viernes, 19 de marzo de 2010

Multinacionalidad

Llevo toda la semana desplazado a las hermosas tierras que el Cinca riega con rumoroso cariño. En este rincón oscense, vecino de las silenciosas planicies ilerdenses, nos hemos reunido unas cuantas almas provenientes de los más variados puntos del planeta. Nuestro objetivo ha sido impulsar la sostenibilidad de un buen número de utensilios, de esos que a diario empleamos en nuestras vidas. A este empeño le hemos dedicado tiempo e ilusión, pues en la intención de mejorar nuestras vidas se encuentra un gozo y una maravilla difíciles de explicar con palabras.
Este tipo de reuniones se suceden todos los días, en todas las ciudades. Y más que deberían sucederse. Tanto como nos gusta viajar a otros países y lugares, y conocer las costumbres de los hombres, y tan poco como nos entremezclamos eficazmente con los pensamientos que son distintos. El pasaporte muestra nuestra nacionalidad, de la que algunas veces nos enorgullecemos (o no, depende). Pero el pasaporte, en realidad, debería representar todas las nacionalidades que hemos sido capaces de asumir, todas las costumbres que hemos aprendido, todas las tradiciones que nos han sorprendido a lo largo de la vida. El ser humano, en libertad, debería abrazar la multinacionalidad, y habitar las tierras adonde llevan los caminos, asimilando tanto las circunstancias de cada lugar como las perspectivas que en ellos se aglutinan. El ser humano, al viajar (que no al hacer turismo) pacífica y positivamente, aporta profundidad y diversidad, por poca que sea, y en este intercambio se produce una enormidad de grandeza e historia.
Así es como lo veo yo. No se necesita conocer todas las planicies, ni todas las montañas, ni todos los ríos, ni todas las ciudades, aunque sea deseable. Basta con reunirse en una mesa de trabajo a orillas del Cinca, y escuchar y aprender, y hablar y enseñar, y dejarse influir por cuanto se dice en otros idiomas y con otras voces. Al final, lo importante, lo valioso, es encontrar que no se han reunido muchas diversidades (bajo esa palabra sólo perviven rasgos, matices, curiosidades, detalles, cosas que se pueden asimilar y entender). Lo relevante es que las voces que han trabajado y pensado unidas, provengan de donde provengan, buscan confluir en un único rasgo, un único matiz. Y éste no es otro que ese mismo futuro, esa misma existencia, esa única razón de ser que nos une, que debería unirnos, a todos los seres que habitamos este planeta tan rico y diverso.

Ni-Ni

Como no veo la televisión, he tardado un poco en saber qué es un Ni-Ni. Ayer leía una noticia en la versión digital de DV sobre la polémica que ha suscitado uno de esos programas que se emiten por cualquier cadena, donde (literalmente) unos chavales simularon para la pequeña pantalla una agresión sexual. Avanzando un poco más en la información escrita se habla de otro programa de televisión donde un individuo (supuestamente famoso) busca pareja, y a quien se critica desde el Instituto de la Mujer por representar a las mujeres como mera mercancía sexual a disposición del varón.
Luego quieren (algunos) que yo vea la tele.
Este tipo de polémicas me parecen baladíes en comparación con la cuestión de fondo: estamos perdiendo el norte. La televisión es el instrumento perfecto para materializar el sueño de los mediocres: que todos seamos vulgar y anodinamente libres, tal y como propugnan (en su versión superficial) el relativismo moderno, para el que todo lo que se cuece es igualmente válido, y este hedonismo a ultranza que ha barrido de un plumazo la vindicación del esfuerzo y la búsqueda de la perfección en nuestro acontecer humano. Ya hace tiempo que vivimos la gran derrota de la inteligencia.
Una sociedad que trabaja sólo para el individualismo, que entrega a sus ciudadanos todos los recursos imaginables para abolir el librepensamiento y ensalzar la molicie, no puede ser una sociedad armoniosa. Por eso nos hemos convertido en tecnológicamente avanzados, e intelectualmente inútiles. El desprecio por la filosofía, la historia, la obcecación en el presente y la total desconfianza hacia el esfuerzo y la generosidad, han labrado el campo donde se prodiga el ocio, después el ocio, y más tarde el ocio. Trabajamos duro (quién puede decir lo contrario) para tragarnos cualquier idiotez que pongan en la tele, salir de marcha todos los fines de semana (sin faltar uno), comprar libros para llenar estantes, e ir olvidando quiénes fueron Shakespeare, Kavafis o Hegel.
Así nos va. Tantos canales de televisión, tanta memez encubierta de falsa libertad, tanto egoísmo y tanto ensalzamiento del individuo, y nos alarmamos porque unos idiotas que alguien convirtió en famosos, agreden sexualmente a una joven frente a las cámaras, por aquello de provocar al público. No son tan idiotas. Saben lo que el público quiere, me temo. Y así, unos y otros, idiotas y público, se van convirtiendo en lo mismo: Ni cultivados, Ni (mucho menos) razonables.

