viernes, 30 de diciembre de 2016

Mañana es 31

Lo sé. Lo sé. Hoy (y mañana) todos hablamos del año que termina y del que está a punto de comenzar. Qué poca originalidad la mía al decidir escribir esta columna tomando tan convencional suceso como asunto con el que entretenerles a ustedes en 2.450 caracteres, arriba abajo. Uno de los motivos de tamaña ausencia de imaginación estriba en la machacona insistencia con que el año quiere despedirse siempre cada 31 de diciembre. ¿Acaso no sería absurdo hablar de ello en junio, por ejemplo? Fíjense en derredor: no solo los diarios, también las emisiones radiofónicas y los programas de la tele se vuelcan en congregar en sus respectivos espacios todo tipo de palabrería huera, casi siempre en forma de resúmenes obligados de lo acontecido y de claves imprescindibles para comprender el porvenir. Hay que resignarse a ello, créanme que yo lo hago.
Admito que hay testarudeces capaces de sacarnos de quicio a todos. Y así como resulta grato que pase la Nochebuena para que concluyan los debates sobre el espíritu navideño, lo es aún más que pase el martilleo inmisericorde de la Nochevieja, con su ristra de enmiendas y buenos propósitos (cuelgan de año en año hasta formar una cadena imposible de manejar) y las transidas añoranzas del pasado, que no es sino el tiempo en que fuimos más jóvenes, razón última por la que nos apetece tanto recordarlo. En definitiva, que en estas fechas decimos siempre las mismas cosas y así va a continuar sucediendo.
Hay, no obstante, un aspecto que se reitera y que vale la pena que lo haga, por convencional que parezca. Me refiero al recuerdo de quienes nos han abandonado, forma eufemística de referirnos a quienes han muerto. Porque si la Nochebuena tiene su razón en la reunión de las familias, la Nochevieja lo encuentra en advertir que hay sillas desocupadas. Es suficiente motivo para que mañana sea 31 de diciembre, con independencia de carreras urbanas, cotillones, viajes caribeños y trasiegos de esquíes sobre nieve blanca: porque nosotros sí añadimos uno al conteo de la vida y, con ello, aumentamos las arrugas del rostro y las experiencias del capazo.
Pongan ustedes el resto en sus reflexiones, si tienen el gusto de hacerlas, o no pongan nada, si creen que forma parte del convencionalismo contra el que despotrican con razón o sin ella. Pero de uno u otro modo, la próxima vez que me dirija a ustedes será un año distinto, y aunque parezca que nada ha cambiado, en realidad lo cambia todo. 
Feliz Año.

jueves, 22 de diciembre de 2016

Tiempo de adviento

Adventus Redemptoris. Ya apenas significan nada estas palabras en latín. Lo del Adviento todo lo más recuerda a calendarios con cajitas donde se esconden chuches y regalos. Y convencido estoy, salvo que usted sea de pujante catolicismo dogmático, que la venida del redentor y otras amenidades religiosas le quedan a usted muy lejos, cuando no en las figuritas del Belén. Por cierto, ¿hay alguien que aún coloque la corona y las cuatro velas?
La historia cuenta que, en tiempos protocristianos, el Adviento obligaba al creyente a tres semanas de prácticas penitenciales, posteriormente convertidas en una suerte de cuaresma, la de San Martín. Gregorio Magno, el Papa que construyó el purgatorio y también el célebre canto homónimo, finalmente dejó en cuatro las semanas de espera (aunque en el rito ambrosiano siguen siendo seis). De ese punto llegamos al actual, en el que ha desaparecido todo rastro de escatología (la modernidad no cree en realidades últimas) y el Adviento parece entresacado de una tienda de antigüedades.
No seré yo quien predique ejemplaridad cristiana para este ínterin que ha precedido a la Navidad. Saben que no vivo con tales conceptos, aunque me parezcan sumamente interesantes. Pienso que, como en tantas otras cuestiones, la destitución de lo espiritual no tendría que haber franqueado el paso a un dispendio irracional de sinsentidos. Tantas luces y tantos anuncios y tanto mercantilismo… ¿cómo van a ser minoría quienes se pregunten, año tras año, la razón de tamaña banalidad? Y no me refiero al amigo o familiar que, pertinaz e incansable al desasosiego, con los primeros villancicos espeta lo de “Navidad tendría que ser todo el año”. Pero si hasta los cristianos de pro viven heréticamente estas fiestas…
A mí me apena mucho que pase la Navidad. No puedo evitarlo. Se trata de los pocos momentos que me devuelven a la niñez y al calor de una familia que, lentamente, ha ido abandonándome. Por eso en mi Adviento algo ha ido creciendo dentro hasta convertirse en una absorción inquietante, en remembranzas de tradiciones pretéritas y espiritualidades apostatadas que, por algún motivo, a ratos me parecen lo único correcto.
Las hojas ya están caídas. Hay nieve en los escaparates que no miro. Algo se anuncia. No sé bien qué es. Tal vez cosas de niños. Yo lo he olvidado. Allá suena un trineo con renos. Mi memoria se aleja hasta una familia cantando alrededor del lar en casa de mi abuela... Feliz Nochebuena. Feliz Navidad.

viernes, 16 de diciembre de 2016

Una niña en el telediario

Se llama Nadia. Probablemente ustedes ya lo sabían, pero yo no. Esta mañana lo comentaba con un colega, periodista sin periódico, tomando café. “Se trata de un culebrón televisivo de esos que enganchan al personal por la sencillez de su planteamiento y el tono trágico de su desarrollo”, me dijo. “Pero, qué ha pasado”, le pregunto, porque su respuesta me deja igual que estaba, es decir, ignorante. “No quieras saberlo, es territorio casposo”, sentencia. Fue ahí cuando decidí empezar a leer algo al respecto.
Y sí, todo muy casposo, hortera, muy cutre. Una niña con una enfermedad de esas extrañísimas (las enfermedades raras son las únicas que aparecen en los telediarios, como las epidemias). Un padre empeñado en hacer “crowdfunding” para encontrar una cura bajo alguna piedra de algún hospital de vaya usted a saber qué lugar del mundo. Pesquisas que delatan la estafa: ese hombre incluso ha declarado que mantuvo a su hija bajo racimos de bombas en alguna cueva de Afganistán (buen lugar para encontrar curanderos, desde luego). Y a partir de ahí, la vergüenza. Las televisiones, que primero hicieron buen negocio con ello, han acabado enarbolando el dedo acusador y dejándolo bien extendido, pues esto de empezar la guerra en un bando y acabar en el otro no parece oprobio para nadie, menos aún para los medios. En fin, una pena.
Por medio han resonado nombres propios de gravedad pesante como son la Nasa, los premios Nobel, Houston y unos cuantos más, tantos que, de leerlos, producen mucha risa, pues en esto se involucraron todos los que pudieron: cantantes, periodistas, famosos y también todo el personal: ahí hubo mucho, mucho Facebook y mucho Twitter y mucha carnaza: ¿cómo puede uno ser tan cruel de no mostrar sensibilidad ante la muerte de una pobre niña que padece una terrible enfermedad de nombre impronunciable? “Tira de cartera. Haz la buena obra del día”. Bendito mundo correcto y pamplinero, envuelto en simplezas y bobadas ensangrentadas: qué bien os engañan todos.
Yo peco de no enterarme de las cosas (me gusta esta ignorancia, cada vez más), pero si usted se vio tentado a rascarse el bolsillo, o directamente se lo rascó, debería plantearse dejar de ver la teletonta no vaya a olvidarse de esto que ha pasado y vuelva a caer con el próximo clamor de los medios. El problema no es ayudar (merece alabanza), el problema es haber perdido la capacidad crítica. Hágaselo mirar, ¿quiere? Y espero que Nadia sea feliz por mucho tiempo. 

viernes, 9 de diciembre de 2016

Las dos efes

Una viñeta me anuncia el peliagudo tema que quiero abordar hoy porque, como ustedes saben, a mí las vicisitudes del balompié me la traen al pairo, que se dice vulgarmente, y no sería la primera ni la decimonovena vez que recibo vituperios por mis opiniones vertidas acerca del deporte rey. Por eso, lejos de aproximarme a los campos de juego, voy a acercarme a lo que pasa fuera de ellos, más concretamente de las conexiones (vergonzantes) entre el fútbol y el fisco.
Miren. Las gentes hacen piña ante los juzgados para lanzar execraciones e insultos a los políticos que entienden que la cosa pública se encuentra a su servicio: “son todos unos ladrones” es la frase más concurrente del griterío patrio apostado ante las puertas de los tribunales. Sin embargo, cuando se trata de los fraudes fiscales de los astros del fútbol, la reconvención del aficionado desaparece y es transformada en aplauso y exhortación. Diríase que estos que dan patadas a millón de euros el balón, no obran como aquellos, estos no roban, solo son víctimas propiciatorias de un sistema fiscal que, como nos sangra a todos por los costados, ellos, ay míseros, ay, infelices, ellos que pueden, hacen cuanto está en sus manos (y en la de sus clubes y representantes) por subvertir tan inicuo sistema y, cuando son atrapados con las manos en la guita (y mucho es el parné que manejan, cualquiera diría que excesivo), el calificativo que merecen no es el de ladrones, sino el de damnificado.
Tócate los… que diría el otro. Tanto deporte rey, tanto espectáculo, tanta pamplina y tanto acudir a los hospitales infantiles a mostrar conmiseración por los niños enfermos, y luego resulta que fuera del campo de juego son mercachifles sin más objetivo que ocultar su hallazgo de la piedra filosofal, esto es, la capacidad de convertir el bruto en neto. Delito de lo más ominoso, por cierto, y seguramente no solo suyo, propio también de quienes, de golpe y porrazo, dejan de preocuparse por el presente y el futuro.
En fin. Héteme aquí en medio de un acueducto y con ataque de cuernos, que diría el cuñado del otro ya mencionado. Ahora díganme que exagero, como siempre, que casi todos son honrados y pagan sus impuestos, cosa que a buen seguro es cierta, pero aplíquese aquello del ciego y Lazarillo y las uvas, y así como entre los políticos nadie denuncia al colega de partido, que siempre han de venir de fuera quienes los sonrojen, también en los campos de fútbol todos callan. O aplauden.

sábado, 3 de diciembre de 2016

Viajar a La Habana

Se preguntarán qué pinto yo hablando de Fidel Castro: mito de tantos revolucionarios, azote de dictadores caribeños e imperialistas yanquis, héroe del pueblo, conciencia universal de la izquierda, discursista impenitente y comandante. ¿Acaso no aseveré hace pocos días que gusto de procrastinar las noticias de palpitante actualidad en aras de una reflexión más distante y serena? Y bien hallada encuentro la pregunta, porque tengo una sola respuesta que darles.

