Cuando salió el sol, Uruguay deslumbró con lozana herejía y
los parques se llenaron de gente y las calles de una tranquilidad
consuetudinaria. Causa asombro observar a su población, comprometida y valiente,
acostumbrada a ser consultada sobre cualesquier leyes que se promulguen (bastan
doscientas mil firmas para obligar una votación). No hay obligación de usar tapabocas
en la calle y el país entero parece una isla de salud inobjetable: desde el
principio de la pandemia “solo” se han contagiado un millar corto de personas y
han perecido menos de cincuenta individuos. Nosotros, españoles con constancia
consular, al PCR obligado para entrar en el país hemos debido sumar otros dos más
solo por provenir de donde provenimos. Es fútil tratar de explicar que han
concurrido en la madre patria, en el mismo periodo de tiempo, un virus y la más
inútil clase política en siglos sin eximente de ningún tipo. Alrededor de
Uruguay blanden su tétrico ejemplo la sempiterna crisis argentina y el cráter
lunar en que se va convirtiendo Brasil.
viernes, 2 de octubre de 2020
El mundo del sur
Montevideo nos contempló al llegar bajo una borrasca
lúgubre. El gris plomizo, la penosa sensación de acromatismo, impedía percibir el
abundante verdor de una ciudad bohemia y liberal que despierta en primavera. El
vuelo fue tranquilo, azaroso en turbulencias, especialmente con una T4 vaciada
de gente. Los aviones han pretendido burlar su debacle económica ofreciendo estrecheces
y miserias, como el infame servicio a bordo o la gélida frialdad de sus excusas
innecesarias. Los viajeros nos hemos convertido en seres sospechosos de la
noche a la mañana.
Qué gusto pasear con sol y aire del Atlántico en el
rostro (qué hartazgo arrastro de máscara y cómo duelen los cartílagos de las
orejas por su uso). La labor profesional que hemos venido a realizar va viento
en popa porque, como suele ocurrir en el nuevo mundo, la industria aún no tiene
ensoberbecido el seso y presta atención a los profetas. Por todo ello, vida y
trabajo, entorno y ciudadanía, quisiera uno quedarse en Uruguay mucho tiempo.
Pero no es posible, no se puede. Anuncian que, al regresar, quieren encerrarnos
como vulgares infectos que solo saben arruinar tendencias de curvas o,
aciagamente, morir. Enfermar de virus es un tedio antiestadístico.
Personalmente renuncio, por ahora, a pensarlo siquiera. Prefiero seguir
deslumbrándome con esta tierra lontana donde a quinientos metros de desnivel lo
llaman monte y en los pastizales del norte, donde hace demasiado calor, solo hay
vacas y ovejas.
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