Estos días cunde en la prensa el extraño y
desvergonzado caso de la alcaldesa de una localidad (bastante grande) de
Madrid, cuyos días están contados. Una alcaldesa que, con el consentimiento de
todos los partidos políticos presentes en el pleno, aprobó una subida de sueldo
para su emolumento y también el de los concejales. Por supuesto, el alzamiento
de los salarios consistoriales no solo se ha registrado en el ayuntamiento que
nos ocupa: muchos otros, de cualquier signo político y condición, han obrado
igual. La pela es la pela.
La enfermedad (antes que drama) de esta
alcaldesa se traduce en el nepotismo con el que ha actuado en su breve
singladura (desde julio): nombramientos (llamados también designaciones) en
favor de parientes y amigos a quienes, como el valor en la mili, se les supone
capacidad y adecuación. Los amigos de uno siempre son adecuados para cualquier
cosa, está claro. El nepotismo es contrario al orden constitucional. Y al
código ético de cualquier partido, también el de la alcaldesa. Pero no está
reñido con la indecencia. Por supuesto, el partido político que ha venido
amparando a esta señora alcaldesa la ha acabado empujando al lúgubre ostracismo
que pende encima de su cuello. Yo me pregunto por qué no se reaccionó de inmediato.
Como en cualquier liza, la que antaño sería corregidora (acaso hogaño también)
va bien parapetada de amistades y fieles inasequibles al desaliento que
producen sus ofuscaciones designatorias. Incluso cuando el escándalo ha sido
tan mayúsculo que, presionado por la opinión pública y el hartazgo de afiliados
afines, la buena mujer ha decidido la suspensión de su militancia, pero no la
cesión del acta ni tampoco la dimisión de su cargo.
Es lo que tiene la carrera política. Que una funcionaria
del departamento de obras, tras una prueba presidida por un compañero y amigo
del partido, con estudios en servicios sociales, pase a concejala de inmediato,
desde donde ataca con saña al alcalde (afín) hasta su dimisión, afectada de
tanta soberbia y autoritarismo como de escasez de bagaje intelectual, y logre
ser recompensada, por arte y efecto de las nuevas políticas monclovitas, hasta
su inevitable caída en desgracia, al poco tiempo de ser nombrada lo que aún es,
no deja de ser una muestra más del modo de pensar de quienes son, de forma
vitalicia, parte del aparato de los partidos. No viven para servir al pueblo:
viven para el partido.
A quién le puede extrañar lo que pasa en este
país.