Hace ya unos cuantos años, pues el tiempo va pasando, tuve ocasión de conocer personalmente, y de compartir mesa y mantel, con uno de los principales arquitectos municipales que alguna vez trabajó en La Habana. Había sido invitado a exponer en un congreso de arquitectura en Alicante. Se trataba de un hombre admirable: entre otros méritos, había diseñado la iluminación de la biconvexa Habana Vieja y atesoraba una ingente calidad humana y cultural. Resultaba muy fácil encariñarse de él. Su ancianidad, plena de frescor y lucidez, y los rasgos inequívocamente cubanos de su dicción y las arrugas de su rostro, le dotaban de una capacidad de entrañamiento inmensa.

En los postres, el viejo arquitecto lloró. Cuando la revolución castrista (había pasado el tiempo) él se posicionó a favor de Fidel y su hermano, mellizo, contra Fidel. El hermano tuvo que huir: se vino a España. Y el venerable arquitecto suspiraba, cuarenta años después, una vez atemperadas las pasiones revolucionarias, por el hermano perdido en el fragor de las diferencias políticas. Además de exponer en aquel congreso en Alicante, se había dedicado a buscar a su hermano de manera infatigable, y le encontró. El día antes se había fundido en un abrazo eterno con él en la salida de pasajeros del aeropuerto de Barajas. Y allí mismo, como primera palabra que le dijese al hermano exiliado tras varias décadas de silencio, prometió que las diferencias políticas jamás volverían a separarle de él.

El arquitecto habló también durante la sobremesa, pero con liviana criticidad, de la miseria en Cuba, del ansia de libertad de muchos cubanos, de todo aquello que, evidentemente, hubiera molestado a su idolatrado Fidel. Yo, que apenas pronuncié palabra, no dejé de pensar que la subjetividad hace caer silencios espesos en la percepción de las gentes. Allí mismo, mientras el arquitecto hablaba, me prometí que no visitaría Cuba mientras Fidel siguiese al frente. Mañana mismo pienso comprar un billete de avión para La Habana…

sábado, 26 de noviembre de 2016

Campos de muerte

Esta semana les escribo desde Cracovia, en Polonia. Como es habitual, me han traído hasta aquí unas jornadas del sector para el que trabajo. Llevaba mucho tiempo deseando visitar esta ciudad, aunque no precisamente por su belleza arquitectónica, repleta de una historia largo tiempo atrás olvidada por sus habitantes. Mi deseo proviene de un tenebroso lugar que voy a visitar: Auschwitz. Fíjense que les escribo antes de recorrer tan infausto campo de exterminio y no después. Tengo una subjetiva y muy emocional razón para ello: estoy convencido de que no querré decir nada al respecto durante mucho tiempo. Si horas antes siento este opresivo dolor, qué no sentiré una vez que la experiencia me haya impactado. Es posible que no haya muchos lugares tan opresivos en el mundo como la colección de edificios y alambradas que integran el luctuoso campo de exterminio (seguramente sea imposible asumir con objetividad las muchas otras atrocidades y monstruosidades nazis).

En Wikipedia una fotografía muestra a una abuela y sus tres nietos, de muy corta edad, caminando dóciles (los niños, seguramente, inconscientes de su destino) hacia la cámara de gas de Auschwitz. Es una foto. No es posible ver el temblor de su piel, el miedo, el frío, el padecimiento y la incredulidad acerca del destino, 70 años después yo realizaré el mismo recorrido, pero sin gas zyklon al final del mismo. No espero hallar respuestas: solo sensaciones. Cómo aquella abuela y aquellos niños soportaron tan inhumanos minutos, es una pregunta que jamás podré contestarme. Por ese motivo acudo a Auschwitz, quiero sentir: sentir siquiera un miserable 0,001% de lo que ellos sintieron.

Campos de muerte siempre ha habido porque la historia de la humanidad es sangrienta y odiosa en muchos aspectos. Aún los hay en ciertas partes del mundo. Pero, y es solo mi opinión, ninguno de ellos produce el pavor y el sobrecogimiento de lo perpetrado por los nazis en Europa. En nuestra evolucionada Europa nos congratulamos de haber eliminado la lacra de la guerra de nuestras ciudades y países, pero asistimos con ausencia anímica al fervor y exaltación, en plena calle y en los parlamentos, de pasiones profundas y radicales de impredecible evolución. Si pienso en ello, encuentro mucha más reflexión en la desgarradora foto que les digo que en las miles de palabras de quienes opinamos, con alguna ligereza a veces, acerca de hacia dónde nos encaminamos.

domingo, 20 de noviembre de 2016

Populismo a la argentina

Estoy en Buenos Aires por un congreso. Anoche fui invitado a un asador típico y, durante el trayecto, mi colega bonaerense, que maneja su vehículo con suavidad, me habla de lo sucedido en este país en los últimos cien años. Lo primero, establece el horizonte. Hace un siglo Argentina era el quinto país del mundo en términos de renta per cápita. Hoy ocupa un lugar variable entre los números 95 y 100. Toda la riqueza atesorada por su enorme capacidad para producir alimentos se ha diluido. Las causas son complejas, pero mi interlocutor, que se califica de liberal, apunta certero: el peronismo ha llevado a esta gloriosa nación a la ruina. Mientras desfilan por las ventanillas edificios fascinantes y la mansedumbre de felicidad de los viandantes que ocupan las aceras y los cafés y restaurantes (ciertamente Buenos Aires es perfecta de noche), voy escuchando atento las respuestas que Jorge, mi colega, desarrolla ante mis preguntas.

La primera. Ser peronista no es ser de izquierdas o derechas. Ser peronista es ser populista. Un tipo admirable, en lo bueno (poco) y lo malo (casi todo), este Perón, capaz de convencer a millones de argentinos, desde su exilio en Puerta de Hierro, que deben votar a su dentista como presidente de la República, y a quien, de inmediato, exige, y consigue, que le ceda el gobierno. Un político capaz de encandilar a los obreros con su discurso demagógico pero inyectadísimo de fervor. Un gobernante que habla de reparto de la riqueza y que distribuye bicicletas gratuitas a los obreros como muestra de praxis coherente con el discurso. Un presidente que nombra vicepresidenta a la cabaretera que desposó y hace creer a la población que Argentina es una nación grande, envidiada, e imponer un proteccionismo que ha de destrozarla desde dentro.

Nos horroriza el Brexit, Trump, los neonazis, Podemos y los independentistas, pero nada de todo ello es nuevo. La historia reciente se obstina en mostrar cuán frágiles son las convicciones democráticas de la ciudadanía una vez que la economía se tuerce, cuán repugnante es la actitud de las élites, cuán decepcionante es la praxis de una clase política sin formación que actúa por el propio interés.

Llegamos al restaurante. Desfilan los platos de asado. Me siento gástricamente feliz. Olvido a Perón. No olvido lo actual, por lejos que me encuentre. Los espetones no alumbran el futuro, pero amabilizan el presente. No me gusta la inquietud, pero creo que hemos de aprender a acostumbrarnos.

viernes, 11 de noviembre de 2016

Beber a los 12

No voy a hablar de Trump. Me gusta establecer distancia con las noticias, al menos una semana, y todo el planeta está hablando del inefable 45 presidente de los EEUU. Tienen suficiente alimento para unas cuantas jornadas. Hoy quería hablarles de la niña que, con 12 años, falleció hace días de coma etílico.
El botellón. Beber mucho alcohol en la vía pública. Normalmente malo (barato). Mucho y malo es contrario a cualquier expresión cultural. No es lo mismo tomar un gintonic en la sobremesa de una comida de negocios o de una reunión familiar, que beber diez gintonics (o más) en una boda hasta caer al suelo. En el primer caso, podemos hablar de disfrute racional (consumo moderado). En el segundo caso, no estoy seguro. Nunca me atrajo el concepto de “pillar borracheras”, por eso nunca lo hice, pero que algunos probos padres de familia hablen ufanos de sus homéricas curdas, siempre de antaño, ha de significar algo. Si la cuestión es quitar hierro y aceptarlo, no tengo mayor problema. Pero, ¿qué se dice cuando una niña de 12 años, por desarrollada que esté, pierde la vida en una de ellas?
La palabra más repetida para calificar la noticia ha sido “increíble”. En realidad, lo increíble es que no pase muchas más veces. Mi abuela, mujer de primeros del siglo XX, cuando veía estas noticias siempre preguntaba: “pero, ¿y los padres?”. Me pregunto si, como decía la semana pasada, ven lo que sucede, pero ya no pueden hacer nada (por ser demasiado tarde). Hay quienes se encogen de hombros: “admítelo, las niñas de 12 años no son niñas, son adolescentes”. Otros se llevan las manos a la cabeza: “es inconcebible”. Al final resulta que la corriente es poderosa: unos y otros anhelan que tal cosa no suceda a sus hijos en el presente o el futuro. Existe el temor hacia la maligna corriente que parece querer arrastrar a todos sin remedio.
Beber hasta morir a los 12 años es una barbaridad y, el resto de padres (porque los padres de la niña bastante tienen ya con sufrir) debería pensar que la dejación diaria o sobrevolar por la estratosfera cuando toca inculcar valores y conducta a los hijos, conlleva estas consecuencias. La lucha es ingrata porque los hijos no son nuestros: se los lleva la vida y disponen de su albedrío, lo mismo que hicimos nosotros. Pero tengo la seguridad de que mucho más ingrato, por ominoso, es contemplar el cadáver de tu hija de 12 años tras varios avisos etílicos previos a los que no se puso ni intentó poner remedio alguno.

