La
semana pasada, en Costa Rica, en medio de una conversación intrascendente,
comentaba que este 2019 es fabuloso para el séptimo arte porque por fin (¡por
fin!) concluyen tres sagas-río, de las más exitosas entre el público: el tostón
de los Vengadores, la decrépita Star Wars y el interminable Juego que tenía
tronos. Son de consumo inmediato, como un pastelito con crema, y su triunfo
reside tanto en su calidad como en haber sabido elevar su luz por encima de
todas las demás propuestas, relegándolas a lo episódico.
El
cine ha descubierto dos filones: el folletín, convirtiéndose al formato de las
series de la tele (que cada vez son más cine); y los fanáticos, esos sedicentes
espectadores que colman los espacios públicos con frases altisonantes,
dependencias emocionales de cuanto aparece en pantalla, y una angostísima
cultura que, no obstante, le es sobrevenida, porque algo o alguien se encarga
de idiotizarlos a todos.
Cada
vez hay menos espectadores y más fanáticos. Al espectador le da igual que se
orquesten fastuosas campañas de marketing o que aparezca un tipo con capa tratando
de salvar el mundo de la misma manera en veinte películas distintas. El
espectador busca saciar su curiosidad, disfrutar y, si es posible (que no suele
ser), acrecentar sus fronteras sensorial y emocional. Pero el fanático no. Su
universo es limitadísimo, vive enganchado al marketing viral (que es
interminable) y piensa de continuo en unir sus expectaciones a las de los otros
millones de fanáticos que pululan, como él, por el planeta.
Sí,
hay fanatismos peores, y no me refiero al fútbol, la política o la religión
(que también), aunque sean, por desgracia, eternos. Pero he de celebrar
jubiloso la obsolescencia de estos barruntos televisivos y cinematográficos que
a tantos envicia y suplico, por favor, que los obsolezcan aún más, porque son propuestas
sin duda entretenidas y con su punto de talento y técnica, pero tan solo su
finalización puede acallar las voces de millones de fanáticos que hormiguean
por el mundo digital convirtiéndolo en un estercolero mendaz y estúpido donde
solo vale esputar más fuerte.
Un hombre
se vuelve fanático casi a su pesar, como explicó Jean-François Revel. Todos
podemos construir en el pensamiento un sistema capaz de explicar el mundo y
otro capaz de rechazar lo que se le oponga. El problema surge cuando, en el
fragor de ambas visiones, se atraviesa la linde de la mesura y se accede a algo
similar al apocalipsis.