Estos
días sucede algo que me tiene perplejo: desde finales de mayo, los jóvenes que hogaño
cursan ESO y Bachillerato o están de vacaciones adelantadas o van al instituto
para hacer talleres y visitas a los jardines, creo. Ustedes dirán que ahora las
cosas son así, pero yo sigo sin entenderlo.
Puedo
aceptar que a los jóvenes les convenza este solaz repentino impuesto por las
autoridades bajo la excusa de que algunos han de hacer recuperaciones. Total,
es tan poco lo que les enseñan que una o dos semanas de junio bien pueden
obviarse. Pero si reparo en que están recibiendo una educación magra y
desvalida, acaso desde que alguien distinguiese entre enseñanza y cultura, no
salgo de mi asombro. Y no es suya la culpa, sino nuestra: hemos derrumbado todo
lo ancestral para que el esfuerzo no asomara las narices en las vidas de la
esta generación, la peor preparada de todas (decir que es la mejor es un mal
chiste de los políticos).
Supongo
que he envejecido y por eso no entiendo nada. Debería reflexionar sobre este conflicto
generacional palpitante, pero en YouTube, para que alguien me haga caso. En
Twitter no quepo. Sería buena ocasión para filmar un cortometraje crítico, en
lugar de los cortos de terror que filmamos en el pueblo, emulando el estilo de Yasujirō
Ozu, aquel cineasta nipón que tan bien supo retratar el choque entre la tradición
y la modernidad.
Y
sí, la madurez, como preámbulo de la vejez, es también una etapa
desconcertante: recuerdo todos mis momentos de infante y no logro olvidarlos
para que las usanzas de Queco me resulten asombrosas. Cuando yo era joven
decían los mayores que mi generación traería el fin del mundo, nada menos,
dadas nuestras costumbres hueras y nuestras peligrosas inclinaciones y gustos.
Y ahora que los mayores somos nosotros, en vez de asombrarme de la evolución
vivida, lo que descubro es el cinismo de quienes, frisando o subidos a los
cincuenta, se empeñan en eternizar la adolescencia queriendo ser como sus hijos
y convirtiendo a estos en unos oseznos perezosos, hipersensibilizados y
egoístas, incapaces de sobreponerse a una simple regañina.
Holden
Caufield, viendo a su hermana Phoebe dar vueltas en un tiovivo, se sintió -por
vez primera en mucho tiempo- feliz. Tal vez musitaba el elogio de Dante a
Virgilio: “me satisfacen tanto tus respuestas que, más que saber, dudar me
agrada”. Jerome y Alighieri no asoman sus narices en las aulas: siguen
encerrados en una caja en el desván.