viernes, 4 de noviembre de 2016

Tener móvil

Queco es el único niño de su clase que no tiene móvil. Va a cumplir 12 años y cursa 1º de la ESO: les pongo en situación. Ignoro las razones argüidas por los demás padres para permitir que sus hijos dispongan del dichoso aparatito. Yo podría tener miles. Por ejemplo: hace unos días, el enano no encontró las llaves de su casa en la mochila porque se desprendieron de su enganche y él, nervioso, no supo encontrarlas. Hizo lo que tantos de nosotros hicimos en circunstancias similares: esperar sentados en las escaleras a que llegasen los mayores. En el descansillo pudo conectar la Tablet que el colegio les ha facilitado para hacer deberes (y estar en comunicación con los profesores) y me envió un email: “Papi, no estoy en casa, no tengo las llaves; porfa, no llames” (pobrecito mío, no quiso alarmarme). Enseguida llegó su abuelo. Su madre se ha planteado darle un móvil para situaciones como esta: yo replico que los móviles no hacen aparecer las llaves de casa de la nada.
Queco no necesita un móvil para sobrevivir o crecer feliz. Todo lo contrario. Me alarma mucho haber visto a niños de corta edad exigir emberrinchados un móvil a sus padres. O saber que siete de cada diez jóvenes tiene no ya un móvil, también cuentas en Instagram o Twitter. En Internet resulta muy fácil encontrar fotos de nínfulas exhibiendo más de lo aconsejable. Por descontado, la inmensa mayoría emplea de forma abusiva el Whatsapp y demás mensajerías (seguramente todas) durante demasiado tiempo. Pero la culpa no es suya (no solo). Es nuestra. De los padres. Y creo conocer el origen de la rendición (cuando no la adhesión): no podemos con ellos. La batalla contra la fascinación del móvil agota: mejor unirse a ella, ser colegas, pasar por alto la responsabilidad. A todos nos fascina el móvil, ¿no? Pues de la fascinación al abuso media un paso. ¿Quién de nosotros no está pillado por el móvil? ¿Nos ha de extrañar el síndrome de abstinencia que sufren niños y jóvenes cuando se les castiga sin aparatito o cuando se les cae al agua?
El abuso del móvil impide el desarrollo del buen juicio, el control del comportamiento y el pensamiento organizativo. Esto es: produce desequilibrio de la madurez, cosa que vivimos en las propias meninges sin percibirlo, y eso que somos adultos. Por eso lo tengo claro: el reemplazo de todo lo antiguo por lo inmediato y viral nos orienta hacia un mundo desconocido. Intentaré luchar contra ello. Queco seguirá sin móvil un buen tiempo.

sábado, 29 de octubre de 2016

Moverse otra vez

Estoy contento porque las cosas van a cambiar a partir del domingo, salvo desbarajuste imprevisto que lo escacharre todo. El tiempo de interinidad ha finalizado. Con lo del cambio no me refiero a la contraposición de las políticas futuras y las pasadas (eso está por verse). De lo que me alegro, y mucho, es de que se acabe esta detención que sufrimos. Nuestra sociedad está organizada alrededor del poder político y si este no funciona, o se gripa, el movimiento del país entero se produce solo por inercia. Quienes se admiran de lo bien que funcionamos con un gobierno en funciones deberían calcular las oportunidades que en estos tres centenares de días transcurridos no han podido materializarse, en todos los órdenes: económico, educativo, industrial…

Las trifulcas que se han vivido en algunos partidos políticos, a consecuencia del anómalo interregno a punto de acabarse, es imagen palpitante, y de cierta relevancia, sobre cómo se viven las cosas en la piel de toro. Siempre digo que resulta imposible discutir nada con quienes viven afectados por una ideología inamovible, sin concesiones, de guerra contra el enemigo. Pero que no sea interesante hablar con el simpatizante de un partido político que, pese a quien pese, pase lo que pase, va a continuar aferrado a lo sectario como si de una baliza en un mar proceloso se tratase, es asunto nimio. El problema surge cuando con quien no se puede hablar es con un político. No tanto porque carezca de sentido la defensa a ultranza de posturas inmovilistas, sino porque la petrificación ideológica, que casi siempre ejercen quienes son conscientes de que sus oportunidades para tocar poder son remotas o nulas, implica la consunción de los motores que impulsan la economía, el bienestar social, los servicios sociales y nuestra posición en el mundo.

Personalmente, creo que unos y otros, aunque más unos que otros, han sido conscientes de que su decisión de anteponer el ideario, la rabia o la soberbia política a los problemas coloquiales les ha desacreditado (o tal vez no sean conscientes, en cuyo caso la ceguera que exhiben abunda en su desacreditación). Aludir constantemente a la calle, a los militantes (es decir, al enroque doctrinal), y despreciar la función para la que fueron elegidos, que no es otra que parlamentar y llegar a acuerdos, siquiera a los menos malos, es signo evidente de indolencia y mediocridad. Si tanto aman la calle, que se vayan a la calle y dejen paso a otros.

viernes, 21 de octubre de 2016

British Isles

Le escribo a mi amigo inglés: “el discurso de Theresa May es preocupante”. Me responde de inmediato: “Los políticos son siempre preocupantes. Ha pronunciado ciertas palabras para salvaguardar su liderazgo. Nadie sabe lo que nos deparará el futuro. Mis amigos vinculados a la política me piden que espere hasta ver qué sucede. Lo único cierto es que la situación mañana no será la que conocimos en el pasado”. Leyendo el discurso de la primera ministra, uno sospecha que las cosas no van tan despacio: hay xenofobia, fundamentalismo, intervencionismo. En una palabra: paletadas de populismo. Algo ha de haber en el enaltecimiento de lo popular cuando incluso entre los conservadores bretones, siempre tan apegados a la flema y a la liberalidad económica, arrampla esta esquistosa corriente de pensamiento.
Para ser populista basta con dejarse llevar. Oigámoslo en Frederick Forsythe: “estoy harto de esos inmigrantes que vienen aquí con toda la jeta a chupar del bote, mandar a sus hijos a nuestros colegios y utilizar la sanidad pública sin aportar nada a cambio”. ¿Saben lo que es? Nacionalismo, nacionalismo sin cordura, nacionalismo apestado de racismo, egoísmo y olvido. ¡Qué empeño en devolver a los pueblos al pasado! Los talibanes han logrado hacer vivir a sus gentes en el medievo y los conservadores británicos van a retrotraer a sus ciudadanos a los años 70… ¿Tanto cuesta admitir que no es necesario devastar lo construido para preservar ese valor intangible que es la identidad?
En aquel discurso se dice querer favorecer a los sin trabajo a causa de tantos inmigrantes y se alude al cada vez más universalizado “contrato social” de los jóvenes. Todo palabrería de la peor. No hay quien entienda a los tories, a esta tory en particular. Habla en el mismo discurso de libre comercio y de proteccionismo. Quiere ser la que esté más a la izquierda y más a la derecha (ubicuamente), borrar de un plumazo a todos los demás. Otra que ha encontrado la piedra filosofal de la política…
Lo tenemos en España y donde se juega al críquet. El popularismo consiste en decir lo que se escucha en la calle y las redes sociales por contradictorio que sea. Cuanto más confusas las proclamas, mejor. Que enganchen, que parezcan vindicadoras de algo arraigado muy dentro y que hay que defender con uñas y dientes por el provenir de nuestros hijos. De repente gobernar en función de lugares comunes ha dejado de ser producto mediterráneo caracterizado por la coleta.

viernes, 14 de octubre de 2016

El cielo desde el Everest

Recibo un email de Elena donde me sugiere que narre, en una de estas columnas, su experiencia vital, afín a la de tantas personas en el mundo. “Cuando alguien pasa por donde yo he pasado y alcanza el éxito, es como gritar a pleno pulmón hacia el cielo desde lo más alto del Everest”. No puedo dejar de emocionarme con la metáfora.
Elena ha superado el cáncer. Atrás quedaron las pruebas, la cirugía, los larguísimos meses de quimioterapia, la recuperación, las siguientes pruebas, la reconstrucción… Aún, me dice, no ha llegado al final. Aún no culminó la ascensión hasta la cumbre. Tiene el pelo corto y los cirujanos plásticos aún han de corregir un par de cosillas. Ella sueña con volver a lucir su melena al viento. Estoy convencido de que su cabello corto no le roba un ápice de belleza, más bien al contrario, pero prefiero darle la razón: es su sensación íntima, su ilusión, la compleción del esfuerzo, el resultado final deseado. Asegura que, cuando se produzca, volverá a salir de fiesta dispuesta a comerse el mundo. Al parecer, las escasas salidas de estos meses atrás no han sido sino un movimiento virtual en los ojos ajenos, porque por dentro ella no dejaba de sufrir. Estar vivo, sentirse vivo, saberse vivo. El grito desde el Everest otorga la paz porque culmina un penoso trance que, desafortunadamente, se ha de pasar. Y pobre de quien no lo pase.
Imagino que cambia la vida (si alguna vez me llegase a suceder, se lo contaré). Pero no alcanzo a imaginar de qué modo cambia la perspectiva del propio futuro. Para Elena el futuro ha dejado de existir: solo hay una sucesión de presentes y la esperanza de que sean interminables. Total, sin bienestar saludable, todo se detiene: el mundo, los coches, los ajetreos de las personas… A veces lo que se detiene es la propia existencia alrededor del cáncer. Hace unas semanas supe del primer aniversario de la muerte de una niña de 7 años que no logró ascender a las cumbres más altas del Himalaya para gritar al cielo desde ellas. Sucumbió. Y con ella, sus padres. Aún hay trances más terribles que el de Elena. Triste consuelo, ¿verdad?
Necesito de veras enviar mis palabras a todas las gentes que actualmente luchan contra los vientos gélidos y las terribles nieves del Everest humano. Y aún más poder unir mi voz a la de quienes descienden sonriendo por las laderas de la montaña. Porque si una casualidad complica la existencia y la cambia por completo, la solidaridad la devuelve a la razón.

