viernes, 24 de julio de 2020

Estío acallado

Avanza el verano a trancas y barrancas, como si no quisiera serlo en absoluto. El deífico virus se perpetúa como problema sanitario, social y ahora también ontológico: necesitamos teología fina y esa es inexistente. Los rebrotes dejaron de ser verdes, si es que alguna vez cupo esa esperanza, para devenir púrpura, acaso celestes en cierta prensa que reserva lo rojizo para otras catástrofes, como los incendios. Todos ellos, casi sin excepción, simbolizan los nuevos contagios con enormes círculos que todo lo cubren por completo. De repente vivimos en una península donde gigantescos globos se han espanzurrado contra el suelo. Si nos fijamos en los numeritos de las leyendas se comprueba que los diámetros están muy exagerados. La piel de toro debería ser como un vestido de pequeños lunares, de topos más bien diminutos, salvo en Barcelona o Aragón, donde parece que se les está yendo de madre el asunto. Algunos rebrotes parecen la batalla entre las autoridades y las obstinaciones individuales.

Este verano hemos descubierto para qué sirve un doctorado en diplomacia económica, título asaz snob que plagió el morador monclovita: sirve para saber permanecer sentado y sin abrir la boca. Hay quien se extraña de esas fotos donde el inefable Sánchez parece escribir con la zurda sobre el tapete de la mesa, acaso porque olvidan que nada de lo que ha publicado con su nombre ha sido alguna vez escrito por él mismo. Yo agradezco que en el Concilio de Elrond del pasado lunes no dijese gran cosa. Estaba claro que los líderes iban a dejar caer café en el campo en forma de chaparrón de millones de euros. Incluso cayendo muchos menos también hubiésemos aplaudido el silencio. Las batallas entre cerdos y frugales tenían más de escenografía que de disensión. Por eso bien olvidado queda lo mucho que Moncloa sugirió a Europa desde el mes de abril en cualquiera de sus locuaces sancheces (como lo del engendro de la deuda perpetua). La pena es que solo saben estar callados allí.

La canícula política es un encendido canto de cigarras que desvela la triste miseria de los muchos taifas de esta tierra. Unos no saben qué hacer con el virus, como si les hubiese pillado de nuevas, igual que en los idus de marzo, y otros aún no saben qué hacer con tantos millones como se van a arrojar desde el Olimpo. Para el virus todos se aferran a los trapos con los que nos tapamos la boca y la nariz. Y me parece que con los dineros, que son calidad, habría que hacer algo parecido: volvernos doctores en diplomacia económica.