Mi
madre, Asunción Melado, falleció en la noche del día de la Inmaculada. Por la
tarde había hecho rosquillas y habló con ilusión de las navidades. Tras cenar,
se sentó a ver una de sus series favoritas y se acostó como acostumbraba. Cuando
yo me retiré, mi madre oyó ruidos y, sintiéndose mal, quiso levantarse
para ir al baño. Tuvo un desfallecimiento y cayó al suelo. Estaba en espera de
un cateterismo para reemplazar la válvula aórtica, algo que los médicos no
consideraban urgente. Emergencias llegó con rapidez, pero se limitaron a
colocar un gotero y decir que la llevásemos al hospital. Ella no quería. Yo
tampoco. Fue mi hermano quien tomó la decisión. Cuando la subieron a la
ambulancia, mi madre clavó su mirada en mí, afligida de angustia. Es la última
imagen que guardo de ella. Falleció al llegar al hospital por paro cardíaco,
complicado con un soplo que sufría desde niña.
Volví
a casa cuando despuntaba el alba. Hacia las diez instalaron sus restos en el
tanatorio del pueblo, una casa donde otrora, cuando el pueblo rebosaba vida, se
celebraban bailes. Lavé toda su ropa de cama y la tendí en el balcón de la contigua
casa familiar, ubicada en un enclave privilegiado, donde la mañana, gélida como
ninguna, me regaló una estampa prodigiosa de sol y pureza, la misma que mi
madre podía contemplar a diario: el corral, la huerta, el regato del Chorro, y más
allá la inmensa Peña Gorda, que da nombre y sentido al lugar. Cómo no iba a
estar enamorada del pueblo si podía contemplar el mismísimo Edén con sus ojos
desnudos…
La
enterramos al día siguiente, sin sol y bajo un manto de nubes. El alcalde no
quiso conceder la voluntad de inhumarla junto a mi padre y ubicaron la tumba en
el otro extremo del camposanto. Con la tierra cubriendo sus restos, desapareció
una mujer admirable, nacida con la Guerra Civil, que trabajó toda su vida a
destajo, como madre y como maestra, con una perseveración que ninguno de
nosotros tendrá jamás. Incluso comprendí, finalmente, por qué sus antiguas
alumnas volvían a visitarla veinte años después de dejar el colegio.
La
sensación que siento es muy rara. No es solo una inmensa pena, como cuando
murió mi padre. Es peor que eso. Es un silencio desgarrador que me consume por
dentro y sé que me ha de devorar lentamente sin yo advertirlo, como una
pernoctación eterna sin techo. Como un vacío profundo que emerge del hoyo donde
reposan sus restos para siempre, y que sabe que yo soy el siguiente.
Adiós, mamá.