En el siglo I una ardilla podía cruzar de Cádiz
a los Pirineos de árbol en árbol sin tocar tierra. En el siglo V media
península estaba desarbolada. El pastoreo, la minería, las villas... todos los motivos de las deforestaciones
masivas condujeron a la silvicultura, una de las primeras medidas del mundo
antiguo. El paganismo protegía los bosques (como lo fue Lugo). El Imperio
Romano taló árboles de manera indiscriminada. El cristianismo dispuso la
creación de Dios en beneficio del hombre.
La visión musulmana de la naturaleza hizo que
aumentase la superficie arbolada y que las políticas forestales fuesen óptimas.
En el siglo XII por el Júcar se conducían pinos. Con la madera de Cazorla se
hacían cazuelas muy apreciadas en África. La Reconquista supuso volver a la tala
continua de vegas y montes, y a roturar las tierras para crear nuevos poblados
y más necesidades madereras. Alfonso X, en el siglo XIII, legisló contra quienes
cortasen los árboles y a perecer pasto de las llamas a quienes quemasen un bosque.
Similares pragmáticas medievales se desplegaron por todos los territorios. La
ley del pino piñonero del siglo XIV obligaba a repoblar el doble de lo que se
talaba. Eran los tiempos del bosque como refugio del lobo.
La ganadería trashumante del siglo XV azotó
los bosques, acabando con los brotes nuevos e impidiendo la regeneración
natural, endureciendo el suelo y creando cañadas. En el siglo XVI aumentó la
roturación de las tierras. La flota nacional de finales del XVI requirió talar
ciento veinte mil hectáreas, y debía renovarse cuatro veces cada cien años. En
tiempos de Felipe II se mandó quemar los árboles de los caminos reales para
evitar el pillaje. El crecimiento de la población supuso más necesidad de
madera. A la llegada de los Borbones apenas había bosques. Felipe V ordenó una
reforestación rápida. Fernando VI promulgó la Real Ordenanza para el aumento de
las masas forestales. Estamos en 1748. El siglo XIX fue negro para el bosque
con la desamortización de Mendizábal. Y el XX aún más con el aumento explosivo
de la población.
En el siglo XXI, un estudio de la universidad
ETH de Zúrich ha analizado la superficie terrestre para concluir que hay 1.700
millones de hectáreas no arboladas donde podrían crecer un billón de árboles. Reforestar
un billón de árboles supone solo 3.000 millones de dólares y conduce a la reducción
absoluta de las emisiones de CO2. Ese es el único futuro: lo hemos tenido
siempre al alcance de la mano.