Seguimos siendo sociedad por definición y porque no queda
más remedio. Pero somos ya una sociedad extraña, donde no menudean ciudadanos,
cada cual con su jaleo y su locura a cuestas, sino identidades y sentimientos
sin limitación alguna. Sentirse algo es tan importante que no sentirse nada ha
dejado de tener sentido. No sé si me entienden. El caso es que, con tanto
saragüete sentimental, hablar de ser un país comme il faut resulta surrealista.
Del calificativo de cuestionable y cuestionado, que dijo el otro (menudo
portento aquel otro) hemos pasado a la mesa de “tócame, Roque”. Así son las
genialidades de estos seres ínfimos, irrisorios, insignificantes que, por arte
de birlibirloque, han acabado ostentando juntos un poder casi omnímodo. Por
separado, no dejan de ser alfeñiques. Fusionados, ya ven lo que nos deparan.
Pésima gestión, caótico desgobierno. Desmembraciones a la carta de todo lo
anteriormente urdido con esfuerzo en esto que quiso ser un país moderno y
decente.
Mire donde se mire, prevalece lo gris y mediocre. Con el
menor apoyo ciudadano obtenido en democracia, unos y otros han urdido un
consorcio donde tiene cabida hasta el más desquiciado, ignorante, desmemoriado o
revanchista. Lo peor es que los suyos, los adláteres que los respaldan, lo aceptan
jubilosos o callan como cobardes. Los que son contrarios no parecen encontrar
ni palabra ni ocasión (hay que ser medianía…). Y los que otrora tildábamos de
poderosos han apostatado de su catalogación para trocar en meros lacayos (ya ni
siquiera dudamos si observan algo que a nuestros ojos inexpertos queda oculto).
Y qué decir de la prensa, entusiasta del pronóstico, suscrita al futuro
imperfecto de indicativo para indicar las actuaciones venideras de los
mandamases porque el presente ha dejado de ser noticia.