viernes, 7 de octubre de 2016

Alepo

El régimen de Damasco continúa destrozando la antaño esplendorosa Alepo con sus bombas, reduciéndola a añicos. ¿No ha visto las imágenes? Deje a un lado las tribulaciones sociatas y fíjese otra vez en lo que sigue perpetrándose en Siria. Cada vez que tornamos la mirada, aparece una nueva atrocidad. No sé quiénes son los valientes que siguen transmitiendo las terribles imágenes de cuerpos destrozados y escombros como tumbas. Pero ahí están, aunque les hagamos poco caso…
Me pregunto por qué no somos capaces de detener esta carnicería que ya cumple un lustro. ¿Acaso el apoyo de iraníes y rusos nos resta valor, o es una simple cuestión de indecisión? Si Europa logró aplacar la guerra en Ucrania, pese a las embestidas de Putin, ¿por qué no intenta algo similar en Siria? La guerra en los Balcanes representó una de las mayores ignominias de la inoperante diplomacia europea y, por ende, de todos nosotros. Dijimos que no lo volveríamos a consentir. Y lo estamos consintiendo. No sé si por omisión, por resignación o porque, en realidad, nos importa un carajo. Tal vez por un poco de todo. Así somos en Europa: cuando no nos matamos con fiereza, nos dedicamos a encogernos de hombros frente a los problemas ajenos. La Europa individualizada que intentó doblegar Hitler no dudó en elevar su petición de ayuda allende los mares. Pero la Europa Unida que nació del terror hitleriano no quiere responder a las agónicas peticiones de auxilio que llegan desde Siria, desde los escombros de Alepo, desde las gargantas agonizantes de la población masacrada por una fuerza bruta demoníaca a la que no importa otra cosa que su destino.
Algunos reportajes hablan de ensañamiento medieval y lluvia de fuego en el cielo de Alepo. Y mientras el fósforo es arrojado desde los cielos sobre las personas, y los convoyes de ayuda humanitaria de la ONU son volados por los aires, en alguna parte unos negociadores se acusan mutuamente del fracaso de un alto el fuego que jamás ha deseado Damasco. Hay ocasiones en que a uno se le nubla el entendimiento con los modos de la diplomacia. Pero ya se sabe que una cosa es la muerte y el destrozo humano, y otra la letra de unos acuerdos que ya ni se sabe qué persiguen.
La Historia dirá qué fue del país que una vez fue capital del más grande imperio jamás conocido, que construyó la grandiosa Mezquita de los Omeyas. El presente dicta que, como en tantas otras ocasiones, los desatinos de un loco demoníaco aún tardarán en ser extinguidos.

viernes, 30 de septiembre de 2016

Zabalik Eskuak

Estudié en los Maristas de Zaragoza, donde había buenos equipos de baloncesto y balonmano, pero a mí no me interesaban e hice otras cosas. Entonces Zaragoza formaban “provincia” con los colegios de Bilbao y Pamplona y en todos había un club de tiempo libre (excursiones, campamentos veraniegos, reuniones, etc.) llamado Zabalik Eskuak, salvo en Zaragoza, donde se denominó Amanecer, club en el que fui monitor por muchos años. Disfrutaba las reuniones provinciales con los monitores de otros centros. Los de Bilbao eran la caña, siempre advertían de que todo lo debían consultar con las bases. Las bases eran niños de 12 a 14 años apuntados al club, ya ven ustedes. Por supuesto, no consultaban nada: informaban, igual que hacíamos nosotros, pero la alusión asamblearia resultaba de un vanguardismo fascinante.
Nunca he querido ser base. Me gusta el amplio espectro de pensamiento sin que me arrastren los prefabricados de la ideología. Sucede que, como enseña la Historia, las bases son fácilmente manipulables y sirven de excusa para ocultar la nadería. Lo vemos estos días con el enroque de algunos políticos en su propio egoísmo. Cataluña o el PSOE son buenos ejemplos, de cierta espectacularidad, y divertido sería contemplarlo si no fuera por las terribles implicaciones que tiene. No es lo mismo un club juvenil que un partido político: en este último no se trata con cuestiones domésticas o fingir desagrado ante decisiones orgánicas, sino establecimiento de políticas que pueden afectan al conjunto del país. De ahí la amenaza.
Personalmente me preocupa mucho más lo de Cataluña que la caída del puño y la rosa (algo que se veía venir). Los diarios no le prestan demasiada atención (el laberinto de don Pedro vende ejemplares), pero es crucial reseñar que desde hace un año el 48% avanza ensoberbecido e ignorando al 52% bajo el yugo inflexible del 7% antisistema, un grupo capaz de cobrarse la cabeza del líder supremo y de orientar las fabulaciones ajenas (y al país entero) hacia una guerra penosa contra un enemigo que no reacciona por estar sumido en la parálisis más absoluta. Manejan los hilos del comparsa (un tal Carles) y consideran al 52% prescindible. Así son las dictaduras en democracia: en Cataluña lo llaman RUI.
Ni el enrocado ni los anticapitalistas caminan con manos abiertas. Solo les importa su destino. Ocluyen lo restante porque encuentran la aquiescencia de las bases. Eskuak itxita ibiltzea, egia ezkutatzearen alde egitea da. 

viernes, 23 de septiembre de 2016

Pistas vacías

Tenemos la piel de toro curtida con asfaltos enormes de curvas rectilíneas. Pero no todos se usan. Madrid bombea solo aire con sus radiales porque, sangre, lo que se dice sangre, bien poca circula por ellas. A Euskadi se sale (o se llega) por surcos bien colmados, abiertos entre montañas: si optamos por una de ellas, por ejemplo, rápidamente encontraremos las riberas del Ebro, y si la continuamos, rodaremos los neumáticos hasta Cataluña, donde una pista bituminosa invita al país galo y otra, contraria, a disfrutar del mar. Como estos ejemplos, cientos.
Cuesta un poco entender las diferencias entre autopistas y autovías, más allá de lo dictado en el código de circular, que nadie nunca recuerda. Quedémonos en la evocación que tiñe a las últimas, porque son, casi todas, tatuajes dibujados sobre vetustas cicatrices preexistentes, y en que las construye el estado. Fueron buenos tiempos aquellos, especialmente para las constructoras. En el ministerio que las fomentaba los directores generales hablaban de presupuestos tomando como referencia el kilómetro de autovía. “Para mi departamento, Ministro, requiero trescientos metros”. Se abren túneles, se pintan viaductos (todos espantosos), se surcan las tierras tranquilas convirtiéndolas en vertebración secundaria del todopoderoso centro. Galicia, la cornisa cantábrica, Andalucía, las Canarias… Al carajo los seiscientos. Que rueden coches poderosos. Roturados han quedado los montes para que todos metan sexta. Run run, abran paso.
Todo este gusto por viajar seguro y fluido tenía que encender, obligadamente, las codicias. Es el momento de las (improductivas) autopistas privadas. Si hay estaciones de alta velocidad ferroviaria donde no sube nadie a los vagones, y eso no impide que las construyan, por qué no ha de suceder lo propio con los caminos para vehículos privados, cuando hay decenas de millones, y cada vez más. Sean treinta y una las atrocidades con peaje (más atroces cuanto más innecesarias). Sean tres mil los kilómetros, ni uno menos, que no se diga. Y sea una población que decide preferir las saturaciones gratuitas a las fluideces de pago (por escaso que sea). Zas, sea la bancarrota…
Tenemos España curtida con asfaltos enormes, terribles, de rectas que vuelan hasta el horizonte... y nadie usa. Y habrá que pagar por ellas, o dejarlas languidecer, llenarse de matojo y hierbas, volverse pedregales. Feas como el demonio, nos van a afear la tierra y el bolsillo por décadas. O más.

