Hablamos Queco y yo del otoño. Las hojas ya
van amarilleando y pronto sembrarán las calles con su manto mortecino.
Aprovecho para enseñarle el sustantivo que identifica la hojarasca seca que cae
de los árboles: la seroja. Le comento que en algunos lugares de los Estados
Unidos es habitual encontrar, en este mes, a grupos de turistas que se desplazan
hasta los bosques para observar tanto los colores otoñales de la foresta como
el espectáculo de las hojas que han caído.
Octubre es, definitivamente, el otoño. Alguien
me habla de lo mucho que le gusta esta estación. No me extraña. La gradación de
tonos que nos brinda esta época del año es espectacular en todas sus
dimensiones. Walt Whitman, que era neoyorquino, la dibujó como roja, amarilla,
parda, púrpura y verdes claros y oscuros. Nosotros estamos más acostumbrados a la
predominancia del amarillo, del jalde que vertía en esta columna la semana
pasada. Pero cualquiera que haya viajado sabe que los otoños en ciertas zonas
del planeta son antes rojos que amarillos, por la antocianina.
No solo las plantas, al ir yéndose el verano,
se preparan para soportar los fríos del invierno. Muchos de los habitantes de
este hemisferio se recluyen en casa, donde el verbo invernar cobra todo sentido,
y solo la abandonan para aprovisionarse o porque se cruza uno de esos puentes
laborales que tanto apetecen. En cualquier caso, como le sucede a las plantas,
el otoño pone a punto los procedimientos de clausura del buen ánimo y de la
felicidad solar. Posiblemente no dejemos de producir clorofila, como le sucede
a las hojas, pero nos volvemos cáscaras vacías sin nada aprovechable dentro
hasta que el sol de la primavera vuelve a fortalecer nuestros ánimos.
La tildan de yerma, de melancólica, pero esta
estación que tan bien pronostica el ocaso de nuestras vidas, no solo propicia
balances emocionales. Y sí, hablo de un ocaso, no tanto meteorológico como espiritual.
Pablo Neruda decía que “una mano de congoja llena de otoño el horizonte y
hasta de mi alma caen hojas”. Pero ya casi nadie lee poesía, y acaso por
eso exista Instagram. Los poetas embellecen con palabras incluso los más
indeseables estados de la mente. Los fotógrafos, aun aficionados, se contentan
con reflejar la luz que contemplan.
Queco es joven y aún no siente como propias
las melancolías otoñales. Pero quien esto suscribe, siente que en su verbo
cansado hay una clave para calmar la necesidad de comunicar que, de nuevo, es
otoño.