viernes, 12 de marzo de 2010

Carta de una lectora a su padre

Apreciado padre: 
Hace mucho que no eres mi papá. Eres mi padre. Un padre engendra. Un papá juega con su hijo, lo lleva de paseo, le ayuda a hacerse adulto. Un papá educa, no se limita a pagar el colegio. Un papá no maltrata ni insulta, defiende a sus hijos, les quiere. Te llamo padre porque nunca fuiste mi papá. Destruiste mis sueños. Me esclavizaste. Me odiaste desde que nací.
Un día, de niña, discutiendo con mi hermano, te despertamos de la siesta. Enfurecido, me gritaste e insultaste. Presa de miedo ante ti, corrí a esconderme bajo la cama. Me seguiste con un palo azul. Me sacaste de debajo de la cama y… No sigo. Prefiero no recordarlo.
Otro día me hice un esguince en el tobillo. Iba con muletas y con el pie escayolado. Me obligaste a trabajar ese fin de semana. No pude oponerme. Sabías que los médicos me aconsejaron reposo absoluto. Pero me obligaste a trabajar. Atendí a los clientes con muletas. Ellos preguntaban qué hacía allí cuando debería estar en cama. A uno de ellos tuve que cogerle el bajo del pantalón. Tú estabas libre, pero no me ayudaste. Dejé las muletas, me tiré en el suelo, cogí el bajo… y me levanté del suelo. Ni siquiera me recogiste la muleta. Eso no lo hace un papá.
Luego fue peor. Cada día era un infierno constante. Lo más agradable era oírte llamarme inútil o gilipollas o puta. Como aquel día, siendo yo universitaria, cuando llevaba un collarín a causa de una terrible contractura. Era domingo. No soportabas que hiciese reposo. Lo peor no fueron tus palabras. Lo peor fue sentir tu mirada mientras apretabas mi cuello con las manos, cuando me tiraste al suelo y quisiste romperme el esternón con la rodilla. Dijiste: “a que te mato”. Yo te supliqué que lo hicieras. Sólo entonces dejaste de apretar. Pero no de gritarme. Hubo más veces como ésa. Pero siempre es más impactante la primera vez.

Soy consciente de que lo tuyo es patológico. Que no lo puedes controlar. Que debiste haber ido a un psiquiatra el primer día. Por eso te perdono todo el daño que me hiciste, pero nada más. Yo sí me he perdonado por no haber sabido luchar contra esto, por no haber sabido enfrentarme a un problema tan grave, por haberme encerrado en mí misma. También he perdonado a quienes pedí ayuda y no me la dieron. Y a la sociedad por no poner fin a esta lacra.  
Ya no pienso en morir, ni en acabar con mi vida. Sólo pienso en disfrutarla de un modo que ni tú, ni ningún maltratador, seréis capaces de disfrutar jamás.

viernes, 5 de marzo de 2010

Soy chileno

La única vez que he sentido un temblor de tierra fue en Santiago de Chile, hace casi un año. Recuerdo que escribía estas Philosophiae Naturalis desde aquel país, maravillado por la bondad de sus gentes y lo prodigioso de su naturaleza. Cuando comenté si aquel temblor vibrante de los muebles y las cosas era un terremoto, se sonrieron: “aquello fue un temblor, los terremotos son otra cosa”. Yo, sismólogo de salón, asocio un concepto y otro con la misma cosa. Ellos no, ellos saben muy bien de lo que hablan.
Escribí a mis amigos chilenos, apresuradamente, al comienzo de la semana. Tantos muertos, tantos heridos, tantos destrozos... Necesitaba saber si estaban bien: ellos, sus familias, sus amigos. Poco a poco van llegando los mensajes. “No tengo conexión a internet en casa, ni  teléfono fijo, en el laburo la conexión va y viene, escribo casi telegráficamente. Esto es la nada.”. Recibo noticias de Chillán, justo al lado del epicentro. Allí, en la Universidad de Bío-Bío, estuve dando una conferencia y me trataron estupendamente (qué alumnos tan interesados, qué profesores tan amables y correctos). “Esta región ha sido la más afectada. Tengo amigos muy cercanos desaparecidos en el tsunami de la localidad de Dichato. ¿Recuerdas la comuna donde vivía Tania? Fue la zona del epicentro, todo el borde costero ha desaparecido porque las olas sucesivas posteriores al sismo avanzaron más de un kilómetro”. Casi no recuerdo a Tania, una funcionaria a quien habían enviado a ayudar a las familias agricultoras de la zona. No se sabe (aún) nada de ella. No me imagino cómo ha quedado la zona. Completamente devastada. No logro visualizar lo que eso significa… “Lo más terrible se encuentra en Maule y Concepción, están totalmente destruidas, hay poblados enteros sepultados por el agua, todo totalmente en ruinas, hay mucha gente desaparecida, hospitales destruidos, no hay agua ni alimentos, murieron familias enteras y muchas personas perdieron sus casas y cuanto tenían, la gente que se salvó vive a la intemperie en los cerros, los caminos están cortados y eso dificulta llevarles ayuda. Es muy triste todo, Javier, es como un quiebre, no sólo de la tierra, sino también del alma”.
Se levantará Chile, como tantas otras veces, para reconstruir la matria tajeada. Chillán ya fue refundada en cinco ocasiones, y no ha caído. Creo, estoy convencido, porque me consuela pensarlo, que en esos lugares devastados volverá a crecer el espíritu picunche.