viernes, 16 de septiembre de 2016

Dejadle hacer

Llevo meses obviando lo de las terceras elecciones. Pero ya media septiembre y debo decir que yo no quiero volver a no-votar en diciembre. Y si hay que no-votar, mejor sin ninguno de los dos ilustres alcornoques que se vienen moliendo goyescamente a palos desde el año pasado.
Por supuesto sin Don Mariano, ese señor impasible que lo mismo suscribe un pacto de investidura con imprecaciones contra la corrupción como se limpia enseguida el c… con el susodicho acuerdo porque resulta que hay que recompensar a un amigote canario que vacaciona en Panamá donde, fíjense ustedes, tenía invertidos unos ahorrillos en lugar de hacerlo en la industria patria a la que ministerialmente dizque representaba. Ahí le ha dado, lo suyo es comedia bufa y escarnio del bueno para la ciudadanía. ¿Se puede votar a este señor de Galicia? Yo a este tipo no le votaría ni ebrio de vino. Ustedes hagan lo que quieran. Pero, oiga, que ganó las elecciones. ¿Cómo dice? Sí, sí, y en las segundas ganó mejor que en las primeras, aunque no definió, que dicen los futboleros. ¿Y en las terceras? Lo mismo aventaja aún más. ¿Cómo es posible?
Es posible porque, enfrente, está don Pedro, un sedicente doctor economista que tiene más de doctor No que de otra cosa, y que se pasa el tiempo diciendo que gobierne el gallego, pero con su voto en contra, a ver si puede, si tiene lo que hay que tener, manda huevos, que dijo el otro, mientras la va liando parda rascando bajo los escaños por si hay algún tonto a quien colar lo del gobierno de la izquierda (¿dónde?) aunque luego se la cuelen a él, porque asaz votos no hay paraíso monclovita y los otros, que son más listos, lo saben. Y en ese empeño se encuentra el doncel, trabajando con obstinación para repetir las elecciones no una, ni dos, ni tres, las veces que hagan falta hasta que, por puro hartazgo, consiga que todos, incluso yo, nos acerquemos a la urna maldita con una papeleta de don Mariano a ver si se acaba de una p... vez el jueguecito.
Lo mismo estoy yo confundido y resulta que lo de dejar gobernar y hacer férrea oposición es ominoso, mejor perder por goleada y ser oposición porque no queda otra, que lo que mola es decir no y no y mil veces no porque la rosa es rosa y el puño es puño, y hay más honra en votar contra la apisonadora que descuajaringarla para impedir que ande mucho (lo que ocurriría ahora si seis de don Pedro se abstuvieran).
¿Queréis gobierno? Dejad, dejad a don Pedro, él sabe cómo lograr que lo haya.

viernes, 9 de septiembre de 2016

Falsificaciones históricas

Anne Frank murió de tifus a la edad de quince años en el campo de concentración de Bergen-Belsen, en la Baja Sajonia alemana, semanas antes de su clausura. Un chivatazo permitió a la Gestapo encontrar el anexo de la fábrica de pectinas del Prinsengracht, o Canal del Príncipe, en Amsterdam, donde permanecía oculta junto con su familia y cuatro personas más. De la familia, solo sobreviviría su padre Otto.
Tras el Holocausto, Otto Frank dispuso del cuaderno de su hija y aseguró el legado. Creó el museo Casa de Anne Frank, donde se puede visitar tanto las dependencias como el tristemente famoso escondite en el que vivió oculta. Tres años después, Otto creó la Fundación Anne Frank en Basilea, Suiza, por aquello de pagar menos impuestos, cuyo objeto no es otro que cobrar los derechos de autor del diario y distribuir las ganancias a organizaciones benéficas como Unicef. Finalmente Otto acabó legando el diario al estado holandés.
Un diario controvertido, pues el Sr. Frank no publicó los textos manuscritos de su hija, sino que encargó al escritor judío Meyer Levin la elaboración de la obra por todos conocida. Si Otto Frank hubiese sido tan solo el editor del diario, los derechos de propiedad intelectual permitirían la libre difusión del texto a partir del 1 de enero. Pero la coautoría lo impide y significa que, además, en efecto, nos han estado mintiendo durante años por mucho que desde la fundación expliquen que el padre solo cortó, pegó, ordenó y adecentó el diario (olvidan al Sr. Levin). El caso es que los derechos se reactivan hasta que se cumplan 70 años de la muerte del Sr. Frank, ocurrida en 1980. O más, porque Mirjam Pressler revisó, editó y añadió en 1991 una cuarta parte del material incluido en la "Edición definitiva del diario de Anne Frank". Sus derechos de autor fueron transferidos igualmente a la fundación.
Poco importa la autoría del diario. Me vale lo mismo tanto si lo escribió Anne como si lo pergeñó por entero otra persona. Bergen-Belsen, Auschwitz, Majdanek o Treblinka siguen manifestando con su silencio el oprobio padecido por millones de personas. Lamentablemente, hay quienes viven creyendo que el Holocausto fue un mito y se basan en discusiones estúpidas como esta para afirmarlo.  Claro que también los hay que, antes que honrar a las verdaderas víctimas, parecen buscar solo la prevalencia de sus lucrativos tinglados.
Como diría Anne, "¿por qué los adultos disputan tan fácilmente?"

viernes, 2 de septiembre de 2016

Mujeres tapadas

“Y di a las creyentes (mujeres) que bajen la mirada y guarden recato; que no deben mostrar su belleza y adornos (…); que deben echar el velo sobre sus pechos y no mostrar su belleza, excepto a su marido, sus padres, padres de su marido, sus hijos, hijos de sus maridos, sus hermanos o hijos de sus hermanos, o los hijos de sus hermanas, o sus mujeres”

El Corán pide a hombres y mujeres que vistan con modestia. En los años 70, las musulmanas de los países hoy fundamentalistas podían estudiar carreras universitarias, vestir falda y llevar el cabello al aire. Cuando advino el extremismo, la mujer fue degradada y humillada, y sus sociedades revertidas a épocas medievales. Me absorta esta interpretación de la práctica de la modestia: solo afecta a la mitad de la especie humana y desde épocas recientes, porque ninguna abuela musulmana de estos hombres modestos por naturaleza fue obligada a enfundarse un traje ultramontano para poder ir a la playa o pasear por la calle.

Pese a ello, aquí en Europa hay quien defiende el burka o el burkini, signos inequívocos de desigualdad y opresión, como derecho a ejercer la mujer su libertad multicultural, dicen. Victoria rotunda del fanatismo al haber logrado, mediante estos inesperados aliados en Occidente, alzar su opresión sexual a la categoría de libertad. La tolerancia del multiculturalismo es tan conspicua que no duda en someter las normas de convivencia al dictado de cualquier repugnante precepto religioso. Cualquier cosa menos librar la incómoda batalla contra la impostura y la mendacidad. Relativismo en estado puro. Mediocridad intelectual sin ambages. El problema es que, además, este debate exacerba las tesis de la ultraderecha, interesada en hacer creer que el mundo musulmán es el de los burkas, y así proclamar que tan sustanciales diferencias entre ambas civilizaciones se solucionan únicamente con la segregación. En esto coincide con el fundamentalismo islámico, ya ven.

Asumir que no hay posibilidad alguna de diversidad cultural en el mundo musulmán (que lo hay o hubo) y erigir como libertad un símbolo de esclavitud, menosprecia las voces alzadas por tantas mujeres contra el fanatismo wahabí. Porque, aunque no se sepa, hay mujeres árabes que llevan muchos años creyendo en la igualdad sin adjetivos teológicos y luchando contra esta ideología. Para ellas, ver que en Europa defendemos ese burkini del que tanto les ha costado librarse es otra manera decepcionante de traición.

viernes, 26 de agosto de 2016

Marabunta rugiente

En la sobremesa, mi madre ve uno de esos programas insufribles donde se desgrana a diario las andanzas de un buen número de personajes, tanto da que sean famosos o hijos de famosos que han optado por subirse al carro. Mi madre se horroriza; yo le replico que es una actitud muy extendida. A millones de personas en el mundo les encanta narrar en internet su anodina existencia (dónde están, qué se ponen, cómo se peinan, en qué playa se bañan) para que otros millones lo lean y aplaudan. Les mola ser acólitos de lo insustancial, lo más vulgar del mundo: erigirse uno mismo, con su infinita insignificancia, en ejemplo de una vida plana y sin atractivo.
La tele habla de una campaña en cierta localidad valenciana contra los abusos a mujeres que participan en una idiotez con tomates que lleva lustros celebrándose. Hablo de los tocamientos y agresiones subsiguientes. Qué error de campaña: en vez de interpelar a las alimañas que aprovechan el caos para meter mano a las féminas, tanto a las que (libremente) se dejan como a las que (libremente) no, lo que se hace es decirle a las víctimas que no admitan vejaciones, agresiones, que denuncien… De repente, la responsabilidad recae en la mujer.
Supongo que es difícil hacer entender a los animales que manosear las tetas de una chica no está bien. Sobre todo cuando vivimos en un sistema que lo alienta y que recibe la aprobación mayoritaria porque todo se justifica como ejemplo de libertad. Pocos ven que la publicidad incita tanto a comprar un producto como a disfrutar de la mujer que lo anuncia. ¿Por qué si no tantas chicas jóvenes y no tan jóvenes publican fotos con escasa o ninguna ropa en las redes sociales con el solo objetivo de exhibir las lozanas facturas de su cuerpo y recibir todo tipo de piropos? No les cabe en la cabeza que no solo están ejerciendo su libertad, están reforzando la idea de que las mujeres son, sobre todo, bellos animales al servicio del hombre.
Estas varices curten nuestra epidermis. La percepción de que las féminas son el descanso del guerrero es algo aún incardinado en nuestra antropología. Pobre de quien lo discuta: será tachado de retrógrado y anticuado. El arte como razón de la vulgaridad. Lo vulgar como forma de engreimiento. El engreimiento como renuncia a la privacidad. Hombres y mujeres, en pleno siglo XXI, siguen asumiendo todos los cánones del machismo, de los más obsoletos a los más modernos. A ver quién ataja entonces a la marabunta que ruge.

viernes, 19 de agosto de 2016

Juegos

Leo en la prensa sobre los Juegos Olímpicos que se celebran en Río de Janiero: broncos, desagradables, sin espíritu olímpico… Quienes acuden a los estadios, entiendo que en su mayoría brasileños pudientes, abuchean a rivales que suben al podio, a políticos que acuden a presenciar una competición, a los suyos cuando lo hacen mal, o a quienes tienen ojeriza, aunque no se sepa bien por qué.

