Ser ciudadanos es esa obligación a la que somos arrojados al nacer porque, en algún momento, la humanidad decidió que nadie puede ser dueño de su existencia social (ni tampoco de una porción del planeta). Sometidos a leyes e impuestos y monsergas, tan solo se permite pensar lo que se quiera sin que nadie lo pueda impedir. De modo que, si usted quiere opinar que un asesino terrorista es un beatífico hombre de paz, o que la matanza de judíos nunca existió o que hubo una vez un reino en cierta parte de una península donde la Historia ha convenido que nunca hubo tal, puede hacerlo. Tal vez le multen por negacionista, como en algunos países, por poner uno de esos ejemplos (los restantes no suscitan la atención de las leyes). Poco más. Pero una cosa es tener opinión y otra creer que, por el hecho de tenerla, la debamos considerar proverbial o iluminación para el bien común.
Vivimos unos tiempos no especialmente felices en los que,
desde ciertos flancos estamentales, donde las opiniones han procurado a sus
opinantes altura moral autodeclarada, se prescribe continuamente cómo pensar,
qué pensar y cuándo pensar. Sirva cualquier insoportable homilía de la ministra
de Igualdad de ilustración para este incordio. Aunque no hace falta acudir a la
bancada azul. No son pocos los individuos que se arrogan el derecho de
educarnos en el civismo que ellos profesan con denuedo, independientemente de
su credo particular: animalistas, veganos, no-gubernamentales, etc. Empiezan a
ser bastantes. Y como forman una piña bastante elocuente en sus
manifestaciones, al cómo, qué y cuándo, le añaden el anatema con el que
condenar a quien se pase los anteriores adverbios por el forro de sus
caprichos.
Todo ello produce una reacción newtoniana. El patrón lo
vemos en este Gobierno que se dedica a todo menos a gobernar. Tarde o temprano
los vórtices del descontento se ponen de manifiesto. En ocasiones, con
exageración y neurosis. Nada que objetar a lo primero, pero todas las
objeciones a lo segundo. Es lo que ha pasado con ese partido político, el
tercero en número del hemiciclo, que han hecho uso de su facultad congresual para
opinar (y censurar) hasta ejercer el desatino de opinar justo lo que siempre se ha
de censurar.