Lo lamentable quizá sea que, en este verano de 2020, la sociedad
civil no solo ha dejado de ser libre para ir o venir y juntarse: de repente
todos nos hemos vuelto sospechosos, potenciales homicidas involuntarios,
tanto los asintomáticos como los simplemente irresponsables. Como el virus no se ha ido
(eventualidad que jamás iba a acaecer), describe cada amanecer un
horror que retorna cíclicamente, como el nihilismo. No vean cómo atraganta que
el noticiario diario siga desgranando, sin desaliento, las muertes de las que
ya nadie habla y los rebrotes que, pese a su previsibilidad, parecen el resurgimiento triunfal de un virus que todos hemos padecido,
de una manera u otra. Y sobre todo atraganta que, de manera incorregible, el discurso político acabe siempre en la velada acusación de lo irresponsables y potencialmente irresponsables que
somos los ciudadanos.
No sé qué pensarán ustedes, pero no es lo que toca. Aquello tocaba en marzo o abril. Desde entonces, cada cual ya ha deducido la verdad que cantan las estadísticas que ellos han manipulado y ya sabe cómo afecta y cuál es el riesgo existente, pero no alarmante, de perder la vida en ello.
Dicho de forma cruel, los jóvenes del botellón o los paseantes sin enmascar sospechan
que la parafernalia protocolaria no es garantía de vida eterna. Han efectuado un rápido análisis de riesgos y alcanzado la conclusión de que el
virus es algo que solo jode a unos pocos, los más desgraciados.
Si se piensa bien, resulta impúdico exigir que
nadie lleve la mascarilla en el codo mientras en
las altas esferas aún no se sabe articular una defensa más moderna y
contundente contra el patógeno. Como es impúdico colocarnos el sambenito de la culpa
cuando ellos siguen arrojando a la cara, sin vergüenza alguna, que todo ha pasado
gracias a su intercesión casi divina.