Leo que un atleta francés fue abroncado al recibir la medalla de plata, aguantando como pudo las lágrimas. Posteriormente comparó los silbidos y broncas del público que presenció su gesta con los silbidos a Jesse Owens por parte de los alemanes en 1936. Y, claro está, tiempo le ha faltado para excusarse. Supongo que comparar cualquier cosa con los nazis es un recurso fácil y un tanto estrepitoso, pero no lo es si se trata de un insulto. Y, oigan, aunque les suene mal, pero esta torcida brasileña que pita a los contrarios necesita que se le digan cuatro cosas. La primera, un buen improperio: llamarles nazis es de los mejores. Lo segundo, recordarles que nadie silba a los suyos cuando ganan, por lo menos yo no lo haría porque frente a la grosería y bastedad ajenas lo mejor es recordar con los hechos qué diantres es eso del olimpismo. Lo tercero, mandarles a la m***, que es tautológico con el primer punto, pero comportarse dignamente frente a una recua de chabacanos eleva las presiones y hay que liberarlas. Y lo cuarto, que el mundo concedió la celebración de los juegos de este año a su país, esperando brillantez en lo logístico y constructivo y deportivo, punto este último en el que los aficionados tienen relevancia. Perderla es convertir a un país entero, por generalización, en epítome de lo que no ha de ser.

Hay quienes interpretan esta calamidad en un nacionalismo mal entendido. Yo lo interpreto en ese veneno que supone la universalización del relativismo moral, del todo vale porque surge del sentimiento humano, de la denegación de los valores que suponen excelencia y sublimidad para la especie humana. Ya sé que lo expreso de forma grandilocuente, pero quizá quede mejor en una columna que escribir que la torcida brasileña es como una reata de caballerías incapaz de sobreponerse a lo que queda más allá de su ombligo, empezando por alabar al atleta, con independencia de su procedencia, y terminando por acudir con limpieza a un espectáculo universal que les fue concedido pese a las reticencias de muchos (las mías, para empezar).

viernes, 12 de agosto de 2016

Chon

Cada año, el 15 de agosto, mi abuelo paterno, que poseía un negocio de flores y viveros en Salamanca, solía decir a sus empleados la misma cantinela: “ya está aquí la Asunción, en nada vienen el otoño y con él la Pilarica, de ahí a Todos los Santos es un paseo, otro más hasta la Inmaculada y nos hemos plantado en navidades; ya se acabó el año, hay que ver qué rápido pasa el tiempo”. Son los caprichos del tiempo subjetivo por mucho que el planeta siga moviéndose al ritmo habitual.

El 15 de agosto siempre me ha producido desazón. Anunciaba el final de las vacaciones y de ahí que lo asemejase al repique de las primeras en la iglesia de mi pueblo. Luego llegaban las segundas, el primero de septiembre, y luego las muchas: cuando arrancaba el curso. La cosecha sesteaba en los graneros y la paja ya se había encalcado y trasladado al pajar. El tamo olía a limpio, a seco, era una delicia abrir la cija y embriagarse con ese polvillo laxo y fragante que revoloteaba con los rayos de sol que se colaban por entre las tejas. El ganado pacía en la hoja donde se había recolectado, alimentándose del grano dejado atrás sobre los surcos y vados de las tierras, y la mocedad podía disfrutar sin agobios de las mejores fiestas, las que principiaban una vez acabada la recolección. Y, al igual que ahora, porque en ello no hay intervención humana o tecnológica, por las noches refrescaba y empezaba a advertirse que los días iban siendo cada vez más cortos.

Este año mi madre cumple 80 años el 15 de agosto. Se dice pronto. Sigue cargada de energía, resistiendo con bravura la declinación de tan provecta edad. Recuerdo a su madre, mi abuela, quien se hizo vieja una década antes. El rostro de mi madre puede estar surcado de arrugas, y en su cuerpo se materializa el desgaste de toda una vida de trabajo, pero sigue liderando la casa, el corral, la huerta y la familia, y levantándose a las cinco y media porque no puede seguir en cama, mucho antes de que abran los ojos los aldeanos para atender el ganado y ordeñar las ovejas. Pero ya en vida de mi abuela ninguno de ellos se echaba al campo antes de la salida del sol. Mi madre siempre.

La recuerdo de niño. De joven. Cuando mi primer contrato. En mi boda. Cuando nació Queco. La recuerdo en mi divorcio y preocupándose por todos mis viajes. Y cuando falleció mi padre. En realidad, quiero tanto a mi madre, Asunción, Chon, que me parece imposible que haya llegado su ferragosto y parezca que está a punto de acabarse el año.

viernes, 5 de agosto de 2016

Pedaleando

Como otros años, en vacaciones me gusta recorrer en bici por las mañanas las exigentes carreteras de las Arribes del Duero. Pocas veces recorro una distancia superior en kilómetros a mi edad en años, pero créanme que es bastante: hay por aquí puertos capaces de poner a prueba al más sacrificado de los empeños sobre dos ruedas. Por supuesto, siempre desde una perspectiva lejana a lo profesional, no vayan ustedes a confundirme con Induráin.

Los campos huelen, como todo en esta vida aunque ya lo hayamos olvidado porque tenemos la pituitaria corrompida por los aires infectos de la ciudad, con sus coches y sus asfaltos, su mugre y su polución revoloteadora. Y en bicicleta huelen incluso distinto. La mínima velocidad del pedaleo permite que confluyan muchos aromas de forma conjunta que, en un paseo a pie, por ejemplo, percibimos convenientemente segregados. Y cuando empieza a apretar el sol, al aroma campestre hay que añadirle ese calor que emana de la tierra, cargado de fragancias secas y rastros de siembra y cosecha.

Me cruzo con otros ciclistas por la carretera. No muchos. Uno o dos a lo sumo. Todos son mayores que yo, bastante mayores. De su pedalear deduzco que les sucede como a mí, que no están apuntados a ningún club ni salen los fines de semana en pelotón a devorar kilómetros por las carreteras circundantes de sus residencias. Nunca me cruzo con ciclistas jóvenes. O circulan muy rápido o simplemente no están. Estas carreteras son exigentes para el corazón, que en más de un tramo está a punto de estallar en el pecho, y tal vez estas circunstancias sean disuasorias para los jovenzanos de ahora. Al hijo de mi vecino, que cursa segundo de carrera y a quien he visto salir de paseo alguna que otra tarde en bicicleta, varias veces le he sugerido que me acompañe, pero siempre declina: le parece que mis recorridos son demasiado largos y no desea cansarse tanto. Entiéndanme. No digo que esta sea la tónica general. Pienso que es la tónica en estos pueblos cada vez más despoblados donde las rutinas diarias se han vuelto demasiado cómodas de un tiempo a esta parte.

Antes, en mis años mozos, las pandillas aprovechábamos cualquier ocasión para salir con nuestras bicis de paseo, para llegarnos a localidades vecinas, así fueran muy empinadas las cuestas a superar. Me consta que las cuestas no han cambiado, pero por las carreteras ya no se ven jóvenes en bici. Y un mundo que no pedalea es, indefectiblemente, un mundo envejecido.

viernes, 29 de julio de 2016

Calor de estío

Creo que todos los veranos hablo por estas fechas del calor estival. Supongo que me repito con periodicidad anual. De alguna manera tengo la sensación de que mi vida acaba y se reinicia con el estío. Acaso estar presente en las Arribes me haga retroceder a esos veranos de infancia y juventud, entre campos sembrados pidiendo cosecha y eras partidas esperando la trilla. Ahora, que ya no hay nada de todo eso, solo queda mirar al cielo azul y contemplar las tierras amarillentas, convalecientes, y evocar los momentos pasados que obstinadamente queremos olvidar. Luchar contra ese olvido puede que obre el sortilegio poderoso de hacer creer que cada verano es distinto. Pero resulta que son todos iguales. Todos, sin excepción. Cambian los rostros, pero no los momentos.

Hablo, por supuesto, de esos veranos gratos y apacibles que envejecen la piel y maceran los ánimos, veranos que cantan los poetas, de amoríos juveniles que parecen eternos siendo caducos cuales mariposas (la inmadurez, qué gran periodo es de aprendizaje y decepción), de descanso por tanto faenar el resto del año (los cursis y quienes carecen de mayor ocurrencia hablan de merecimiento, tanto da si uno se ha partido el lomo a trabajar como si no lo ha hecho en su vida, pero qué importa, las frases comunes son tan venideras como los estíos). Luego están los veranos negruzcos, apesadumbrados, que se empecinan en arredrar el alma con miserables despropósitos de enfermedad y muerte, veranos en los que el calor prolonga el sufrimiento del cuerpo y las noches cortas se convierten en cruel siembra de pesadillas y hartazgos. Pero, feliz soy, no guardo memoria de ninguno de ellos, aunque sepa que existan y que otros los han sufrido o están sufriendo ahora mismo.  

Hace calor este verano, mucho calor, y más que va a seguir haciendo, mas por algo se inventó el remojo de las piscinas o la playa, siempre abarrotadas por mucho que cierta amistad nos quiera hacer creer que sabe eludir las muchedumbres veraniegas porque conoce una cala dizque desierta por no aparecer ni en Google ni en parte alguna (como si las hubiera). A mí no me importa el calor cuando abandono mi domicilio urbano. Lo quiero porque nuestra huerta del pueblo necesita calor y sol, que este año han venido los frutos algo tardíos por la mucha lluvia caída en primavera. Y el calor, igual que el frío, propicia la reflexión y la contemplación (eso que algunos llaman meditación).

