De nuevo a votar. Casi lo olvido. Me acordé el
lunes, cuando alguien me dijo, “los de Vox son unos degenerados”,
minutos antes de que empezase algo en la tele que no vi. Respondí saliendo por peteneras.
No me apetecía refutar una descalificación con otra: en esto de las opiniones
políticas ya se sabe que lo de menos es la mesura. “No entiendo que haya
mujeres que les voten. No merecen siquiera un lugar en el Congreso”. Acabáramos:
de nuevo elecciones. Vivimos en un continuo remake.
Lo de Vox y mi interlocutor no es algo
baladí. Este partido expone en su programa 100 medidas de cierta contundencia,
tanto que muchas de ellas obligan a reformar la Constitución: suspender la
autonomía catalana; derogar la ley de memoria histórica; deportar a los
inmigrantes ilegales que delincan e impedirles el acceso a la sanidad; levantar
un muro en Ceuta y Melilla; proteger la tauromaquia y la caza; derogar la Ley
de Violencia de Género; prohibir los vientres de alquiler; fomentar el
teletrabajo y la media jornada; fusionar ayuntamientos; cerrar televisiones
autonómicas; rebajar el IRPF; reducir o suprimir los impuestos sobre inmuebles,
patrimonio, sucesiones y las plusvalías municipales; promulgar leyes
‘antiokupa’; permitir el uso de la fuerza en la defensa del hogar; suprimir el
Tribunal Constitucional…
¿Degenerados? No parecen muy viciosos o de
conducta sexual anómala. Son, eso sí, extremistas. La extrema derecha, en su
utopía regresiva, interpreta una música que a muchos suena bien pese a estar
preñada de ataques continuos al orden constitucional y europeo. No he leído en
ninguna parte que alguien en el debate contestase al señor de Vox con los
arrestos que, en otros tiempos, políticos de raza (cuyos nombres resuenan aún
en nuestra memoria) le hubiesen espetado. Y, estando frente a frente con tan
inefable candidato, ¿ninguno es capaz de colocarle en su sitio? ¿Ni siquiera el
que tiene a gala desenterrar a Franco e ilegalizar su fundación? ¿Tampoco quien
teme por la buena suerte de su spin-off?
El problema es que primero les
descalificamos, después desoímos las razones que han llevado a muchos a
votarles (alguna hay que resulta incluso comprensible), y finalmente nos
amedrentamos a la hora de elevar el discurso. No por el respeto, tan de moda, sino
porque en otros frentes también se escuchan (y producen) barbaridades parecidas
contra la convivencia y la igualdad, pero al parecer solo depravan cuando las
dicen unos y no otros.