Bastilla, y para qué. 

Sin embargo no creo que lo de erradicar este mayúsculo absurdo que es la monarquía sea algo urgente que necesite de nuestra atención ahora mismo: a mí, por ejemplo, sí me convence la inteligente diplomacia negociadora de nuestro rey, pero no me convencen las ocurrencias del resto de su familia, por lo que mucho temo que lo siguiente tendrá mucho que demostrar que no es amplia y profundamente prescindible. Pero como es cosa venidera, mi inquietud puede esperar un rato largo. Además, quienes pensamos de esta guisa quizá lo hagamos en franca minoría. No lo sé, puede ser. Y no es menos cierto que hay otras cosas mucho más preocupantes en este momento, comenzando por la política y acabando por los políticos, que en esto sí que hay mucho tomate y unas ganas locas de liarse la manta a la cabeza a consecuencia de tanta ineptitud y tanta mandanga que hemos de soportar un día sí y otro también. 

Y oiga, lector, habiendo tantos frentes, no podemos batallar en todos. De manera que lo mejor será desear toda la felicidad del mundo a esa pareja que hoy contrae matrimonio, lo mismo que si no fuesen príncipes, guardar lo de la inutilidad ornamental en que se basa su estatus para otro momento, y seguir dando leña donde la cosa está que trina, que a mí aún no se me ha pasado el disgusto de que me bajen la pensión, o de ver la injusticia con que algunos han querido enterrar a una atleta de mi tierra que, además de ganadora, era inocente de todo pecado.