Tengan un feliz agosto, por favor.

viernes, 22 de julio de 2016

Santiago en las Arribes

En mi pueblo, mucho antes de estos tiempos de concentración parcelaria, cuando el gañán se levantaba antes de la Hora Prima para atender al ganado, se veneraba la festividad de Santiago. Ese día siempre se detenían las máquinas. Si el año venía tardío, el trasiego entomológico de carros y tractores durante la acarrea de hacinas y manojos cesaba, convirtiéndose los caminos en extensos hilachos arenosos repletos de silencio. Si la cosecha estaba avanzada, las máquinas trilladoras detenían el martilleo constante y las parvas parecían suspirar en las eras. Tampoco se encalcaba la paja, ni siquiera se rozaban las cortinas para liberarlas de matojos y zarzas.
Se lo explico a mi hijo y no me comprende. Me cuesta mucho hacerle ver un mundo extinto. Si ya encaro con dificultad las comparaciones de su infancia tecnológicamente inmersiva con la mía, transcurrida no tanto hace, cómo voy a salir airoso cuando intento convencerle de que su padre, de joven, vio trabajar y trabajó en el campo con las antiguas usanzas, ahora desterradas como si nunca hubieran existido…
Hogaño, los labriegos en mi pueblo, si usarse este término aún parece conveniente, se levantan con el sol en alto. El ganado pace lejos del término y por los caminos ya no se camina, se emplea la furgoneta. Las labores del campo parecen teñidas de prisa, pero en realidad, no hay ninguna. No sé en qué ocupan las gentes su solaz cuando regresan, siempre pronto, a sus casas y se encierran en ellas, porque hace semanas que se almacenó el forraje y la única ocupación sigue siendo ordeñar las ovejas (los dineros de Europa han servido para algo, pero esa es otra historia). Quizá debería preguntar más...  El lunes, por Santiago, no se detendrán las máquinas. Al menos en este punto hay coherencia: los mayores no creían y pasaban el rato de la misa charlando o durmiendo o fingiendo la genuflexión. Los que quedan no necesitan fingir ni pretender lo que nunca se ha sido.
Por supuesto, aquí en mi pueblo, en las Arribes, siguen cantando la chicharra y los grillos, las abejas recolectan y las caballerías que quedan espantan las moscas como pueden. Pese a la tímida modernidad que se inocula desde los despachos lejanos, la vida sucede con una languidez desesperante para quienes solo saben de prisas y agobios, que es casi todo el mundo. Mueren las personas y no se reponen. Si alguien quisiera efectuar un mal símil, hablaría de estanterías desprovistas en el supermercado. Pero ese no soy yo

viernes, 15 de julio de 2016

Cosos asesinos

Uno lee varias veces, estupefacto, la descomunal diatriba que un sedicente maestro dejó escrito en alguna parte tras la muerte de un torero, hace unos días, en Teruel. Cómo puede haberse corrompido tanto el pensamiento humano para llegar a pronunciar semejantes palabras ante la muerte de un semejante, es algo que ignoro. Cuándo la disputa por los toros devino en una muestra de brutalidad y desafecto capaz de enquistar las opiniones en odios, también lo desconozco. Pero que todo ello no es sino demostración de que Internet está poblado de millones de imbéciles, cosa segura es. Millones de imbéciles, corifeos de otros tantos, capaces de anteponer la indignidad de sus irrelevantes mentes (seguramente por creerlas conspicuas) a cualquier consideración de tipo moral, ético, humano o educacional. 
Los toros mueren en los cosos. Tras capotazos, picas y banderillas, les asestan un tajo mortal con la espada para caer al suelo mugiendo y vertiendo sangre por la boca hasta morir. Para muchos, es un espectáculo cargado de arte y belleza. Para otros, un espectáculo sanguinario que transgrede todas las consideraciones pertinentes sobre el respeto a la vida animal y el amor por la naturaleza. Los dos bandos se enfrentan y se miran de reojo, declarándose mutuamente incompatibles.
Los toros no van a dejar de morir en los cosos porque ceguemos el entendimiento de odio, de esputos brutales, de invectivas y una rabia vergonzante contra los toreros, sus familiares y quienes admiran el toreo, que no es mi caso. Los toros dejarán de morir lentamente en los cosos porque su hostigamiento en los ruedos cada vez interesa a menos personas y cada vez produce más rechazo. Y cuando tal cosa suceda, los toros correrán por los campos y las personas que aman a los animales podrán verlos desenvolverse en los prados y montes, y las personas que aman el toreo añorarán los tiempos en que se sacrificaban reses por diversión y pretendido arte.
Y para cuando tal cosa suceda, animales enloquecidos como ese maestro y acólitos, encontrarán mil y una manera distintas de seguir odiando a las personas por aquello que hacen, creen, yerran o ansían. Porque para ellos el combate dialéctico no conduce a nada, son rescoldos de una inteligencia de la que carecen. Su momento es vibrante y exige sangre y brutalidad en lo expresado, porfía sin sentido.
Qué duda cabe: para millones de imbéciles es preferible matar a los toreros que seguir defendiendo la vida de los toros.

viernes, 8 de julio de 2016

La estúpida Albión

Al día siguiente de votarse en el Reino Unido lo del Brexit, escribí a uno de mis mejores amigos, que es inglés (y europeo). “Esto lo va a cambiar todo”, le dije. Me respondió: “Y yo acabo de aterrizar de Suecia y me encuentro en medio de esta estupidez; un 2% de la población va a modificar mi trabajo y mi vida”. En realidad no se trata de un 2%, sino de un 36%, que es el total de los votantes que dijo sí al Brexit hace unas semanas. Los restantes dijeron que no o se quedaron en casa.
Me quedo con su descripción. Una estupidez. A veces las sociedades deciden estúpidamente. ¿Democráticamente? La gente tiene derecho a opinar, sí, y tanto, que en estos tiempos de precipitación social lo que se hace es opinar sobre cualquier cosa y de inmediato. También tenemos la obligación de callar y aprender de quienes saben más, pero para ello hay que empezar por asumir que uno no sabe de todo. Una respuesta sensata a una pregunta insensata como la del Brexit hubiera sido mandar a la m*** a los políticos. Si el pueblo no decidió el ingreso en la UE, ¿por qué ha de decidir sobre su salida, verdadero manantial de extremismos, populismos y otros ismos? Triste caso el del Reino Unido: ha liderado el mercado único, los acuerdos de libre comercio, los acuerdos climáticos… tantos y tantos temas de importancia para el futuro y, de sopetón, castigo de idiotas, ha optado por la calamidad. Su política es un paisaje en ruinas. Incluso mi amada Escocia se siente engañada.
En España, algunos de los más obcecados con la salida de la UE son quienes más han dependido de ella y de sus fondos estructurales y de convergencia. Me niego a creer que la desafección europea provenga del miedo (¿qué miedo?) a la inmigración o la pérdida de capacidad para tomar decisiones. No podemos ser tan demenciales en pleno siglo XXI. Pero es cierto que las bazas del fanatismo recorren toda Europa y, salvo en España, donde han sido bruscamente sajadas en las últimas elecciones, se trata de un tema de honda preocupación.
Quiero creer que la UE aprovechará este momento de flaqueza, reorientará su política (al menos la de comunicación y por supuesto sus intervenciones económicas en los estados miembro que las pasen canutas) y emprenderá un camino distinto desde donde ejecutar mejor (¡mucho mejor!) sus actuaciones. Porque no hay más opción: o aprovechamos la debilidad y nos fortalecemos, o veremos cómo un fantasma recorre y devora Europa. Y no precisamente el del comunismo…

viernes, 1 de julio de 2016

Rivera y su novela-río

La próxima semana les hablo del Brexit. Hoy me urgía confesarles que en las pasadas elecciones sí fui a votar, por Ciudadanos. Me explico. El tal Albert es un personaje de esos capaz de decir una cosa y la contraria en cuestión de horas, cierto, cuando debate pone cara de enfado perpetuo y su programa electoral es tan inservible como el del resto. Pero yo estaba convencido de la inutilidad del señor del otro partido emblemático, del peligro del señor de la coleta y de que a ese señor mayor que reprende al resto cual profesor hirsuto, y que iba a salir elegido, hay que ponerle un controlador. El tal Albert.
En el 96, al del bigote le faltaban 20 diputados para la mayoría y hubo de tragarse palabras y orgullo y buscar en el patriarca catalán el complemento vitamínico faltante. Y no fue mala decisión. Al señor que lee el Marca le faltan unos cuantos más y, aunque haya visto el pasado domingo por la noche palidecer a sus contrincantes, no tiene fácil formar un gobierno estable. Ignoro si acabará acoyuntado con el señor que respiró aliviado por no perder el segundo puesto, pero yo preferiría verle tragar sapos con el jovenzano catalán (que ha de tragarse igualmente los suyos) y que de una maldita vez en este país se haga algo de regeneración y reformas, que ya está bien.
En esas reformas, concretas, definidas, planificadas, con las que el Albert obligue al señor registrador, yace el futuro de su carrera. Y esta puede convertirse en una luenga y extensa novela-río en la que, por fin, se pongan las cimentaciones adecuadas para que nunca más vuelva a crecer en este país los hierbajos de la economía de tribuna futbolera, los amiguetes enroscados en empresas, las puertas que giran y no se detienen, las páginas del BOE taladradas en despachos ajenos, las corruptelas y los corruptazos. Esa es la labor de futuro que necesitamos si queremos ser algo, porque ahora mismo no somos nada, salvo un rastro del pasado sin huella alguna orientada al futuro.
Nadie volverá a confiar en el tal Albert si, en lugar de encender las calderas al máximo, se dedica a culembrear en el puente de mando volviéndose irrelevante, es decir, mediocre. España necesita modernidad, saneamiento, democracia, y un sinfín de cosas buenas a las que nos hemos acostumbrado a mirar de refilón desde la lejanía. Hace falta política, de la buena, no el amancebamiento de los dos grandes que, tanto monta, monta tanto, comen de las mismas cloacas y la misma corrupción. 

