viernes, 10 de julio de 2020

Estío culpable

Acogotado por este calor pegajoso y graso, hace muchos días que todo lo relacionado con el virus me produce urticaria. Quizá sea uno de sus efectos secundarios menos conocidos. Directa e indirectamente sigue llenando casi todas las páginas, salvo las que mencionan el vergonzoso asunto de la tarjeta de móvil primero robada y después entrampada. Todo se encuentra tiznado por el coronado rastro del patógeno criminal que, pese al goteo incesante de curvas sin doblegar, aquí y allá, ha acabado siendo menos letal de lo que todos pronosticaban en marzo y mucho más infernal de lo que ninguno hubiera querido desear para su peor enemigo.
Lo lamentable quizá sea que, en este verano de 2020, la sociedad civil no solo ha dejado de ser libre para ir o venir y juntarse: de repente todos nos hemos vuelto sospechosos, potenciales homicidas involuntarios, tanto los asintomáticos como los simplemente irresponsables. Como el virus no se ha ido (eventualidad que jamás iba a acaecer), describe cada amanecer un horror que retorna cíclicamente, como el nihilismo. No vean cómo atraganta que el noticiario diario siga desgranando, sin desaliento, las muertes de las que ya nadie habla y los rebrotes que, pese a su previsibilidad, parecen el resurgimiento triunfal de un virus que todos hemos padecido, de una manera u otra. Y sobre todo atraganta que, de manera incorregible, el discurso político acabe siempre en la velada acusación de lo irresponsables y potencialmente irresponsables que somos los ciudadanos.
No sé qué pensarán ustedes, pero no es lo que toca. Aquello tocaba en marzo o abril. Desde entonces, cada cual ya ha deducido la verdad que cantan las estadísticas que ellos han manipulado y ya sabe cómo afecta y cuál es el riesgo existente, pero no alarmante, de perder la vida en ello. Dicho de forma cruel, los jóvenes del botellón o los paseantes sin enmascar sospechan que la parafernalia protocolaria no es garantía de vida eterna. Han efectuado un rápido análisis de riesgos y alcanzado la conclusión de que el virus es algo que solo jode a unos pocos, los más desgraciados.
Si se piensa bien, resulta impúdico exigir que nadie lleve la mascarilla en el codo mientras en las altas esferas aún no se sabe articular una defensa más moderna y contundente contra el patógeno. Como es impúdico colocarnos el sambenito de la culpa cuando ellos siguen arrojando a la cara, sin vergüenza alguna, que todo ha pasado gracias a su intercesión casi divina.