Me sigue picando el cuerpo. Ya les comenté la semana pasada que las noticias del coronavirus me producen urticaria. Digo bien: las
noticias, no el patógeno, que no deja de ser una esfera nanométrica que hace lo
que tiene que hacer: propagarse y contagiar. Carente de cerebro (intelecto), su
ontología se resume en una máquina natural sin bases morales. Infecta y enferma
al huésped, incluso lo hace fenecer. Ignora cuanto su manifestación provoca en
el mundo que existe siete órdenes de magnitud más arriba. Y ahí comienzan
nuestros problemas.
Si el virus ignora que lo es, ¿por qué lo convertimos en un
ejército correoso e incluso lo deificamos? ¿Tal vez para encubrir nuestras
deficiencias? Fíjense en la geometría del funeral de Estado celebrado ayer en
Madrid. Recordaba con su solemnidad circular a otros rituales similares del
Holoceno, excepción hecha de las fosas y campos donde los genocidios y guerras
tribales han cristalizado su barbarie. Los círculos concéntricos y su ordenación
cuasi astrológica de autoridades, y el pebetero central ante cuya llama (ay, la
simbología ancestral del fuego) se manifiesta la salmodia laica y sin responsoriales
del sufrimiento, ostentaban con sobriedad asaz impostada (para qué engañarnos) la
unidad sin fisuras de la que hablan quienes no saben emplear mejor las palabras.
Pero, oiga: unidad, salvo ayer, apenas ha habido y tampoco se la espera en mucho
tiempo. Por tanto, se trata de una unidad fingida, ilusoria, falsa; una ofrenda
ancestral de respeto hacia los fallecidos, no una concordancia. En ausencia de vida
eterna, tan pronto se extinga la llama del pebetero, se extinguirá lo unificado.
Al virus (elevado ya a categoría de deidad
maléfica) le da igual lo que hagamos. Y a las víctimas, por desgracia, ya también.
No deberíamos congratularnos en manifestar la unidad de que carecemos, sino en
mantener la más constructiva disputa. Lo que se encuentra al otro lado no es el
capricho de una divinidad antojadiza, sino nuestra incapacidad por articular
soluciones para preservar el bienestar y la convivencia. No ha de avergonzarnos,
por tanto, reconocer que estamos desunidos: pero sí que somos ineptos o incapaces.
A mí no me avergüenza la disparidad que mantengo con buena parte de mis coetáneos.
Es más, la considero utilísima. En cuanto deje de ser útil, callaré (o extasiaré,
que es lo que prefiero). E idéntico éxtasis sentiré el día que este Gobierno por
fin convierta su labor en algo útil y digno tanto para los vivos como para los
muertos.