viernes, 27 de noviembre de 2009

La vieja nueva edición

Investigando en los anaqueles y pasillos (todos virtuales) que conforman la inmensidad de nuestra Gran Biblioteca de Babel, buscando con empeño en pos de alcanzar las páginas amarilleadas del Diario Vasco que ya no se adquiere en quiosco alguno, he encontrado contenidos en ellos que me han parecido deliciosamente sublimes.
Grande, muy grande periodismo, del que permanece bien escrito y bien argumentado. Interés tanto en titulares, cuya composición ahora nos parece extraña, como extraña parece la información provista a gusto del lector de entonces. De muchas épocas distintas, unas atribuladas, otras promotoras de cambio, otras defensoras de valores intrínsecos. He leído en esas ediciones a muchos de los más grandes escritores y opinadores en lengua castellana, e intuyo que también en este euskera recientemente unificado del que aún no soy capaz de leer apenas nada, y por tal razón solamente puedo pronunciarme de manera indirecta, por lo que otros han dejado dicho.
Saben ustedes, caros lectores míos, que yo vasco, no soy. Me vine aquí en un momento en que muchos habían marchado, y así tuve ocasión de decírselo al entonces lehendakari de los vascos. Luego, los devenires humanos me alejaron del mar por donde los vascos se hacían al mundo, pero no de la tierra. Y así se lo vengo demostrando a ustedes cada semana, opinando con libertad, de manera filantrópica y con mucho interés por hacerlo. Opinar es poner orden en los propios cajones.
No solamente me lo han permitido. De alguna manera tácita, me lo han venido pidiendo desde el ocho de marzo de un año ya atrasado en la memoria. Y hoy, viernes, el lugar del convite semanal cambia, evoluciona, se moderniza. Pero bien sé que la esencia, el sentir común de las personas que trabajan en DV, permanece. Evolucionamos nosotros, obsolescentes y fugaces estelas de vida, para contemplar mejor a la Gipuzkoa que permanece. Me gustaría conocer la opinión de esta tierra, de sus praderas, montes y picos, de sus ríos y su mar, de cuanto puebla de vida aquello que nosotros muchas veces matamos. Pero no puede ser.
Empero, lo que sí puede ser es poder dejar estas opiniones para cuando ya no estemos aquí y alguien, desde el futuro desconocido, vuelva sus ojos hacia nuestro tiempo, y opine, también, allá en su época, sobre nuestros hombros ya escombrados. Y, por su supuesto, dejar mi más sincera enhorabuena al director de DV y a todo su equipo de eficientes y espléndidos profesionales.

jueves, 19 de noviembre de 2009

Juicios populares

Me pide una lectora, de las más asiduas, que hable esta semana del clamor popular que recorre las calles de Irún por el resultado del juicio a Diego Yllanes. Aunque no puedo compartir ese clamor, estoy muy próximo al sentir de las gentes que, estos días, se indigna con las conclusiones del juicio. El suceso espeluzna, por supuesto. Relatado en innumerables ocasiones desde julio de 2008, causa pavor el conocimiento de los hechos que condujeron al homicida a matar a Nagore Laffage y, posteriormente, a desprenderse de su cadáver queriendo, de ese modo, ocultar no solamente el espantoso crimen, sino también la culpa que le atenazaba la consciencia.
Por una parte, se ha hecho justicia, pues la justicia ha actuado, guste o no guste el veredicto final. Y, guste o no guste, las conclusiones del jurado popular se han adoptado de acuerdo a lo establecido en este sistema. El culpable confeso ha dispuesto de un juicio con todas las garantías procesales y, a la vista del resultado, le ha sido favorable si atendemos a las expectativas de pena que se levantaron en su momento. Si se ha incurrido en errores conducentes a una resolución insatisfactoria, habrá que pedir explicaciones a quienes lo hayan cometido e intentar subsanarlos la próxima vez. Pero de momento, deberíamos predisponernos a la conformidad que supone reconocer que el sistema funciona. Y solamente a eso, pues ya nadie podrá devolver la vida a Nagore, ni reparar la pérdida que han sufrido su familia y sus amigos.
Me pregunto si la justicia puede actuar de otro modo frente a hechos que, como poco, son una monstruosidad. Vivimos tan ensordecidos por la brutalidad humana, puntual o permanente, que uno ya no sabe de qué manera enfrentarse a hechos tan repugnantes. Hay que disponer de unas entrañas férreas, casi titánicas, para asimilar que compartimos las aceras con personas como Yllanes, capaces de segar la vida de una joven por capricho, al margen del resto de sus actuaciones aquella noche. Tipejos como él son la amenaza constante de una gran parte de la población humana, la femenina, sin contar las aberrantes conductas de quienes, sin agredir o matar, sumergen a la mujer en un hondo pozo de lástima y dolor, convirtiendo la vida en poco menos que una miseria.
A Nagore ya nadie podrá devolverle la vida. La justicia ha obrado, e Yllanes pagará la pena que le corresponde. Pero siempre tendrá de mí el desprecio más firme, y la repugnancia más nauseabunda por su crimen.

jueves, 5 de noviembre de 2009

Mueren las voces egregias

Van muriendo, implacablemente, irremediablemente, tardíamente al menos, las voces egregias que una vez levantaron el más reciente espíritu humano por encima de cualquier conocida meseta. Claude Lévi-Strauss. Francisco Ayala, también. Ambos nada comunes, ni siquiera de verse exiliados, una vez, de sus respectivos infiernos. El uno, por judío. El otro, por republicano. Pero la Historia a veces se complace en devolver la cordura a tiempos que una vez devinieron enloquecedores.
Me pregunto cuáles serán, y cuáles vienen siendo, esas grandes voces egregias del presente, destinadas a prevalecer sobre el silencio del descanso eterno. Las voces vivas que hoy, alzadas sobre hombros de gigantes, siguen hablando, y que, como uvas desgranadas del racimo, irán cayendo lentamente con el devenir de los tiempos. Qué dirán otros de su paso por la tierra. Cómo las recordaremos. Si habrán contribuido más de lo que imaginan… Algunas de ellas, con su importante y decisiva influencia en la cultura, aguardan su definitivo ascenso al templo de los dioses. Pero la inmensa mayoría, que permanecen ocultas y grises bajo el infierno multicolor de lo famoso, obtendrán su eternidad de manera inadvertida, salvo para unos cuantos, y tácitamente marcharán como han vivido: sin romper la monocromía gris del ruido tecnicolor, ni la opacidad ocultadora del pensamiento masivo.
Quizá, usted, lector, no haya leído al judío egregio, ni tampoco al magistral republicano. No se avergüence por ello. Yo les he leído más bien poco, pero ya me aguardan los Tristes Trópicos y las Muertes de Perro encima de la mesita. Impresos, desde mi ordenador, en papel ciertamente ecológico (yo sólo descargo, consecuentemente, conocimiento: y le sugiero que comience a hacer lo mismo). Es triste, y en parte lamentable, que deba enterarme por los periódicos de los libros que debo leer sin demora. Como si la infinita eviternidad de su maestría debiera someterse ahora al dictado de la actualidad candente.
Además, no importa. Gusta, y mucho, disponer de cualquier excusa para volver la vista atrás, a esos tiempos recientes o pretéritos en que las voces egregias, como la del genial Levi-Strauss o el extraordinario Ayala, como la de tantos otros antes que ellos dos, hablaban palabras capaces de hacer avanzar al mundo. Por eso digo, citando azarosamente a uno cualquier de ellos, aquello de: “Odio los viajes y los exploradores. Y he aquí que me dispongo a relatar mis expediciones”.