Aun siendo verano, parece concluido el estío. Septiembre surge,
todo él, otoño. El calendario nos arrebata casi un mes de esparcimiento para
introducir el duelo en nuestras almas.
Llevaban avisando los medios que este mes sería una
carnicería de esperanzas y futuros. Y lo
entiendo. Todos quieren hacernos creer que esta pandemia es excepcional y que
no hay registro alguno en la historia reciente que se le asemeje. No importa
que las pandemias sean recurrentes y no haya generación que se libre de alguna.
Lo insólito de la nuestra es que, a escala mundial, la hemos afrontado desde un
pánico desmedido. Y así nos va. Apocalípticamente. Ni el ébola en África ha
sido gestionado como este coronavirus al que envuelven recurrentemente en prognosis
armagedónica.
Mientras esto pasa a la única escala límite del ser humano,
en la nuestra, la de nuestra piel de toro, tan troceada y malinterpretada, los discursos
siguen rellenándose de vaciedades: por ejemplo, la urgencia de la unidad,
reclamo perpetuo que se proclama más cuanto mayor es el deseo de división, como
sucede ahora, en una sociedad cercenada en dos bloques cada vez más
antagónicos. Lo peor es que no nos deberíamos extrañar. Nos gobierna un
individuo que no solo miente, también hiere de forma constante las
sensibilidades e inteligencias de los ciudadanos a quienes se debe. Vive tan
campante, ha confundido tanto la gobernanza con la propaganda, que solo sabe
dedicarse a la única inutilidad de la que es capaz. No importa que un país
entero, el nuestro, desde todos los frentes, se halle encogido, con el corazón contrito,
no tanto por los rebrotes (tan previsibles y obvios que espanta que resulten
tan lesivos para el sosiego común) como por la crisis que se avecina, y no se
ha avecinado ya sin darnos cuenta.
Mal asunto el reciente espectáculo con el Ibex presentando
armas. Lo mismo que esas vacaciones a cuerpo de rey (del rey que echó) tan
soberbiamente interrumpidas cuando el bronceado no admitía más tono para
mantener reuniones y conferencias tan inútiles como su gestión de todo. Somos,
ahora mismo, un país sin futuro. Por eso mismo me siento convencido de que uno
a uno, quienes no atendemos proclamas ideológicas ni partidistas, especialmente
sin estas últimas, haremos aquello que debemos hacer pese al ruido entorpecedor
de las altas esferas.
No se dejen humillar por este teatro del ridículo en que ha
tornado los asuntos del Estado. La propaganda no cesará. Pero los demás
podremos dejar de escucharla siempre que lo queramos.