El conflicto racial en Estados Unidos sigue sin digerirse. La
muerte de George Floyd (infectado de coronavirus) por Derek Chauvin (policía de
Minneapolis) ha desatado una ola de indignación e ira en Estados Unidos, de
costa a costa. Las consecuencias son escandalosas: toque de queda en 25
ciudades, saqueos y violencia callejera nocturna, miles de detenidos. Trump, bunquerizado
en la Casa Blanca, incapaz de callar (cosa que tiene por costumbre) aprovecha
la situación para vociferar barbaridades y atraer al votante blanco, absorto con
lo que sucede en su país. Por mucho que increpe a alcaldes, gobernadores y manifestantes,
su rol en esto es bastante irrelevante (cosa que le molesta).
Obama vivió disturbios similares. Los hubo tras la muerte de
Michael Brown (18 años), en agosto de 2014, al ser tiroteado en un encontronazo
con la policía de Sant Louis, Missouri. Dos años antes, en un barrio
residencial de Florida, Trayvon Martin, un adolescente de 17 años, moría bajo por
disparos de un “vigilante ciudadano” que se puso nervioso ante el joven de
color. Racismo. Armas. Una combinación terrible. En el caso de Floyd, los
destrozos de la pandemia, con su reguero de paro y pobreza, y una feroz polarización
de la sociedad como estrategia tenaz del arrogante y ramplón Trump, han obrado
el resto. Por cierto, ¿verdad que nos suena a los españoles esa estrategia como
forma de gobierno?
El racismo en Estados Unidos contra la población negra lleva
años incrustado en otro problema mayor, el de la pobreza y el prejuicio social
contra determinados suburbios y distritos de las ciudades estadounidenses. De
hecho, si hablamos de ciudadanos negros asesinados en ese país, los datos del
FBI son escalofriantes: el 90% mueren a manos de otros negros. La muerte en los
suburbios es una cuestión endógena de crimen, narcotráfico y otros delitos. Pero
contra esa violencia no grita el “Black Lives Matter” con sus pantallas en
negro.
Estados Unidos lleva décadas dedicando una ingente cantidad
de recursos para tratar de paliar estas cuestiones sociales, educacionales y de
igualdad de oportunidades. En el homicidio de Floyd, la justicia estadounidense
ha respondido certera y rápidamente. La maquinaria federal funciona. Lo que no
funciona es la dictadura del vandalismo. Mientras tanto, aquí, en Euskadi, los de
Bildu, justo quienes menos deberían alzar la voz contra la exclusión, han sido
los primeros en apuntarse a denunciar la muerte de un hombre negro a manos de
un policía blanco en Minneapolis.