viernes, 24 de junio de 2016

Frutos de un estío breve

Hace unos días celebró Queco en el colegio la fiesta de graduación de Primaria (obligado es emular a las instituciones sajonas también en esto) en una ceremonia lenta, farragosa, mal planteada, pero que a todos los padres y abuelos parecía embelesar cuando a mí se me antojaba un tostón.
Me mezclo poco con los demás padres. Prefiero mantenerme a un lado. Sus manifestaciones públicas carecen de sentido crítico y están casi siempre centradas en las calificaciones de los hijos, lo cual es un fracaso. Pero en ocasiones soy civilizado y me mezclo. Y en uno de tales momentos escuché, nuevamente, ese mantra de lo bien preparados que están nuestros hijos porque saben manejar el móvil, la consola, YouTube y el twitter, y para colmo saben inglés y practican deportes… ¡Y un huevo duro!, pensé yo. Saben muy pocas cosas porque se les enseña poco y, además, ese poco se encuentra continuamente en revisión a la baja. Hay más enseñanza fuera de las clases que dentro. Y fuera lo que se busca son experiencias intensas y continuas: las labores para las que se precisa sosiego y paciencia, como aprender, parecen un rollo y son aparcadas sine die.
Aprender jugando: la nueva norma, de consecuencias devastadoras, pero irrebatible. Porque, ¿qué puede haber de emocionante en leer cuando las historias de la tele contienen todo tipo de detalles visuales? ¿Por qué aprender la aburrida historia de los reyes peninsulares si las genealogías inventadas para esos juegos con tronos son mucho más enrevesadas y divertidas? ¿Por qué aprender la práctica lingüística o científica, repetitiva y latosa, cuando por común acuerdo solo se valora aquello que sirve para aprender un oficio y ganar dinero, pues el desarrollo intelectual no cuenta?
Hace poco leí que la enseñanza está en contradicción con el mundo de hoy por su oposición a la rapidez y lo inmediato. Pero no solo la enseñanza en las aulas. También la de nuestras casas. Nosotros mismos estamos totalmente contaminados de apetitos repentinos y protegemos a nuestros hijos pensando que el esfuerzo o la cultura les sobrevendrán difusamente del cielo que cubre esta sociedad de oportunidades y tecnología.
La educación y el conocimiento han pasado a ser consecuencia del entorno, no son ni motor impulsor ni parte esencial del mismo.  De ahí que piense que vamos a vivir un muy breve estío en nuestras vidas. Y un largo, muy largo y desesperanzador otoño, en el que todo poco a poco se impregne de frío y oscuridad.

viernes, 17 de junio de 2016

Contendores

A los debatidores se les conoce, principalmente, por su inexistencia léxica. En Sudamérica se los denomina contendores; nosotros los llamamos contendientes (prefiero el término de nuestros hermanos latinos). Y comienzo así la columna de hoy y con el apuro que me produce confesar que, esta vez, sí seguí el debate del lunes. Mucha gente lo hizo. En la tele hubo casi diez millones de personas pendientes de lo que decían. Incluyan a quienes nos sumamos por radio o internet y comprobarán que un muy buen pellizco de la población permaneció atento a lo que decían. No voy a escribir aquí mis pareceres de guerra (si ganó fulano o zutano), ni a defender a mi candidato predilecto (no tengo), como hace la inmensidad de los comentaristas políticos, cual si hablasen de un partido de fútbol o la batalla de los Dardanelos. Pero sí les voy a apuntar mis reflexiones porque, de hecho, me sorprendieron incluso a mí.
Lo que vi en ese debate fue, principalmente, dos modos antagónicos de hacer la política. Por una parte el modo antiguo, representado por un señor viejo que defendía su gobierno y un señor menos viejo en apariencia de cuyo recuerdo al finalizar el asunto hube de salir espantado y a quien pronostico un pronto final (para felicidad de todos). No sé quién les elige en sus respectivos partidos (valga la negación retórica), pero son la viva imagen del anquilosamiento ortopédico que ejerce una práctica, la del poder, en quienes la abordan desde sus entramados vetustos y obsoletos. Por la otra parte, había dos líderes jóvenes que me sorprendieron por su viveza y libertad a la hora de proclamar sus mensajes y cifras, se estuviese de acuerdo o no, como si además de repudiar las gangrenas de los de enfrente, quisieran también sobrepasarlas. El de la coleta, al que había escuchado poco en directo, y a quien tengo por político muy sospechoso ideológicamente, lanzó datos y afirmaciones con desparpajo. El otro, el que no llevaba corbata, pese a un exceso de tirria escorredera, salpicó la noche con sopapos a diestro y siniestro, evidenciando que voluntad  de erigirse no le falta.
La política vieja y la política nueva. Parecen lo mismo, pero no se presentan de la misma manera. A estas alturas uno anda tan escarmentado de lo viejo, por lo enredado y laberíntico de su devenir, que lo nuevo relumbra, aunque encierre trampas y peligros. Pienso que vivimos un momento de cambio. Y puedo entender por qué. Basta echar un vistazo a lo del lunes

viernes, 10 de junio de 2016

Parlanchines

No son pocas las veces que me preguntan por mi "desafección", esa palabreja que ha pasado a designar indignados, pasotas, decepcionados o hartos. En no menos ocasiones aludo a la política de vía estrecha perpetrada en el parlamento, al egoísmo de los próceres, a la baja calidad democrática de los partidos políticos, al elefancíaco entramado institucional inventado por unos y otros, a las mentiras que excitan a los electores (las promesas electorales) o la desvergüenza de los muchos andobas metidos en política no para mejorar el país sino pillar cacho (poder) como sea.

Y esto suelo responder, como digo arriba, porque suena bien y son argumentos que aúnan consensos en las discusiones y le hacen pasar a uno por un tipo responsable. Pero la realidad es que me da igual porque hace tiempo deduje que todos juegan al mismo juego y ninguno sabe jugar distinto. Y lo necesitamos, pero estamos vendidos. ¿Saben ustedes el daño que causa la corrección política, o la simpleza de los retruécanos parlamentarios con que se dice siempre lo mismo, aunque sea del revés, seguramente por falta de altura de miras y una voluntad y valentía que ninguno de ellos posee ni en sus más húmedos sueños? ¿Entienden que tenga escasas ganas de este pasatiempo consistente en idear miles de maneras (llamadas leyes) con las que decirnos cómo pensar, actuar o rascarnos salva sea la parte, mientras se deja ir de rositas a los de siempre, que se hurgan la napia con el dedo que mejor alcanza, porque nadie sabe cómo meterles mano aunque se dejen? Que la palabrería alcance rango de ley no es preocupante, es un desastre.

Quiero que me dejen en paz. Y como no es posible, me resigno a ser correcto ciudadano de puertas para afuera, ácrata de puertas para adentro, y audaz semoviente cuando toca mirar alrededor, de los que han aprendido a no ver. Mejor cubrir de invisibilidad lo superfluo y seguir el propio camino como si no existiera lo mediocre, las verdades espurias o los lugares comunes (vértices de la decadencia). Nuestro declinar nace de un único sustrato: las masas acomodaticias que, no queriendo luchar por su libertad individual, no dudan en querer ser ajorradas por los líderes del pueblo, que son siempre o los más parlanchines (salvo excepciones, véase a don Mariano) o los que tienen más pasta en el caldero. Yo digo que es muy sano salir por piernas de tanto espanto. Mejor que le echen en cara a uno su intolerancia que pasarse de frenada, como es habitual.

viernes, 3 de junio de 2016

Noctívagos

Ya es junio. Otra vez. El cielo lo sabe y se despeja. Las gentes ya frecuentan las calles. Dejamos de vivir de espaldas al mar (hay quienes viven siempre dentro de él, en cascarones repletos de pesca). El último sol de la primavera empuja a la noche y la achica. Cuantas menos horas contengan las tinieblas, más las recorreremos. No necesitamos vampiros: somos noctívagos. Pasamos sueño. Las sábanas tornan rutas selváticas. Las almohadas, meditación catártica. Una marejada de impaciencias puebla la oscuridad. El despunte del alba renueva las pulsiones.  Las mañanas ya no avanzan con cuidado. Tras ellas, el mediodía aplana, aplasta como se chafa a una oruga, sin remisión de la pena. Surge un ajetreo de copas y platos en las terrazas, entre plazas y calles, colonizadas por gaznates y risas alborozados, como un resalsero de olas renacientes que se esconden del mar océano. Muy pronto las horas centrales del día se volverán asfixiantes.
Hay algo en este mes, desde siempre, que me fascina. Final del curso. Inicio del verano. Más luz. Calor incipiente… Son sintagmas todos ellos no sé muy bien en torno a qué articulados. Posiblemente en la precognición del estío en ciernes. Nos favorece la holganza veraniega, pero salvo por el canto de la chicharra y la canícula, la poética la aporta realmente este mes de junio que ahora arranca. Si se piensa bien, hay poco de elegía en el desorden de la arena eclipsada por toallas y cuerpos al sol. Es más bien prosaico, de una basteza que, no por asumida, deja de parecerme procaz.
Aún falta algo para todo ello, tenemos el deber de deleitarnos ahora con la musicalidad de un mes que reina sobre la panoplia de dioses mitológicos, que invoca en su transcurso a que crezcan todas las maravillas gestadas durante los meses vernales previos, un mes de fácil olvido, aún silencioso ante los estruendos de julio y agosto. Merece la pena, por todo ello, que no es poco, olvidar que ha de librarse en este mes, en unos días, no sé cuántos, ya ni me importa, una contienda. Ninguno de quienes en ella combaten piensa señalar el reloj de sol o portar una antorcha encendida. Seremos nosotros quienes les alumbremos, a ellos, cuando nazca el verano, que por tal razón seremos prontamente olvidados.
El día soleado y la noche fría. El mar aún destemplado. La montaña reverdecida. Hojas de Santa María aromatizando. La jara con flores. El monte, accesible. Ya es junio. El cielo lo sabe. Nosotros nos vamos dando cuenta.